27/11/14

La puerta al jardín cerrado (Rosæ)

Satán pertenecía a un gitano sin dientes que se tiró de un puente y murió ahogado en el río la última noche de octubre de 1973. Tras el suicidio de su dueño, el gato caminó tranquilamente hasta la casa de los Gorini, y maulló delante de la puerta del jardín durante tres días y tres noches. Así es como terminó bajo los cuidados del pequeño de los Gorini, Alberto, un niño cariñoso y simpático que adoraba a los animales.
La criada de los Gorini era napolitana y odiaba los gatos negros, pero el resto de los miembros de la familia estaban encantados con el nuevo inquilino, particularmente Alberto que, tras mostrar interés por saber su nombre y no obtener del gato más que una lánguida mirada de indiferencia, empezó a llamarlo Sombra. Fue imposible ponerse de acuerdo con su hermana, Giulia, que lo bautizó Príncipe por su cuenta. La criada, una vieja aguda y terca, aprovechaba cualquier ocasión para dar un escobazo al gato, pero eso hacía llorar a Alberto y terminó por hacerlo sólo cuando no había nadie alrededor.


Sombra tenía la extraña costumbre de sentarse en el alféizar de la ventana de la habitación de Alberto y mirar fijamente el jardín de la casa de al lado. Un día de tormenta, cuando Alberto llegó del colegio, encontró a Sombra empapado en el alféizar y quiso hacerlo entrar para secarlo. Al asomarse, vio en el jardín a una mujer vestida a la antigua usanza que tiraba de la mano de una niña para hacerla entrar en la casa. Las luces del piso inferior se encendieron cuando las inquilinas entraron huyendo de la lluvia, y parecieron a Alberto bocas amarillas con las que la oscuridad se reía. Él no sabía que hubiera una familia en la casa de al lado, abandonada durante tanto tiempo. Pero le alegraba la presencia de otros niños en una casa tan cercana, y supuso que sus padres habían olvidado mencionar la emocionante noticia. Entusiasmado, cogió un paraguas y bajó hasta la puerta del jardín, que encontró cerrada a cal y canto. Golpeó el portón y esperó en vano. Confuso, echó un ojo a la puerta que daba al canal, que parecía rota por la parte de abajo. Pero, nervioso por la idea de caer al agua en un día en que llovía tanto, volvió sobre sus pasos, entró en su casa y espió a sus vecinas desde la ventana. Las luces continuaron encendidas hasta después de medianoche, pero no volvió a ver a ninguna de ellas hasta la semana siguiente. Su pequeña vecina era excepcionalmente tímida y parecía salir de la casa solamente para estar en el jardín. Alberto dedujo por el pañuelo con el que siempre se cubría la mitad de la cara que tenía algún defecto físico horrendo del que sus padres se avergonzaban.
Algunas noches, después de cenar, Alberto observaba la extraña actividad de la niña encerrada en su habitación, que apoyaba la cabeza sobre el cristal de la ventana y se golpeaba la frente al ritmo del segundero de un reloj. Alberto fruncía el ceño con disgusto y miedo. Se había hecho ilusiones con la idea de ir al jardín de al lado a jugar, pero esa niña oscura no parecía en absoluto la compañera de juegos ideal. La idea de que los adultos con los que vivía (a veces dudaba de que fueran sus padres) la tenían encerrada en contra de su voluntad se apoderó de él y le impidió dormir durante noches enteras.

