Satán
pertenecía a un gitano sin dientes que se tiró de un puente y murió
ahogado en el río la última noche de octubre de 1973. Tras el
suicidio de su dueño, el gato caminó tranquilamente hasta la casa
de los Gorini, y maulló delante de la puerta del jardín durante
tres días y tres noches. Así es como terminó bajo los cuidados del
pequeño de los Gorini, Alberto, un niño cariñoso y simpático que
adoraba a los animales.
La
criada de los Gorini era napolitana y odiaba los gatos negros, pero
el resto de los miembros de la familia estaban encantados con el
nuevo inquilino, particularmente Alberto que, tras mostrar interés
por saber su nombre y no obtener del gato más que una lánguida
mirada de indiferencia, empezó a llamarlo Sombra. Fue imposible
ponerse de acuerdo con su hermana, Giulia, que lo bautizó Príncipe
por su cuenta. La criada, una vieja aguda y terca, aprovechaba
cualquier ocasión para dar un escobazo al gato, pero eso hacía
llorar a Alberto y terminó por hacerlo sólo cuando no había nadie
alrededor.
Sombra
tenía la extraña costumbre de sentarse en el alféizar de la
ventana de la habitación de Alberto y mirar fijamente el jardín de
la casa de al lado. Un día de tormenta, cuando Alberto llegó del
colegio, encontró a Sombra empapado en el alféizar y quiso hacerlo
entrar para secarlo. Al asomarse, vio en el jardín a una mujer
vestida a la antigua usanza que tiraba de la mano de una niña para
hacerla entrar en la casa. Las luces del piso inferior se encendieron
cuando las inquilinas entraron huyendo de la lluvia, y parecieron a
Alberto bocas amarillas con las que la oscuridad se reía. Él no
sabía que hubiera una familia en la casa de al lado, abandonada
durante tanto tiempo. Pero le alegraba la presencia de otros niños
en una casa tan cercana, y supuso que sus padres habían olvidado
mencionar la emocionante noticia. Entusiasmado, cogió un paraguas y
bajó hasta la puerta del jardín, que encontró cerrada a cal y
canto. Golpeó el portón y esperó en vano. Confuso, echó un ojo a
la puerta que daba al canal, que parecía rota por la parte de abajo.
Pero, nervioso por la idea de caer al agua en un día en que llovía
tanto, volvió sobre sus pasos, entró en su casa y espió a sus
vecinas desde la ventana. Las luces continuaron encendidas hasta
después de medianoche, pero no volvió a ver a ninguna de ellas
hasta la semana siguiente. Su pequeña vecina era excepcionalmente
tímida y parecía salir de la casa solamente para estar en el
jardín. Alberto dedujo por el pañuelo con el que siempre se cubría
la mitad de la cara que tenía algún defecto físico horrendo del
que sus padres se avergonzaban.
Algunas noches, después de cenar,
Alberto observaba la extraña actividad de la niña encerrada en su
habitación, que apoyaba la cabeza sobre el cristal de la ventana y
se golpeaba la frente al ritmo del segundero de un reloj. Alberto
fruncía el ceño con disgusto y miedo. Se había hecho ilusiones con
la idea de ir al jardín de al lado a jugar, pero esa niña oscura no
parecía en absoluto la compañera de juegos ideal. La idea de que
los adultos con los que vivía (a veces dudaba de que fueran sus
padres) la tenían encerrada en contra de su voluntad se apoderó de
él y le impidió dormir durante noches enteras.
La noche de
Halloween, justo un año después de la muerte del gitano, Alberto se
disfrazó de murciélago y salió con sus amiguitos a pedir caramelos
a los adultos y asustar a los más pequeños. A medianoche, ya en su
habitación pero aún con el disfraz puesto, distinguió a Sombra en
la oscuridad exterior, que observaba tranquilamente el jardín de la
casa de al lado sentado en el muro que los dividía, y así descubrió
a la mujer que cuidaba de la niña de pie, inmóvil y silenciosa, en
el centro del jardín. Parecía esperar algo o a alguien y miraba un
hoyo enorme que había abierto en la tierra, sin duda con una pala.
