16/9/14

La desconocida (Blanca)

  • Mamá, ya hemos encontrado la chica perfecta para que venga a cuidarte.- explicó Eugenia, con voz alegre. Tenía claro que no quería enviar a su madre a una residencia nunca, ahora su salud no era como la de antes y por ello había tomado esa decisión.
  • Está bien hija... Pero tengo que reconocer que me ha de gustar, sino lo siento mucho por ella y por ti, pero no soportaré ni un día.- Estableció Eloisa.
  • Lo sé mamá. Sé que eres especial y por ello he escogido a la mejor.- estableció de forma segura y contundente de hija única. Lo cual, a la anciana Eloisa le calmó y tranquilizó sobremanera. Lo último que quería era tener en su propia casa una negra o una sudamericana. Nada de eso. No. Tenía que ser española. Tenía que ser, según ella, de su misma raza.
    Pero Eugenia tenía otras ideas, tenía un plan, que dudaba si iba a tener resultado; nunca es tarde para aprender para tirar prejuicios a la basura, pensaba. Se lo pensó mucho, sopesando las consecuencias de su plan. Su madre la podría odiar. Legaba un punto en que le daba igual, quería que su madre no se fuera a la tumba sin antes quitarse todas aquellas ideas de la cabeza.
La viuda Eloisa era una mujer de sesenta y ocho años. Madrileña de nacimiento aunque sus padres eran de un pueblecito de Ávila y habían tenido que emigrar para labrarse un futuro con más posibilidades que el anterior. Habían tenido su marido y ella un comercio de venta de frutos secos y alimentación, les había ido bien. Una vida tranquila sin grandes cambios, pero con pequeños momentos inolvidables, que realmente pensaba Eloisa, era lo que importaba. No habían querido tener muchos hijos, de hecho sólo habían tenido a Eugenia. Era una niña muy inteligente, desde siempre lo había sido, le gustaba mucho leer, de hecho desde que aprendió a leer no paraba de devorar cada libro que se encontraba a su camino. Había acabado con éxito sus estudios como historiadora y ahora trabajaba en un museo como asesora. Sus padres estaban muy orgullosos de ella. Creía Eloisa, la viejecita que le gustaba dar largos paseos y hacer ganchillo que la conocía demasiado.


Cuando la vio creía que se había equivocado realmente de puerta, de edificio, de ciudad. No, no podía ser. Era una negra. Sí, con todas las letras, pensaba. Ella odiaba a las de su raza y su hija lo sabía muy bien aunque una y otra vez la convenciera de que no tenía porqué sentir esos estereotipos y prejuicios ante personas que no fueran como ella, caucásica.


  • Hola, buenos días. Soy María, ¿qué tal?- se presentó la joven, no tendría más de treinta años. No tenía ningún acento, pero la piel era lo único que fastidiaba a la viejecita inválida.
    Al observar María que la señora no le respondía, se acercó un poco más. Es extraño, pensó, parecía que se había quedado petrificada. Aunque por otra parte, Eugenia le había explicado que su madre “era especial”. Temía que de buenas a primeras le diera un jamacuco.
  • Emmmmm. Sí, perdona. - respiró hondo y luego tosió. Eloisa se había quedado sin aliento. Es una encrucijada de mi hija, la muy... Pero no se va a salir con la suya. Parece mentira que no me conozca. - Ha debido de haber un error.
  • Me temo que no señora. Su hija Eugenia me ha dado la dirección correctamente.- Silencio. - Bueno, pues bonita casa tiene usted. ¿Qué tal si preparo algo para beber y nos conocemos un poquito, le apetece?- decía María mientras se aproximaba hacia la cocina. Si no la invitaba, haría ella por conocer el lugar donde iba a trabajar. Si es que finalmente le agradaba a viejecita.
  • Espera, no. Mejor será que no. No me apetece nada, ¿de acuerdo?- estableció contundente pero con voz trémula Eloisa.
    Así que estuvieron esa mañana mirándose a la cara, confusas una de la otra. Una situación embarazosa para ambas, que sobre todo María no lograba entender. La anciana aquella tarde llamó a su hija, no se lo podía creer. Pero, le dieron igual las amenazas de su madre, no iba a cambiar a María por nada del mundo. Tendría que aprender a convivir con una persona con diferente color de piel.
    Así que pasaron los días y las semanas. La comunicación era poca y notaba María que aquella mujer tenía algo en contra de ella. Pero un día, hizo algo que sorprendieron a sus longevos ojos. Siempre había creído que los negros eran unos sucios, pero la meticulosidad en la limpieza de su nueva asistenta le rompía los esquemas y comenzó a pensar si no era ella la que estaba ciega y equivocada. Un jueves por la mañana le trajo buñuelos de calabaza, se quedó petrificada. Era su dulce favorito ¿ Cómo lo habría adivinado? Se hacía de querer. Le daría una oportunidad.  

14/9/14

Miedo y azúcar (Rosæ)

La amistad de la anciana Ruth Zawisza con el padre Gabriel empezó un caluroso día de agosto de 1990. Él había ido a la residencia a confesar a una señora católica que desagradaba a Ruth sobremanera y que lo había mandado llamar por primera vez. El joven sacerdote llegó a la residencia como llega un estudiante a un colegio nuevo, andando con pies de plomo. Ruth se fijó en él enseguida porque le complacía la compañía de las personas jóvenes y le sonrió con aire distraído. Él le devolvió la sonrisa y se acercó tímidamente para preguntar por la susodicha señora. El destino ha querido, exclamó Ruth graciosamente, que la haya encontrado usted a la primera. Alegre, el padre Gabriel se sentó en el banco junto a ella y procedió a confesarla, pero de repente fue como si se hubiera dejado la sotana fuera. Sin él quererlo, aquéllo se convirtió más en una conversación sobre religión que en una confesión. Algo confundido, aunque “no exactamente disgustado porque había sido interesante”, el padre Gabriel se dispuso a partir al atardecer, no sin antes despedirse de la enfermera que lo había llamado. Así descubrió (sonrió a su pesar) que Ruth “le había mentido para que se quedara con ella, que en realidad era judía y que la otra pobre señora se había pasado toda la tarde esperándolo como agua de mayo”. Fue a disculparse de inmediato y prometió volver al día siguiente. Cuando atravesó el jardín, Ruth ya no estaba en el banco donde la había encontrado. Al día siguiente confesó a la señora católica y buscó a Ruth para desenmascararla. La encontró jugando a las cartas con otros viejos; ella sonrió, le pidió con desparpajo que los acompañase, y él así lo hizo. Bebieron limonada helada y el joven cura animó a todos con su actitud fresca y vivaracha. Luego dieron un paseo por los jardines y, desde entonces, daban paseos todos los sábados por la mañana, cuando él podía acercarse a la residencia. Él llegó a sentir por ella un respeto inmenso; la admiraba mucho; parecía sentirse muy sola, pero siempre la encontraba sonriente. Había sobrevivido a la guerra y a Birkenau, y a menudo le contaba cosas de aquel tiempo oscuro. Ruth sentía que el padre Gabriel había llegado a su vida precisamente para iluminar sus últimos pasos en este mundo (lástima que fuera católico); sus conversaciones con él le devolvían parte de la antigua vitalidad que creía haber perdido casi por completo. A veces lo amenazaba con lo que hubiera pasado si ella tuviera veinte años menos y se reían mucho juntos de esa posibilidad.