La noche de Halloween, justo un año después de la muerte del gitano, Alberto se disfrazó de murciélago y salió con sus amiguitos a pedir caramelos a los adultos y asustar a los más pequeños. A medianoche, ya en su habitación pero aún con el disfraz puesto, distinguió a Sombra en la oscuridad exterior, que observaba tranquilamente el jardín de la casa de al lado sentado en el muro que los dividía, y así descubrió a la mujer que cuidaba de la niña de pie, inmóvil y silenciosa, en el centro del jardín. Parecía esperar algo o a alguien y miraba un hoyo enorme que había abierto en la tierra, sin duda con una pala. Tenía un enorme cuchillo en la diestra que heló el corazón de Alberto. Buscó a la niña con una mirada despavorida. Como de costumbre, la pequeña se daba golpecitos en la frente contra la ventana, ajena a todo. Alarmado con la idea de que la mujer quería matarla, encendió la luz de su habitación y trató de hacerle señas. La mujer del jardín lo miró. Alberto no podía ver bien su cara cubierta de sombras, pero no tuvo ninguna duda de que lo había visto y de que era la primera vez que sucedía. Ella entró como un vendaval dentro de la casa y Alberto salió corriendo de su habitación, lanzándose por la puerta escaleras abajo. Chocó con algo en la oscuridad, pero no vio nada y llegó de un salto a la calle, decidido por fin a colarse en el jardín para ayudar a la niña a escapar. Se tiró al canal y nadó contra corriente hasta la verja, que estaba más oxidada de lo que había pensado. Se raspó la espalda al pasar por debajo de los barrotes arrastrándose como una serpiente de agua. Subió los escalones del jardín a gatas, aferrándose como pudo a las lianas de musgo que los cubrían. Se incorporó. Sombra lo observaba desde el muro; la niña lo miraba sentada en el alféizar de la ventana con las piernas colgando, que balanceaba. Alberto le gritó que se escondiera, pero la niña no se movió. Él comprendió: era extranjera. No entendía sus palabras, por eso se limitaba a mirarlo con suma extrañeza, como si estuviera loco. Se lanzó contra la puerta de entrada presa de la desesperación. Sorprendentemente, la puerta se abrió con facilidad. Un chillido agudo le hirió los oídos y pensó que era demasiado tarde. Pero la escena de dentro lo dejó de piedra. La niña había bajado las escaleras a una velocidad asombrosa y de rodillas en el suelo se disponía a clavar a dos manos un cuchillo en su negra víctima: Sombra. ¿Cómo había llegado hasta aquí antes que él, y cómo había atrapado al gato? Estirado en el centro de una extraña estrella hecha con piedras, permanecía quieto y ofrecía la garganta como si tuviera el religioso deseo de ser sacrificado. Alberto gritó, pero la niña lo hundió en el pecho del animal, y luego soltó el cuchillo ensangrentado y corrió hacia las escaleras, riéndose. Llorando a lágrima viva, Alberto levantó amorosamente el cuerpecito de Sombra y salió de la casa tan rápido como se lo permitió el terror que lo dominaba.
Llegó a su casa mojado y sucio, con el gato casi muerto apretujado entre las manos. Encendió la luz de la habitación de Giulia para contárselo todo y mostrarle a Sombra, pero recibió el golpe más duro de todos al ver a su hermana adorada mirándolo con los ojos vacíos, un cuchillo clavado en el corazón. Alberto soltó a Sombra, que cayó al suelo con un golpe sordo, y gritó y corrió e irrumpió horrorizado en la habitación de sus padres, que se habían despertado con sus chillidos. Abrazaron a Alberto y acudieron a la habitación de su hija aterrados con la noticia de que Giulia había sido brutalmente asesinada. Pero, al llegar allí, Giulia, sentada en la cama con las piernas colgando, que balanceaba con inocencia, paseó por los tres una lánguida mirada interrogante, como confusa. Sombra estaba acurrucado, mojado y temblando de frío, sobre su regazo, y ella lo acariciaba tiernamente. El gato parecía inconsciente, pero vivo. Alberto los miraba boquiabierto, helado. ¡Sabía lo que había visto! Sus padres lloraban de alivio, pero le lanzaban de tanto en tanto miradas, más de preocupación que de reproche, que no pudo dejar de notar. Giulia balbuceó que había tenido una pesadilla en la que alguien estaba en su habitación y quería hacerle daño, y también a a Príncipe. Sus padres la consolaron. El gato quedó automáticamente relegado a un segundo plano y fue empujado hacia el suelo, cosa que evidentemente lamentó, porque se puso a maullar muy fuerte, con los pelos del lomo erizados. Nadie le prestó atención, excepto Alberto, que pasaba su mirada de la expresión astuta de Giulia al gato y del gato a Giulia. ¿So... Sombra?, preguntó, mirándola a ella. Giulia alzó una ceja agradablemente sorprendida y le dedicó una media sonrisa malévola por encima del abrazo de la madre. Alberto entendió que ese ser ya no era su hermana. El gato maullaba y arañaba las piernas de ambos progenitores cada vez con mayor desesperación. Alberto lo miró angustiado y trató de atraparlo, pero recibió un furioso arañazo en la cara y fue pasivo testigo de cómo escapaba por la ventana para no regresar jamás.