Tenía un enorme cuchillo en la diestra que heló el corazón de
Alberto. Buscó a la niña con una mirada despavorida. Como de
costumbre, la pequeña se daba golpecitos en la frente contra la
ventana, ajena a todo. Alarmado con la idea de que la mujer quería
matarla, encendió la luz de su habitación y trató de hacerle
señas. La mujer del jardín lo miró. Alberto no podía ver bien su
cara cubierta de sombras, pero no tuvo ninguna duda de que lo había
visto y de que era la primera vez que sucedía. Ella entró como
un vendaval dentro de la casa y Alberto salió corriendo de su
habitación, lanzándose por la puerta escaleras abajo. Chocó con
algo en la oscuridad, pero no vio nada y llegó de un salto a la
calle, decidido por fin a colarse en el jardín para ayudar a la niña
a escapar. Se tiró al canal y nadó contra corriente hasta la verja,
que estaba más oxidada de lo que había pensado. Se raspó la
espalda al pasar por debajo de los barrotes arrastrándose como una
serpiente de agua. Subió los escalones del jardín a gatas,
aferrándose como pudo a las lianas de musgo que los cubrían. Se
incorporó. Sombra lo observaba desde el muro; la niña lo miraba
sentada en el alféizar de la ventana con las piernas colgando, que
balanceaba. Alberto le gritó que se escondiera, pero la niña no se
movió. Él comprendió: era extranjera. No entendía sus palabras,
por eso se limitaba a mirarlo con suma extrañeza, como si estuviera
loco. Se lanzó contra la puerta de entrada presa de la
desesperación. Sorprendentemente, la puerta se abrió con facilidad.
Un chillido agudo le hirió los oídos y pensó que era demasiado
tarde. Pero la escena de dentro lo dejó de piedra. La niña había
bajado las escaleras a una velocidad asombrosa y de rodillas en el
suelo se disponía a clavar a dos manos un cuchillo en su negra
víctima: Sombra. ¿Cómo había llegado hasta aquí antes que él, y
cómo había atrapado al gato? Estirado en el centro de una extraña
estrella hecha con piedras, permanecía quieto y ofrecía la garganta
como si tuviera el religioso deseo de ser sacrificado. Alberto gritó,
pero la niña lo hundió en el pecho del animal, y luego soltó el
cuchillo ensangrentado y corrió hacia las escaleras, riéndose.
Llorando a lágrima viva, Alberto levantó amorosamente el cuerpecito
de Sombra y salió de la casa tan rápido como se lo permitió el
terror que lo dominaba.
Llegó a su casa mojado y sucio, con el gato
casi muerto apretujado entre las manos. Encendió la luz de la
habitación de Giulia para contárselo todo y mostrarle a Sombra,
pero recibió el golpe más duro de todos al ver a su hermana adorada
mirándolo con los ojos vacíos, un cuchillo clavado en el corazón.
Alberto soltó a Sombra, que cayó al suelo con un golpe sordo, y
gritó y corrió e irrumpió horrorizado en la habitación de sus
padres, que se habían despertado con sus chillidos. Abrazaron a
Alberto y acudieron a la habitación de su hija aterrados con la
noticia de que Giulia había sido brutalmente asesinada. Pero, al
llegar allí, Giulia, sentada en la cama con las piernas colgando,
que balanceaba con inocencia, paseó por los tres una lánguida
mirada interrogante, como confusa. Sombra estaba acurrucado, mojado y
temblando de frío, sobre su regazo, y ella lo acariciaba
tiernamente. El gato parecía inconsciente, pero vivo. Alberto los
miraba boquiabierto, helado. ¡Sabía lo que había visto! Sus padres
lloraban de alivio, pero le lanzaban de tanto en tanto miradas, más
de preocupación que de reproche, que no pudo dejar de notar. Giulia
balbuceó que había tenido una pesadilla en la que alguien estaba en
su habitación y quería hacerle daño, y también a a Príncipe. Sus
padres la consolaron. El gato quedó automáticamente relegado a un
segundo plano y fue empujado hacia el suelo, cosa que evidentemente
lamentó, porque se puso a maullar muy fuerte, con los pelos del lomo
erizados. Nadie le prestó atención, excepto Alberto, que pasaba su
mirada de la expresión astuta de Giulia al gato y del gato a Giulia.
¿So... Sombra?, preguntó, mirándola a ella. Giulia alzó una ceja
agradablemente sorprendida y le dedicó una media sonrisa malévola
por encima del abrazo de la madre. Alberto entendió que ese ser ya
no era su hermana. El gato maullaba y arañaba las piernas de ambos
progenitores cada vez con mayor desesperación. Alberto lo miró
angustiado y trató de atraparlo, pero recibió un furioso arañazo
en la cara y fue pasivo testigo de cómo escapaba por la ventana para
no regresar jamás.