El padre Gabriel nunca lograba confesarla. Ruth no creía que tuviera sentido haber vivido toda la vida como judía para que un católico le cambiara la religión al final del camino. Cuando él lo proponía, como si fuera su responsabilidad salvar su alma, ella negaba con la cabeza, sonriendo con pesar, y decía “No he sido mala, no he sido mala, sólo tendría un pecado que confesar...”. Al padre Gabriel le intrigaba ese único pecado. No dudaba de que ella pensaba en algo concreto y, por la mirada perdida que solía acompañar al comentario, intuía que era grave y que la irritaba por dentro.
Cierto día de primavera, muy intrigado, se lo planteó así y ella lo miró con los ojos muy abiertos, sorprendida. ¿Irritarme por dentro? No me tome en serio, padre..., empezó, pero se le trabó la voz y clavó la mirada en tierra.

Habían salido de la residencia para pasear por los jardines municipales; dieron de comer a los patos, vieron a los niños reír al sol, y permanecieron mucho rato descansando frente al lago, donde más tarde acudiría la hija de Ruth, cuando terminara su trabajo en los juzgados. Ruth se removió incómoda. Los nudillos de las manos se le habían puesto blancos al apretarse las rodillas. El padre Gabriel puso su diestra sobre una de las arrugadas manos de su amiga, ofreciéndole una sonrisa cálida y comprensión. Ruth lo volvió a mirar. Tenía los ojos bañados en agua y pena, pero al fin se armó de valor y dijo Nunca se lo he contado a nadie: me daba miedo contarlo. Echó una mirada como asustada a su alrededor, pero la gente continuaba sus charlas, los niños y los perros continuaban con sus juegos y paseos, y nadie los miraba. Supongo que ahora no tengo miedo por mí, sólo vergüenza; solamente el nombrarla me da mucha vergüenza, y me da la impresión de que mi vergüenza es lo único que la mantiene viva, y cuando yo muera... Tragó saliva. Alicia Sniegowski era su nombre. Éramos compañeras en los campos. Recuerdo esa época como si la hubiera vivido otra persona, ¿sabe, Gabriel?, como si la hubiera vivido por mí alguien que se parecía a mí, pero que no era yo, era otra Ruth, un reflejo de mí, mientras yo observaba todo como desde arriba, a salvo. La otra Ruth era la que pasaba hambre, frío y miedo, y yo la que sobrevivió. Mi vida ya había empezado a oscurecerse al comienzo de la guerra, pero en los campos se manchó de oscuridad para siempre; era un constante ahogarme en lodo de color negro opaco, pero sin llegar a morir. Y desde entonces he intentado limpiar ese lodo opaco de mi vida, pero ha sido como intentar limpiar un cristal muy sucio y rayado, para sólo rayarlo más y mezclar con el color de lodo otros colores, pero nunca quitarlo del todo, aunque la opacidad se redujera un poco. Ruth respiró hondo y prosiguió tras un silencio pensativo. Alicia y yo dormíamos cerca; teníamos la misma edad; nos llevábamos bien. Un día me puse muy enferma y me dio parte de su ración de pan, y yo le di un cigarrillo una vez, como muestra de afecto. Ella fumaba; yo no, pero era útil tenerlos y yo me los guardaba. También intentaba guardarme el pan cuando creía que podría soportar el hambre, pero eso era muy difícil. Hizo otra pausa y dio un salto en el tiempo. Años después de la guerra, cuando iba a trabajar a la fábrica en la que conocí a Sówka (Ruth llamaba a su esposo por el apellido), me paraba a mirar por los cristales a la gente en los restaurantes. ¡Qué extraño me parecía ver a unas personas sirviendo comida a otras personas! Incluso ahora, cuando las enfermeras me dan un flan por postre o cuando veo a niñitos como ésos, con un helado o una manzana de caramelo en la mano, recuerdo lo que entonces significaba para mí un poco de pan, aunque tuviera gusanos, y la sensación de tener el estómago lleno me parece mágica. Sonrió con amargura. Cuando acabó la guerra y fui libre, prosiguió lentamente, no sabía qué hacer y no sabía qué era más absurda: si mi vida en Auswitch o después de Auswitch. No volví a ver a mi padre ni a mis hermanos, no tenía más familia, no sabía cómo localizar a mis amigos, porque la guerra los había desperdigado a todos. No tenía adónde ir, ni propósito alguno. Yo había querido cosas, pero ahora no las recordaba; había tenido seres queridos, pero estaban todos muertos. Era como estar muerta en todos los sentidos menos en el fisiológico. Miró al padre Gabriel, pero él no dijo nada; la escuchaba atentamente. Ella continuó. Alicia decía que tarde o temprano todo terminaría porque los alemanes perderían la guerra. Yo creía que estaba loca, me parecía que todo se había vuelto loco y cruel y que esa locura y crueldad habían venido para quedarse por mucho tiempo. Un mundo post-infierno me parecía inconcebible. Ella quería fugarse. A mí me parecía imposible y ella no terminaba de decidirse. Pero un día me anunció que lo haría pronto, por si quería ir con ella. Yo pensaba que quería intentar la fuga porque no tenía nada que perder, y que yo tenía algo que perder. Alicia quería ir a Francia, decía que tenía familia allí, hablaba de París como del paraíso. Mi padre y mis hermanos estaban en Auswitch I. Nos habían separado al llegar. Mi madre había muerto, así que ellos eran lo único que yo tenía en el mundo, ¿cómo iba a irme? Alicia me dijo que entonces era más seguro para las dos que no me contara los detalles de la fuga, que estaba planeando con otros. Ese día yo había descubierto que me habían robado los panes y los cigarrillos que llevaba semanas ahorrando y me sentía muy frustrada, así que le pedí que me dejara sus cigarrillos y otras cosas que podían servirme, como un poco de azúcar y chocolate que había conseguido esa semana y que me había enseñado muy orgullosa, en secreto. No sé si lo robó o si fue un regalo de alguna SS por algún servicio especial, porque no quiso decirme de dónde lo había sacado. Yo tenía envidia sobre todo por el azúcar y el chocolate. Insistí para que me dejara aquéllo que no iba a necesitar y se puso furiosa. Dijo que no me dejaría nada porque necesitaría de estas cosas fuera, quién sabía si le salvarían la vida en algún momento. Discutimos. Nos insultamos. Nos dijimos unas cosas terribles. La amenacé con contar a las SS sus planes de fuga si no me daba el azúcar antes de irse. Se volvió loca y una SS tuvo que separarnos. Terminó su castigo antes que yo y cuando se fue me dijo que se marcharía antes del amanecer, que Dios me castigara si la delataba. Sentí un odio inmenso de pensar que se burlaba de mí, que no me daría el azúcar y que se iría y yo me quedaría allí a morir en los hornos. Decidí que antes de que se marchara le robaría los cigarros, el azúcar y el chocolate. Alicia dormía en la parte baja de una litera y guardaba sus tesoros en la esquina superior de la cama; esa noche me deslicé hasta su litera, metí la mano bajo el colchón y saqué el paquetito del azúcar; triunfante, tuve el impulso de salir corriendo, ocultar el azúcar y volver a por lo demás, pero Alicia se despertó y me aferró el brazo para que lo soltara. Le di un puñetazo en la cabeza y le puse la almohada en la cara. Me soltó luchando por respirar, pero yo era más fuerte que ella y no podía incorporarse, así que no me costó inmovilizarla. La maté, ésa es la verdad, que yo la maté. Me di cuenta enseguida, en cuanto dejó de revolverse, pero aún sujeté la almohada contra su cara durante un rato, aterrada por si fingía, por si gritaba si la liberaba. Cuando los minutos pasaron y fue evidente que estaba muerta, la coloqué sobre la almohada como si durmiera, cogí el azúcar, que se había caído al suelo, los cigarros, el pan y el chocolate, y volví a mi cama. Me tumbé exultante, como si de repente fuera millonaria, pensando en todas las cosas que podría hacer con mis nuevas pertenencias. Me abracé a ellas y las oculté bajo un tablón cuando hubo luz. Un par de SS se llevaron el cadáver de Alicia por la mañana. La gente moría tan a menudo que no las oí preguntarse por la causa.

