El tiempo no pasaba en la habitación oscura, allí podías
encontrar todo tipo de objetos, algunos más ajados que otros por el
paso del tiempo, como si tuvieran arrugas o la piel se les cayera a
pedazos. Había pasado más de una semana de viento tormentoso, su
preferido. Una mecedora de los años veinte, una linterna fundida,
una muñeca sucia, platos de porcelana por doquier, collares de
diferentes formas, tamaños y colores, ropa, mucha ropa colgada de
perchas y alguna esparcida por el sueño a merced del polvo y de los
diferentes animalillos que compartían habitación. El carismático
hombre se llamaba Evaristo, pero desde hacía poco, puesto que cada
cierto tiempo se lo iba cambiando ya que se cansaba de sí mismo y
quería renovar algo de lo que el paso de los años le había robado:
la inmovilidad. No era aquella una inmovilidad física, sino mucho
peor: estaba anclado a aquella habitación por propia voluntad.
Evaristo se había construido una cárcel por sí mismo, como los
pájaros que tanto tiempo enjaulados no saben volar, pero no porque no
puedan, sino porque ya no saben.
Evaristo había conocido a gran cantidad de personas muy diferentes
a lo largo de su vida ¡miserable vida!, algunas personas darían
todo lo que tienen por aquello que Evaristo poseía. Él era el único
que poseía ese don; si, lo quieres saber, ¿verdad? ¡No seas tan
impaciente hijo mío! Cada día los recuerdos le sobrevenían, como
si de un continuo pasado se tratara, y no pudiera huir. ¿Te he
contado que lo conocí en extrañas circunstancias? Bueno, pero ahora
no importa eso. El objeto por el cual Evaristo tenía más cariño
era un espejo, un viejo espejo de ya no le devolvía la sonrisa que
una vez le prestaba. Sí.. eso había llegado a ser como un préstamo,
pero desde aquella noche terrible, nada volvió a ser lo mismo. Y el
espejo, que era ese objeto preciado, nunca le devolvió esa
sonrisa. Evaristo me comentó entre suspiros entrecortados que tenía
miedo a la muerte y por esta razón, había decidido vivir para
siempre, como si se tratara de una letanía inacabada, con la
condición expresa de la guadaña de que debería de guardar objetos
de personas que fuera conociendo a lo largo de su vida, que
conservara el recuerdo plasmado en diferentes enseres de dueños no
vivos.
Y te preguntarás a todo esto: ¿Por qué decidió vivir
eternamente? Lo que te voy a contar son suposiciones, se rumorea por
la villa que desde que su hijo decidió partir a un mejor destino,
Evaristo comenzó a ser deshonesto, apático, rudo. No se soportaba a
él mismo por más que lo intentara y cada día reconocía que no era
un viaje hacia la tumba, si no que probablemente, el paso del tiempo
lo alejaría cada vez más y más de el único hijo que había
tenido, y pensaba: ¿qué importará que yo viva eternamente, si no
puedo verlo crecer?, me confesaba. Ahora se arrepentía. Llamaba
constantemente a la guadaña pero no le contestaba nunca. Comunicaba.
Quizás tenía muchas solicitudes de muerte anticipadas. O se había
olvidado de él. ¿Para que la llamaba si le había concedido el
deseo que gran parte de los mortales deseaban? Aquel ingrato y
desagradecido no entendía el valor de la vida.
Evaristo tenía la costumbre de cada noche leer y releer sus
escritos, escritos de cuando aún no había firmado ningún pacto con
la guadaña. Escribía un diario donde expresaba cada día como se
sentía. Además tenía un diario donde escribía los sueños y
pesadillas que por la noche lo acompañaban. De algunos no se
acordaba y se quedaba pensando un buen rato hasta que al final
desistía en su empeño de transcribirlo todo con pelos y señales.
Eso le gustaba, pero llegó a un punto que le cansó. Y desde el
accidente de su primogénito y único hijo, se arrepentía cada
segundo del momento que firmó con la guadaña la vida eterna,
o la muerte en vida. Como te comentaba hijo, la vida de Evaristo se
había convertido en la suma de unos días que ya no le decían nada,
que se asemejaban los unos a los otros. El día que lo conocí, tú
eras muy pequeño, tendrías tres o cuatro años. Yo pasaba de paso
por la villa y no me pensé más de dos veces entrar en su tienda de
antigüedades. Me pareció la tienda más encantadora y especial jamás
vista por estos ojos de viejo, y créeme, el diablo sabe más por
viejo que por diablo. Nos hicimos muy amigos, me contaba sus
anécdotas, sus miedos, sus alegrías, el sinsentido de su vida
que según él se había convertido después del accidente de su
hijo. Y yo lo escuchaba con el ceño fruncido a veces, otras con cara
de póker, esas que intentan hacer los psicoanalistas. Y cada semana
al menos nos juntábamos una vez en el mismo café de siempre y me
contaba muchas de sus anécdotas. En esos momentos me sentía como el
callado amigo del grupo que apenas tiene mucho que decir, como un
pozo de escucha que no se cansaba, y no por que creyera que yo no
tenía nada que ofrecer, sino porque siempre me ha gustado escuchar.
Además, pensé que sus historias me podían inspirar algún día a
la creación de un libro que me lanzara a la fama.
“Ahora o nunca”, me comentó en una ocasión. Yo en esos
momentos me atraganté con el último sorbo de café. “¿Qué
quieres decir con eso?”, le pregunté, después de recuperar la
respiración. No me había sorprendido aquella expresión tan común,
sino el tono grave de su voz, y su mirada perdida. Sacó del bolsillo
de su camisa un papel arrugado, lo posó cerca de mi taza de café,
se levantó y se marchó sin prisa, con mirada triste pero decidida.
Y yo, imagínate hijo; yo en ese momento no osé en decirle, ni en
hacer nada. ¿qué querría decir con aquella expresión?. Quizás la
respuesta estaba en aquel papel, lo primero y último que me dió
Evaristo antes de desaparecer. ¿Acaso no te imaginas qué ponía?.
Bien, pues esas tres palabras contenían una decisión que, para mi
amigo Evaristo le había costado una eternidad llevar a cabo.
Quería empeñar todos sus objetos, todos lo que tenía, aquello que
con tanto anhelo y recelo había guardado, más que a su propia vida.
Ya no necesitaba nada. Deshaciendose de lo que más había apreciado
(después de la muerte de su primogénito) de una forma voluntaria,
fruto de una cabilación adulta, se liberaba. Y así, volvía a
nacer. No era necesario volver a llamar a la guadaña.