19/11/14

La puerta al jardín cerrado (Esther)

Siempre me ha gustado ver la copa de los árboles. Aunque sea en plena ciudad, una zona arbolada despierta en mí una paz y una calma que ni las medicinas consiguen. Hace mucho que los fármacos no me hacen nada. ¡Malditos medicamentos! ¿Tú que piensas? No, no digas nada. Mejor ahorra fuerzas.
Mi jardín es mi templo. Mi mausoleo personal. Donde alcanzo el nirvana. ¿Ves? Estamos rodeadas de naturaleza. Arbustos, enredaderas, limoneros, almendros… pero de lo que más estoy orgullosa son de mis flores. Míralas, ¡son bellísimas! Las flores representan la bienvenida para el alma. Estas flores blancas simbolizan el cielo, el paraíso y el camino a la redención. Esas amarillas son la tierra: húmeda, mojada. También hacen referencia a la fuerza de la luz del sol y de la vida. Las lila son el luto, son la efeméride de la muerte y, como no, encarnan la tristeza. Todas esas que ves rojizas, mis preferidas, son la expresión de la sangre de Cristo y la resurrección, así como la vida humana y animal. ¿Hueles ese aroma? Es la fragancia de la muerte. No tiembles. Esta esencia será aún mejor cuando tu formes parte de de toda esa sinfonía de colores, olores, vidas y decesos. Vas a ser el mejor fertilizante que mis flores han tenido en años. Piénsalo. Tu cuerpo se descompondrá, lentamente, alimentando a la tierra, a los gusanos, a mis plantas. Tu sangre fluirá por todo este jardín, siendo parte del mismo. Los insectos tendrán un festín del que no se cansaran. Y yo podré hacer empanadas de los mejores champiñones de toda la ciudad. Tú le darás fuerza, brillo y nutrientes a mis flores, las cuales emanaran mortuorios perfumes. ¿No es bello todo esto? No pongas esa cara. No estoy loca. Estoy harta de que me mires así. Con esa superioridad. ¡Bastardo! Hazme caso, este es un proceso natural. Ibas a morir de todos modos, ¿cierto? ¿No prefieres crear vida con tu defunción? ¡Eres egoísta! ¡pero que muy egoísta!
¿Y ahora lloras? Tus lágrimas de cocodrilo no te libraran de ello. Ya lo he decidido. Además, será mejor que te estés quieto si no quieres que te haga daño. Quiero que tu muerte sea limpia, tranquila. Esto no es un espectáculo. Así, muy bien, quieto. Ahora deslizaré este cuchillo por tu garganta. Sentirás una ligera incisión y luego sosiego, quietud y armonía. Es una bendición, así que no la desaproveches.


Corta su cuello con delicadeza y este grita, ahogadamente, bajo la mordaza. Solo puede mover un poco su cuerpo, porqué esta completamente atado. En medio del jardín, rodeado de todo tipo de flores, su alma se marcha. Y ella tras de sí, cerrando la puerta de su jardín secreto.

(Esther)