El padre Gabriel suspiró, mirándola. No había juicio en sus suaves ojos de cielo, pero Ruth sentía aprensión. Guardaron un largo silencio. Al día siguiente llegaron los rusos y eso fue el comienzo del fin, continuó. Las cosas aún tardarían mucho en estabilizarse, los alemanes huían de los aliados y fusilaban judíos en masa si tenían oportunidad, pero Auswitch había acabado y yo me encontraba libre; salí de allí por la mismísima puerta. Entonces lloré por Alicia. Si hubiéramos peleado un día más tarde, hubiera vivido para ver el fin del infierno, hubiéramos marchado juntas fuera de los campos y seguramente hubiéramos sido amigas hasta hoy. Nunca he superado esa culpa, concluyó abatida. Me torturan las innumerables posibilidades de su vida que pudieron haber sido y no fueron, porque me conoció a mí en el único momento de mi existencia en que fui capaz de asesinar a alguien por un poco de azúcar y unos cigarrillos que la lluvia terminó por estropear. Pero no puedo cambiar las cosas..., suspiró.


Una voz llamó a Ruth y ambos se giraron. Se acercaba a ellos una mujer sonriente de unos cuarenta años, con mirada dulce pero de presencia imponente, que vestía muy formalmente, llevaba el pelo recogido y cargaba un maletín. Parecía el tipo de persona que siempre está ocupada y va a todas partes con prisa. Gabriel y Ruth se levantaron cuando llegó a su altura. Ella dio un beso en la mejilla a su madre y extendió la mano al padre Gabriel, con una sonrisa de disculpa en los labios. Parecía creer que llegaba tarde, aunque ellos no se habían dado cuenta de la hora. Gabriel le estrechó la mano y ella se presentó. Alicia Sówka, padre, me alegro de conocerle por fin: ¡mi madre no para de hablar de usted! Lo aprecia mucho. A modo de respuesta, él sonrió a Alicia y echó una rápida mirada de sorpresa a Ruth. Nunca la llamaba por su nombre, siempre decía “mi hija” en su presencia. Ahora veía que su amiga había elegido enfrentarse a “la vergüenza de nombrarla” todos los días de su vida. Ruth ofreció a su joven amigo una amarga sonrisa de confirmación, mientras se aferraba al brazo de Alicia y le preguntaba por su trabajo cariñosamente. Alicia habló con fervor de algo que tenía a medias en los tribunales y sobre lo que Ruth parecía estar al corriente. Echaron a andar de nuevo. El padre Gabriel, pensativo, caminaba junto ellas, momentáneamente ignorado por ambas. La confesión de Ruth le pesaba en la conciencia como una losa y su corazón se revolvía incómodo con la nueva carga. Sentía que el amargado espíritu de la muerta los acompañaba en su paseo por la orilla del lago.

12/9/14

Dos vidas (Blanca)


Aquel prado le recordaba siempre a ella. De hecho la había conocido allí. Siempre que se pasaba sacaba la misma conclusión: cada lugar tiene una esencia y cogen especial relevancia cuando nos recuerdan momento, personas. Tan momentos... Era el lugar donde se encontraban. En aquellos tiempos ella era casi una niña y su padre la tenía muy controlada, no quería apenas que saliera a la plaza, me decía, claro. Tenía prohibido el verme y eso me torturaba, pues llegaba a creer que estaba haciendo algo malo, me hacía sentir culpable, pero cuando ella me desveló que quería fugarse conmigo, lejos de su padre, que me amaba tanto como yo a ella, me reconfortó y me subió al cielo, tocando casi el Vahala, pero sin morir. Como si de una batalla se hubiera tratado, la victoria sabía demasiado bien para durar tanto.

Haremos vida en otro poblado. Mi padre tendrá que aceptar mis decisiones, ya soy adulta y puedo decidir por mi misma. Y yo quiero estar contigo. Todo era en aquel prado. Puesto que antes, debido a la prohibición tácita por parte de su padre, nos veíamos a escondidas. Después de muchos años vuelvo. Nada ha cambiado. Pero yo sé que no soy el mismo.

Eran tiempos difíciles. Cuando llegamos al poblado vecino, establecimos con el jefe, Roho, el permiso de quedarnos a cambio de serles útiles con respecto al poblado, y justos con los demás habitantes. Así que nos cedió terreno y parte de ganado, que año tras año le concedíamos parte de carne y hortalizas, ya que debido a su generosidad, podíamos vivir. El padre de ella nunca nos persiguió, me decía que no pensara tanto en eso, puesto que tenía pesadillas continuas en las cuales secuestraba a mi mujer y a mi me torturaba. Eso no lo podía permitir. Lo mataría, aunque fuera su padre. Lo odiaba con todas mis fuerzas. Ella me consolaba, me quitaba esos pensamientos de la cabeza, eso nunca sucederá, Patrick, mi padre está mayor y habrá aceptado mi decisión.

Los meses siguiente a los de nuestra humilde boda sucedió la guerra entre nuestro poblado, aliado con el condado este, con los forasteros de norte, aquellos básbaros inmundos que nos querían quitar tierras y mujeres. Y eso tampoco lo podía permitir. Así que, con los demás hombres del poblado, combatí, como me había enseñado mi tío, ahora ya en el Vahala y muerto en combate. La guerra no duró mucho, cuatro meses. Pero para mí fueron una eternidad y deseaba con ansias de que se acabara, de volver a verla, de estar en paz. No tenía el pensamiento de los demás vikingos, no veía el porqué de las guerras y por eso, siempre he sido levemente rechazado dentro del grupo, aun siendo imprescindible. Todos decían que luchaba con valía, con honor. Yo solo pensaba en reencontrarme con ella.

Cuando terminó la guerra y volvimos al condado, nos recibieron con clamorosa acogida; habíamos triunfado. Cuando la volví a ver estaba embarazada. No me había dicho nada anteriormente, seguro que cuando me fui lo sabía, quizás no. Bueno, qué importaba. Merecía mucho la pena vivir. Por fin iba a ser padre, por fin podría ser padre con ella, compartir la educación de una nueva persona dentro del poblado. Así que nació al cabo de dos meses.
El día del parto fue el día más horroroso de mi vida. Agonizó durante horas, y yo, sin poder hacer nada, quería romper todo aquello que se me ponía delante de la mirada. Las matronas comentaron entre ellas que debían de salvar la vida de el bebé, al menos. Iba a morir. Un parto complicado, quizás se había complicado no ese día, sino los anteriores meses, preocupada. La guerra no trae nada bueno, ni aún cuando es victoria en tu bando.

Así que murió. Y mis veces pedí a los dioses que se llevaran al bebé. No lo quería. La quería a ella. La quería sana. La quería para mí. La enterré con mis propias manos, donde nos conocimos, en el prado. Aquel día no dejó de llover ni un segundo, pero cogí el caballo. Sólo la podía enterrar allí y en ningún sitio más. La tierra estaba mojada y olía a mi infancia. El cielo también estaba enfadado y quería prepara la tierra para acogerla. Pasaron los días y aunque no lloviera posteriormente, para mí seguía lloviendo dentro.

El bebé no lo quería. Me recordaba demasiado a ella. Él era el asesino. Me la había arrebatado. Así que lo dí a una mujer cuarentona que no había tenido hijos, me lo agradeció con creces. Por lo que a mi respecta me fui del poblado. No quería estar más en nuestra antigua casa. Los años posteriores no importan. Pero un día, decidí buscarte, encontrarte. Si te contara esto en persona, quizás me mataras. Te entendería. Pero hemos de seguir adelante, no quedarnos estancados ante un recuerdo. Si pudiera volver al pasado. Dos vidas que cambiaron la mía.

BLANCA

11/9/14

Humanidad 2.0 (II Parte)

Jordan tenía las orejas rojas como la sangre, tenía mucho frío aquella noche así que se acurrucó más contra sí para no dejar escapar el calor de su cuerpo delgado. Había visto aquel intento de asesinato, quería desvelarlo. Sabía quién lo había realizado y hacia quién, sobre todo. Aunque no estuviera muerto, quería desvelarlo ya que quería destrozarlo. Cuando recordaba su nombre recordaba siempre aquel día que lo delató a las autoridades competentes y cumplió tres años de cárcel, volviendo otra vez al alcohol, aquella bebida tan odiada y amada a la vez.

Este era su momento, lo había estado espiando desde hacía días. Como un águila a su presa, que busca el mejor momento para cazar. Quizás no se acordara de él, ya que mucho había cambiado. Pero él sí, ¡oh! Y tanto. Iba a disfrutar tanto de verlo sufrir que comenzaba a salivar del gozo.

Jordan era el representante de una pandilla de jóvenes delincuentes. Él ya no estaba en sus gloriosos años, pero tenía algo que todos carecían: experiencia. Sus años en la cárcel le habían enseñado lo duro de la vida. Se había prometido hacer el bien y no cometer más crímenes, pero el destino parecía que todo estaba en su contra y que su única salida era la delincuencia. El mar por el cual había nadado, un mar algo turbio, pero acogedor.

Su plan no era exterminarlo de buenas a primeras, cual matón de tres al cuarto, ni tampoco mandar a alguien a que lo exterminara de manera vil, como un sicario. Su plan era mucho más que eso. Quería tener en sus manos aquello que su enemigo más quería en la vida, aquello por lo que mataría y entonces manejarlo como una marioneta a su antojo, hasta tal extremo de volverse loco. Ya no quería tanto matarlo con sus propias manos, sino que el propio Adón se convirtiera en su propio asesino, suicidándose.

Avanzaba veloz, el frío era cruel con él, la vida también, pero ya no le importaba tanto. Tocó el timbre. Esperó un minuto antes de ver la cara de su enemigo. ¡Pobre de tí, bastardo, la que te espera!, pensó.

Adón lo recibió con sorpresa, pues el plan era encontrarse en la plaza. Jordan se disculpó por haberse presentado en su casa antes de hora pero tenía que comentarle algo antes de que la subasta empezara; había dado esquinazo a Olof y había llegado por su cuenta. Hablaron y, al cabo, se pusieron en camino. Una vez allí, se separaron y el ajetreo del lugar los mantuvo ocupados. Algo más tarde, Jordan dejó encargado de sus responsabilidades a uno de sus aprendices y se escabulló entre la gente y se dirigió a casa de Adón, con la vaga idea de atacar a los hijos. Una vez allí, tocó a la puerta; insistentemente cuando vio que nadie respondía. Abrió Águeda, que lo dejó pasar a la cocina porque lo reconoció de haberlo visto otras veces con su padre. Jordan preguntó por Leandro, pero no estaba. En la cocina, una extraña niña comía se felizmente un gran pedazo de pastel de carne. Lo miró con susto cuando él entró. Es mi hermana, por parte de padre, explicó Águeda a Jordan, muy resueltamente, y Melania, perpleja, le echó una tímida mirada de agradecimiento. Su madre ha muerto y ahora vive con nosotros. Águeda había encontrado a Melania comiendo sardinas enlatadas en la despensa. Al principio se enfadó mucho, pero luego ella le dijo que no había probado bocado en cuatro días y Águeda se sintió culpable y le sirvió un enorme trozo del pastel que les había traído miss. Norton, su vecina inglesa. Jordan asintió agradablemente sorprendido. Justamente, dijo a Águeda, venía a hablarte de tu madre. Me ha llamado un conocido que dice que está viva y cree haberla encontrado; él es médico y esta mujer ha llegado muy enferma (parece que sufre amnesia) al antiguo hospital donde él está viviendo. Me ha dicho que avise a tu padre, pero él está muy ocupado en la subasta y me ha pedido que lleve a Leandro. Pero ahora veo que Leandro no está... ¿debería esperarlo? La cara de Águeda era un poema, había perdido el color; estaba claro que no sabía qué decir, que empezaba a dominarla la angustia. La mujer está muy enferma, repitió Jordan, si es tu madre, no sé si estará reconocible... ¿crees que la reconocerías? Águeda asintió enseguida, confusa. No tardaríamos nada en llegar, mi conocido dice que ella está muy débil, y que si lograra encontrar a su familia, quizás...

Jordan fue en busca de su vehículo, que había aparcado a unas calles de allí, Melania y Águeda lo siguieron. Pensaban que volverían pronto. Entraron de un salto y Jordan arrancó. Sentía una extraña mezcla de culpa por haber utilizado lo que le había contado Liberto y haberle dicho a la pobre niña que se trataba de su madre desaparecida, y alegría por tener a las dos hijas de Adón a su merced.
Animal se había quedado dormido en una pequeña alfombra, cerca de la puerta abierta de la despensa.

Una vez Jordan desapareció de la subasta, después de conversaciones triviales y transacciones económicas, Adón se quedó solo, con un cometido: hablar con Jebediah, aquel que había despertado de entre los muertos.

  • ¡Me he enterado de que has muerto y has vuelto a renacer! – dice alegremente.
  • Sí, como el Ave fénix. Resurjo de mis propias cenizas, con más mala leche que nunca – dice pasándole un puro. Adón niega con la cabeza – Soy más resistente de lo que muchos se creen – dice fumando como un cosaco. Adón cree ver cómo le sale humo del agujero de la bala.
  • Ya lo dice el dicho “Mala yerba nunca muere”, ¿no? – ríen ambos a carcajada abierta - ¿Dónde has dejado a tu escolta?
  • Hoy quería hablar a solas contigo – dice tajante. Adón siente un nudo en la garganta, se le atasca el ego (el cual había crecido sobremanera durante esa misma mañana) y le cuesta tragar. La calma con la que había acudido a su cita se le borro de la cara, como si este le hubiera dado un guantazo.
  • Pues hablemos, a eso he venido.
  • Quiero que investigues lo que me ha sucedido. Quien es el cabrón que me ha disparado con tan mala puntería que no ha podido hacer bien su trabajo. Tienes contactos. Obviamente yo también los tengo, pero será muy evidente si mis chicos salen por estas polvorientas calles buscando respuestas – Adón no sé cree lo que escucha. ¿Es real? No puede parar de preguntárselo. Intenta mostrarse relajado, pero está no es la conversación que se había esperado. Jebediah le está tomando el pelo o realmente no recuerda que fue él mismo quien lo quería muerto. La situación le supera.
  • ¿Quién querría verte muerto?
  • ¿Quién no?
  • Ya… veré lo que puedo hacer. ¿Qué gano con ello?
  • La información que tanto ansias.
  • Hecho – dice con los ojos iluminados.

Jebediah se levanta y comienza a caminar. Se le ve bien, mejor que nunca. Cuesta creer que hace menos de un día estaba en su coche, muerto, aparentemente.

  • Nos reunimos esta noche en casa de Jáchym, el “médico”. ¿Lo conoces?
  • He oído hablar de él.
  • Tenemos una noche larga Adón, ve a casa y descansa.

Jebediah se marcha. Adón se queda paralizado. Tiembla como un flan por dentro, pero su coraza sigue intocable. Debe de llamar a su hijo, tiene que hablar con Leandro y decirle que debe de cuidar de Agatha esa noche. Le llama a su móvil y no obtiene respuesta. Llama a casa, en busca de respuestas de su pequeña Agatha. No hay línea. Coge el coche, con una extraña mezcla de sentimientos y se dirige raudo a casa.

¿Cuándo llegamos? – preguntó Águeda. Desde la parte trasera de la furgoneta, Águeda podía ver que Jordan se estaba poniendo muy nervioso y, obviamente, no lo consideró una buena señal. Grandes gotas de sudor resbalaban por su nariz chata y ligeramente puntiaguda; de vez en cuando se pasaba por la frente un paño grisáceo, pero eso no parecía reconfortarlo mucho. Miraba frenéticamente al retrovisor, al frente, en todas direcciones, y a la parte trasera de la furgoneta. Todavía no había contestado a ninguna de sus preguntas.
Águeda fue consciente gradualmente de su imprudencia. Miró asustada a Melania, que le devolvió la mirada con los grandes ojos muy abiertos, como esperando cualquier indicación para atacar. Se había subido a un vehículo con un extraño, sin que nadie supiera a dónde iba. Se daba cuenta que ahora estaba a su merced y no podía dejar que eso siguiera así…debía tantearlo.
  • ¿Ha-Ha…preguntado por mí? MI madre. ¿Qué ha dicho? –esperó, pero de nuevo no obtuvo respuesta. Empezando a exasperarse y ya más segura, siguió – Oiga, usted nos ha dicho que tenía noticias de nuestra madre, por eso hemos accedido a ir con usted, si no…
  • ¡Cállate de una vez! - se dio la vuelta y casi perdió el control del volante.
  • ¡Y-yo no…u-usted…! ¡Dígame dónde está!
  • ¡Te he dicho que te calles! - repitió, esta vez mirando furiosamente al frente. Estaba muy rojo y era evidente que encontraba dificultad para controlarse y pensar con claridad. Águeda supo de inmediato por qué.
  • Era mentira. No sabéis nada de mi madre, ¿verdad? –susurró, más para sí misma.
Jordan detuvo la furgoneta, fue a la parte de atrás y la abrió; sin embargo, mientras urgía a la niña a callarse y a tomar de ejemplo las dotes para pasar desapercibida de su media-hermana, y trataba de convencerla de que sí la habían encontrado, algo cambió en ella. Pareció colapsarse. Respiraba con dificultad, a grandes bocanadas, Jordan podía ver su pequeño cuerpo hinchándose para recibir esa cantidad de vida, exigiéndole esa vida al aire que parecía no ser suficiente, y se retorcía en dolorosa tensión y gemía mientras la otra niña chillaba “haga algo, haga algo”. Jordan se apartó con las manos en las sienes. Pensó que no tenía sitio a donde llevarlas y que estaba actuando de espaldas a los chacales. Si se le moría en las manos tendría que dar cuentas a no sólo a Adón, sino también a ellos. Un rehén era algo útil, un bien intercambiable, pero un cadáver no servía ni de abono. Pero una idea repentina arrojó algo de luz en su confusión.
- ¡Bájala! ¡Llévatela! – masculló. Volvió a subir en la furgoneta y desapareció en la penumbra de esos parajes baldíos que constituían la tierra de nadie entre ciudad y ciudad, entre refugio y refugio.

Aquel maldito perro seguía sentado en la puerta cuando Leandro volvió. No había ni rastro de su hermana en ninguno de los rincones preferidos de Águeda en la ciudad, ni en las cuevas, ni en las ruinas, ni en los prados mágicos, como solía llamar a los jardines asolados de un antiguo palacio. Tampoco en la casa. Sin embargo, aquel perro llevaba horas allí haciendo guardia. Justo cuando Leandro iba a volver a salir, entró su padre. Detrás de él venían unos cuantos mozos cargando con el material de la subasta que no se había podido vender.
Dejadlo por ahí, en el almacén. No te preocupes por eso. Hola, León – miró a su hijo fugazmente y, reparando en su estado de desesperación y en su semblante pálido y trémulo, inquirió - ¿Qué ha pasado?
No está Águeda. He llegado al mediodía y ya no estaba. Llevo horas buscándola. – esperaba que se sorprendiera, o incluso que se lo negara, pero Adón simplemente asintió y, en un gesto de debilidad y resignación imperdonable, suspiró y bhuscó una silla ne la que se sentó.
  • Esto…tenía que pasar. En mi propia casa. – murmuró con un hilo de voz.
  • ¿Lo sabías? – le temblaba la voz de la rabia - ¿Lo esperabas? – Adón levantó la vista y negó, con su cara de “no me malinterpretes, hijo”. Aquello era más de lo que Leandro podía aguantar en un día. Tratando firmemente de contenerse, puso las manos en la mesa y dijo:
  • ¿Qué has hecho?
  • Hoy tenía que llegar el embajador de los chacales y se iba a alojar aquí. Ya me habían dicho que no era trigo limpio. Que me odia por alguna razón.
  • ¿Y tú…tú…? ¡¿Tú lo metes en casa?! No puedo creerlo.
  • Estabas fuera, no pensé que se me adelantaría. Olof me falló, él era el encargado de traerlo y vigilarlo en mi ausencia.
  • Me parece que confías en las personas equivocadas. ¿Quién la vigilaba a ella? No puedes…yo no estaba, pero ella sí. No puedes desprecierla tanto. – y aquella idea horrible que no era capaz de pronunciar brotó en su mente como una flor horrendo y lo ahogó, impiéndole pensar en otra cosa. Ella era débil y prescindible, él no. La realidad era que Adón sabía que la estaba poniendo en peligro y le había dado igual. Quizá para demostrarse a sí mismo que él era leal a su hermana, enferma o no, miró a su padre y dijo:
  • Voy a ir afuera a buscarla. Puedes ayudarme o no, pero iré de todas formas. – había esperado que opusiera, incluso lo habría preferido, pero Adón asintió con aire cansado y contestó:
  • -Si vas a hacerlo es mejor que lo hagas bien.
  • Leandro esperó un rato en el patio mientras Adón preparaba un fardo con víveres y buscaba dinero y armas. Estaba anocheciendo. Cuando todo estuvo guardado en el coche, Leandro abrió una puerta y dijo, mirando al perro:
  • Anda, sube – y, maravillado, vio como el perro se abalanzaba hacia el interior del vehículo y se sentaba, listo para el viaje. Antes de que partiera, Adón se asomó a la ventanilla:
  • Si tienes que buscar ayuda, ve a por los cuervos de las montañas. Son gente en la que confío realmente yya nos hemos ayudado varias veces. Ellos te servirán bien. Conocen el terreno.
  • Gracias – dijo Leandro sin mirarlo. – Haz algo por ella, tú que te quedas. Soborna a alguien, amenaza a quien tengas que amenazar. Lo que sea.
Arrancó el coche que, con un rugido estridente del motor se puso en marcha, levantando una nube de polvo por los caminos, hasta que salió de los suburbios y dejó de oírsele.


Una noche de sombras y pesadillas se cernía sobre las muchachas, que caminaban con pasos lentos pero seguros en la tierna y palpitante oscuridad. Era como respirar contra el lomo de una criatura vetusta y poderosa, sumida en un profundo letargo. El truco del ataque había dado resultado, porque las había soltado (aunque lo que Águeda había pretendido era que la llevara de vuelta), pero ahora se encontraban solas en aquel páramo infectado y sin saber a dónde ir. En aquel medio hostil en que todos los factores parecían ir en su contra lo que, sin embargo, más las aterrorizaba, era si las historias que se contaban sobre los habitantes del páramo eran verdad.

9/9/14

Miedo y azúcar (Blanca)

 La cena había estado exquisita, un pastel de trufa caramelizado nos descubría el final de tan ricos majares, la repostería, el mejor plato de todos. El final de la cena, pero el principio de la velada. Nos habíamos reunido un día de tantos, gracias a un par de llamadas, antiguas compañeras de la facultad, sí, éramos casi todo chicas. Estábamos en casa de Paola, aquella que era tan amiga de los animales, me gustaba mucho su estilismo, realmente no coincidí mucho con ella, aunque me hubiera gustado; bueno, nunca es tarde, pensé.

Yo sinceramente, cuando acabé la carrera dejé de tener relación con casi todas y no fue porque me llevara mal, simplemente por que no surgió una relación de amistad durante los cinco años de duración de clases, apuntes, trabajos y exámenes. Pero algunas si que estaban enfrentadas, según me comentó Estefanía, un lío de convivencia ya que dos actualmente están viviendo juntas. Sí, la realidad es que durante la cena me sentí bastaste apartada de todas las conversaciones, además tampoco era mi día, se me había estropeado el coche por la mañana para ir a currar y me dolía la cabeza de pensar en la reparación.

De repente, cuando nos estábamos tomando el café, Anastasia comentó que dentro de unos de las tacitas superdecoradas, había puesto una droga, al parecer uno de los sobres de azúcar estaba adulterado. Que íbamos a jugar a un juego muy divertido. Que quien se levantara de la silla, gritara o intentara enviar por debajo de la mesa algún mensaje SOS, la mataría de un balazo entre ceja y ceja. Así que os preguntareis queridos y queridas lectores/as, que a mí no me llegó esa bala que tanto gritaba, “mala suerte que estuviéramos en una casa particular y no en un restaurante”, ya que si estuviera enterrada, no os podría relatar lo que viví.

Me entró pánico, miedo, una especie de catarsis extraña, activándose así mi cerebro reptil. La supervivencia era lo que más importaba en aquellos momentos. Pero curiosamente, también estaba activado mi cerebro humano por lo que reconocí lo absurdo de la situación, notable similitud con una pelicula de mafiosos que había visto hacía dos días con mi hermana, cuando salí de trabajar y mi jefa me echó un puro por haber hecho un error ínfimo. Mientras mi cerebro pensaba todo lo que estoy relatando, si era lo que se me ocurrió.

  • ¿Pero qué coño te pasa? No tiene nada de gracia, Lourdes.- comentó con la voz temblando como una hoja en otoño Cristina.
  • Me cago en la puta, me cago en la puta, me cago en la puta, me cago...- soltaba Estefanía al parecer le había entrado un ataque de pánico, tenía la vista fija en su café.
  • ¡CÁLLATE, OSTIA!- soltó Anastasia.- Os explico. Lo único que quiero es divertirme, vale? Sí, el arma está cargada. Llamadme loca, pero me aburría en mi casa, necesito emociones fuertes e intensas. Sé que me odiareis e incluso me denunciareis a la policía, pero de aquí no se levanta nadie hasta que todas os hayáis bebido el café. Sí, ha sido una velada increíble, chicas. Pero me aburría demasiado. Lo que hace el aburrimiento ¿verdad?.- dijo mirando el arma letal, tan negra y bonita.
    De repente me apuntó con la pistola.
  • Bebe.- me ordenó.- Miré a las demás, todas con los ojos llenos de pánico. Se me ocurrió coger en un momento el spray antiviolación del bolso, pero lo creí ineficaz. La que tenía el arma en posesión era ella, Anastasia. Lo único que tenía que hacer era hacer lo que ella dijera y rezar fervorosamente a Dios, Alá, Jehová, y los demás dioses y diosas inventados por la humanidad para que le diera un ataque al corazón a los veintiséis años de vida, por demasiado estrés y aburrimiento en su vida. ¿Que culpa teníamos nosotras de sus delirios? Bueno, quizás fuera una psicópata, y este golpe lo tenía previsto desde hacía tiempo.
    Cogí la taza y obedecí, el último trago era puro miedo, mezclado con el azúcar del final de la tacita, un café que no había removido.

Blanca

La desconocida (Esther)

Enciendo la luz y la veo a ella. Está de espaldas a mí. Tiene algo en las manos. No sé que es, pero me lo imagino. Me incorporo en la cama y me cubro con la sábana, con real miedo. “¿Qué haces aquí?” le pregunto confuso. No obtengo respuesta. Siempre con su aire misterioso. Sé que es ella, la reconozco por su olor. Un aroma a lavanda siempre recubre su ser y embadurna sus pasos. “¡Es que no piensas decirme que cojones haces en mi casa a las 3 de la mañana! ¿Quieres que me de un ataque al corazón o qué?” le recrimino molesto. Se abalanza sobre mí, y se queda mirándome a los ojos, petrificada, con un cuchillo que acaricia mi garganta. Estoy muerto, lo sé, voy a morir. La hoja del cuchillo brilla, y esa luz plateada me ciega por un momento. “¿Dónde está Jessica?” me pregunta apretando el cuchillo. No la reconozco, tiene el pelo cambiado, ha pasado de su habitual negro azabache a un cabello con feas mechas rubias, sus facciones aún más duras le envejecen el rostro. Va vestida de forma extraña, con una falda rojiza con vuelo y un suéter de lana espantoso, unos tacones de aguja estilizan sus finas piernas. “¿Dónde está Jessica?” me repite seria. No consigo respirar y solo la miro con culpa, esperando a que me absuelva. Que en su maltrecho corazón quede algo de compasión, una chispa de amor por una persona que la quiso y aún sueña con volver a tener una vida con ella, juntos, con Jessica. Entra David, con su habitual bolsa plastificada y amarilla. Preferiría que fuera ella la que acabará con mi vida, antes que esta sanguijuela que la persigue enamoradizo. Ella se levanta de la cama, dejando espacio a David, el torturador. Me aprieto contra el cabezal de la cama y tiemblo. “Hacía mucho tiempo que no nos veíamos Lee. Estás igual, solo que más viejo. Te has sabido esconder bien durante estos años. Pero ya nos conoces, de nosotros no se puede escapar. Ahora Fiona te hará una pregunta y si no la respondes, ya conoces mis habituales métodos. Pero solo te digo una cosa, he estado perfeccionando mis técnicas. Ya no soy ese chaval que contrataste para tus trapos sucios”. Cada palabra suya duele más que la tortura que me espera. “¿Dónde está Jessica?” me pregunta Fiona de nuevo. No respondo. No quiero que se la lleven, no, si no me quedaré solo. David se acerca a su bolsa y saca unas tijeras metálicas, las típicas que se usan para la costura. “Voy a coger tu mano derecha y te cortaré el dedo anular, no mucho, solo una pequeña parte. Después clavaré las tijeras por dentro de tu dedo y las abriré, partiendo así tu dedo. Uno tras otro, comenzando por las manos y luego por los pies. No vas a poder ni dar un solo paso”. Me orino encima y él se ríe de mí. Ata una de mis manos al cabezal de la cama. Comienzo a patalear y Fiona me clava su dura mirada. Deja el cuchillo sobre el escritorio y saca una pistola de detrás de su espalda. Me apunta seria y vuelve a preguntar “¿Dónde está Jessica?” Cierro los ojos y aprieto los labios. Me quedo inmóvil. David corta mi dedo y no grito, no quiero darles ese placer. Siento que me desmayo. Un gran charco de sangre mancha la cama y salpica al pulcro traje amarillo de David. “Lee, ahora voy a introducir las tijeras por tu dedo. Bueno, por lo que queda de él. Va a doler, te aviso”. Parte mi dedo en dos y no contengo el alarido que rompe mi alma. Mi dedo queda totalmente desfigurado, abierto de par en par. Escucho un ruido, Fiona también. El pomo de la puerta comienza a temblar. Y entra por la puerta, sin conseguir esquivar la bala que le golpea el pecho. “¡Jessica!” grito. Fiona se abalanza sobre ella y la mira, con los ojos confusos. “¿Es Jessica?”, pregunta. No la reconoce. Jessica tiembla en el suelo, muriéndose en sus brazos. Fiona no logra aguantar un par de lágrimas, que finas, caen sobre el rostro de su hija. Una total desconocida, la cual le arrebataron de sus manos y que durante años lucho por volver a tener a su lado. “¿Mamá?” susurra Jessica. Fiona la apreta con fuerza y la mira a los ojos. Mientras acaricia su liso pelo. Jessica deja de respirar. Lee comienza a llorar. Fiona coje el arma con determinación y le dispara. No quiere volver a escuchar a ese sucio cerdo. Sus sesos quedan repartidos por todo el dormitorio. Y David y ella huyen, pues es lo único que ya pueden hacer.

(Esther)

8/9/14

La desconocida (Rosæ)

Chiara paseaba distraídamente por su Roma natal con su hijito de un año y su recién estrenado marido. Se pararon frente a una enorme y moderna librería en cuya puerta se amontonaba gente ansiosa y de ojos (le pareció a Chiara) semi-llorosos y sonrisas histéricas. Todos llevaban un voluminoso libro entre las manos y estaba claro que esperaban para que alguien se lo firmara. Chiara se había acercado a ellos indiferente, dispuesta a evitarlos y seguir caminando. Pero Marco se mostró interesado, se detuvo frente al escaparate y comentó que se trataba de ese autor de moda de origen ruso que tanto gustaba entre sus compañeros profesores. El mundo de Chiara se puso boca abajo en un segundo cuando comprendió que el escritor famoso por el que se amontonaban tantas lealtades en la acera a la espera de su turno era nada más y nada menos que su escritor ruso. El corazón todo se le salía por la boca y tenía miedo de hablar y delatar su turbación. Angustiada, miró al hijo y al marido. Sentía cómo el terror se extendía por ella y la contaminaba entera, y unas ganas encontradas de salir corriendo lo más lejos que pudiera de ese lugar y (a la vez) de correr dentro (hacia él) le jugaron una mala pasada y se mareó. Sólo para verlo, ni siquiera lo tocaría, pensaba, con una temblorosa sonrisa de placer en la boca que no pudo reprimir. El pequeño Lorenzo no le quitaba de encima su seria mirada, parecía preocupado como un pequeño e impertinente doctor. Chiara se sintió desnuda y evitó mirarlo. Se le cayó el alma a los pies cuando Marco declaró que compraría el libro para que se lo firmaran. Chiara lo miró con el ceño fruncido, como se mira a los hipócritas, convencida de que sólo quería pavonearse en el trabajo y que el libro en sí le importaba un bledo. Pero no supo cómo decir que no, y de todas formas la curiosidad por ver a Iván se hacía más insoportable a cada segundo que pasaba. Creía que ya estaba curada, pero la idea de verlo despertó en ella los rescoldos del antiguo fuego y empezaba a abrasarla la impaciencia. Los minutos en la cola fueron un infierno interminable para Chiara, que veía ante sus ojos el día en que había dejado a Iván como si actores con máscaras tristes representaran la obra de teatro de su vida, de lo que pasó y de cómo terminó todo entre ellos.

Decidió huir de Iván un año atrás, en otoño. Ya sabía que estaba embarazada, pero no había podido decírselo porque estaba aterrada. Las noches se habían convertido en una reincidente pesadilla en las que ella no dormía y él dormía a su lado descansando de sus propias tribulaciones (¡si las tenía!) e ignorando su dolor. Chiara quería y no quería dormir; quería, porque estaba más cansada que nunca y pensaba que el no dormir no le haría bien al bebé, pero no quería porque quería espiarlo pues, a veces, hablaba en sueños y la nombraba a ella: a la otra, a una tal Violetta que Chiara odiaba más que a nada en el mundo. ¿Quién era esa furcia? No lo sabía ni lo sabría nunca; pero tenía claro que era una amante por las palabras de amor en italiano que creía entender muy de vez en cuando en los confusos balbuceos del amado dormido. ¿Y ese odioso nombre: Violetta? Buscó su origen y leyó que era la variante rusa e italiana de Violet. Pegó un puñetazo en la mesa. Se la comían los demonios. Se podría haber llamado Giovanna o Katerina y tendría más información, aunque fuera una “ilusión de información”; estaba claro que uno podía poner a su hijo el nombre que quisiera, sin pensar en el origen etimológico del nombre en cuestión, pero, con “Violetta”, ni siquiera tenía una pista. ¿Y cuánto tiempo habría estado engañándola, sería reciente, una bibliotecaria italiana, sería profundo, un antiguo amor de Rusia, de vacaciones aquí? ¿Habría sido cosa de una vez, de muchas veces, sería serio y la dejaría un día con cualquier excusa sin explicarle nada ni mirarla a los ojos? Tenía pesadillas donde ocurría eso y él se comportaba con ella con una frialdad insoportable. No sabía, no sabía, pero estaba claro que él gemía su nombre en sueños y que como en son de burla lo mezclaba a veces con rápidas frases en ruso que le daban a Chiara unas ganas inmensas de despertarlo a golpes. Los celos y la rabia se la comían por dentro. Estaba segura de que él estaba teniendo un romance con esa desconocida y, cuando se armó de valor para preguntárselo abiertamente, él le clavó una mirada indescifrable, mezcla de incredulidad y ánimo defensivo, como si ella estuviera hurgando en algo muy íntimo o la acusara silenciosamente de haber leído su diario. Esa reacción le pareció el colmo a Chiara pero, como él lo negó todo, no tenía por dónde seguir su particular investigación. Otro día se arriesgó a decirle con una sonrisa amarga “que llamaba a Violetta en sueños”, y su respuesta fue poner los ojos en blanco y decir Los sueños, sueños son. ¿Qué significaba eso, que sólo tenía fantasías con la tal Violetta, que no existía, que ella sacaba las cosas de quicio, que era su amor platónico de la infancia? ¿Encima se hacía el misterioso y le daba contestaciones de listillo, sabiendo que esto la torturaba? (A ella le parecía simplemente una muy burda estrategia para que ella no le diera importancia y lo dejara en paz). ¿Qué clase de respuesta era ésa, y cómo iba a confesar que estaba embarazada a alguien que consideraba que no tenía que darle explicaciones ante algo tan grave como una acusación de infidelidad? La idea de dejarlo antes del desastre (que él la dejara por la otra, que tuviera un hijo con un hombre infiel y él se creyera con derecho sobre el retoño) se le metió dentro y ya no la abandonó, sino que creció y creció dentro de ella como un tumor que la hacía llorar por todo.

De todas formas, nunca podría confiar en él, se decía en sus momentos de mayor lucidez, porque era como un pájaro que cuando se asustaba volaba. Chiara se sentía muy abnegada y constante, y siempre había odiado que él no fuera capaz de hacer promesas, que no pensara en el mañana y que creyera que la vida matrimonial era incompatible con su carrera de escritor.
Por otro lado, él no había descubierto (aún) que no tenía talento para la escritura y que “haría mejor en invertir su tiempo en algo más productivo”. Le hubiera gustado que él hubiese encontrado un buen trabajo y que empezara a pensar en sentar la cabeza, en lugar de querer vivir siempre como el eterno adolescente. Ella hacía dulces insinuaciones al respecto con las que sólo conseguía que él diera un portazo y saliera fuera a fumar o le subiera el volumen a Mussorgsky sin siquiera mirarla. A ella Mussorgsky le ponía los pelos de punta, así que en esos momentos era ella quien huía a fumar a la calle o a tomar café con alguna amiga.

Y juntar a Iván con sus amigas, recordaba ahora mientras Marco le ponía ese absurdo libro recién comprado en las manos con una sonrisa ignorante, era como poner un enorme y ácido limón en un cesto de manzanas maduras: no casaban bien, él llamaba demasiado la atención. Si entrara en los restaurantes vestido de monje, no resultaría más llamativo. Ocurría algo parecido con su familia, pero con sus amigas era exagerado. Ellas querían reír y hacer cenas escandalosas y salir a bailar, y él se aburría y las miraba (le parecía a Chiara) con un destello desaprobador en sus pupilas verdes, dos agujas de juicio final que ella odiaba ver afiladas. El resto de novios se comportaban de manera normal: hablaban con todos, bailaban con sus novias. A veces, ellas bailaban y Chiara intentaba hacerlo bailar con ella, pero Iván detestaba bailar, no lo hacía por principio y solía terminar en un rincón con el hocico metido en algún libro. Chiara se moría de la vergüenza. Ella creía que había un momento para cada cosa: no era que ella no quisiera que él leyera si quería hacerlo, pero le parecía de mala educación que salieran juntos y que él se marginara así. Sin duda él era mucho más tímido y no tenía el don de gentes de Chiara, pero que no hiciera siquiera el esfuerzo de integrarse le parecía increíble y era una de las pocas cosas en la vida que lograba hacer que se sintiera más que frustrada y verdaderamente furiosa. Siempre podía leer en casa, ¿por qué tenía que hacerlo también en un local de baile, de noche? Sus amigas tenían el detalle de excusarlo por el idioma, pero Chiara sabía que no era eso. El italiano de Iván era perfecto y lo único que pasaba es “que no tenía interés en mostrarse más simpático de la cuenta”. Era un esfuerzo que no le compensaba, ¿para qué iba a hacerlo? No, sin duda era mucho mejor ponerse en un rincón y pasarse toda la noche de un humor gris, solitario y pensativo, en lugar de estar con su novia, con sus amigas, y pasarlo bien todos juntos. Él siempre encontraba excusas para amargarse y regresar una y otra vez a ese humor retraído. Era sensible y eso estaba bien, pero se pasaba de sensible a trágico y eso le parecía malsano. ¿Por qué angustiarse por tragedias que ocurrían cada día en regiones remotas y que no rozaban la vida de nadie que ella conociera? Ella tenía sólo una vida y quería amontonar en el baúl de sus recuerdos todos los momentos felices que pudiera. Cuando muriera, quería que escribieran en su tumba los años de felicidad que había tenido y que fueran casi los mismos con los que había muerto. No se sentía trágica sino alegre y ligera como una bailarina de aire y sueños. En cambio, Iván, a su lado, era a menudo como una nube oscura siempre llena de electricidad y dispuesta a dejar caer comentarios atronadores sobre el hambre en el mundo y supuestas culpas sociales a las que Chiara decidía dar voluntariamente la espalda. Sin duda era inteligente, pero necesitaba clases particulares de inteligencia emocional y a veces se mostraba tan introvertido que a ella se le pasaba por la cabeza la (absurda) idea de que había llegado de un planeta donde no existían más colores, salvo el negro. Era solemne y terrible como la música que escuchaba, y ella risueña y cálida como un villancico. ¿Cómo iba a tener hijos con él y pretender que serían capaces de ponerse de acuerdo en los detalles de su educación?

Ella era profesora de inglés y, aunque no quería hacer eso toda la vida y querría dedicarse profesionalmente a la fotografía, siendo como era consciente de las dificultades y no queriendo renunciar a sus sueños tan rápido, jugaba a dos bandas y mantenía vivas ambas vías. Él parecía tener un problema con encontrar un trabajo estable y dedicarse a la escritura en su tiempo libre, e iba de trabajo mal pagado en trabajo mal pagado, sin avanzar, sin progresar profesionalmente, siempre con dudas sobre comprometerse con un nuevo jefe porque sentía que vender su tiempo lo hacía miserable y parecía creer que sería infinitamente miserable cuando por fuerza mayor no pudiera huir de la causa (laboral) de su amargura. Chiara no entendía, las discusiones al respecto resultaban infructuosas. Estaba muy bien querer algo y luchar por ello, pero uno no le pone sueños en el plato a un niño con hambre e Iván era demasiado inocente e idealista y no se paraba demasiado a pensar en necesidades materiales porque se ponía nervioso y se agobiaba, lo cual parecía a Chiara inmaduro e infantil y, sobre todo, inútil. ¿Por qué convertir cuestiones prácticas en otra excusa para angustiarse? El futuro a su lado le parecía incierto e inestable como un mar revuelto y, si eso había sido así casi desde el principio, Violetta entraba en escena como una ninfa intrusa vestida de lila y riéndose de todo, de Chiara, de sus planes, invadiendo su terreno y añadiendo al cuadro de sus otros problemas con Iván una negra pincelada de traición que nunca podría superar ni perdonar. No tenía duda respecto a su amor por él, que se le desbordaba del alma cada vez que lo miraba, pero eso no era suficiente para confiarle la educación a partes iguales de su retoño, especialmente ahora que su confianza en su lealtad había sido puesta en cuestión y destruida para siempre.

Aunque torturada por la idea de abandonarlo y no verlo más, una vez decidida a hacerlo aprovechó los tres días que él pasó fuera de la ciudad con un amigo ruso que acababa de llegar a Palermo para hacer la maleta y huir. Se sentía cruel y criminal, pero lo hizo así porque creía que estando él en la casa, viéndolo, él le hablaría y ella se confundiría y no se iría, y decidió que prefería darle un adiós cruel antes que él frustrara sus propósitos abrazándola fuerte y llamándola amore al oído.
Ya había tomado la decisión de irse y no hablarle nunca del hijo y quería llevarlo a cabo aunque se dejara la piel por el camino. Después de dudar un rato, escribió una carta incoherente quejándose de la tal Violetta, de su confianza traicionada y sus dudas con respecto al amor de él, de que buscaran cosas diferentes en la vida, y del incierto futuro de su relación sobre el que él nunca quería hablar. Se dejó el corazón roto en esa casa, olvidó el teléfono adrede para que entendiera que no quería que la llamara y cogió un tren al norte a casa de sus padres.
Él nunca fue al norte a por ella, cosa que Chiara no supo cómo interpretar. Iván no era de súplicas y no lo imaginaba rogándole que volviera con él por muy destrozado que estuviese, y aunque quería criar al hijo sola y había decidido que esto era lo mejor para todos, sintió una insondable decepción conforme pasó el tiempo y entendió que él no la buscaría e intentaría obtener al menos una explicación sobre el repentino abandono.

Reanudó la relación con el novio que había tenido antes de Iván; lo hizo por despecho y tristeza, pero las semanas de embarazo se sucedieron y al cabo le empezó a parecer "muy sensato y práctico" comprometerse con Marco. Lo dejó tres años atrás porque él quería formalizar su relación y ella se espantó con la idea, porque entonces le parecía que estaba mal estar con Marco y bien estar con Iván, pero ahora que había decidido que seguir con Iván era malo, le parecía que era bueno volver con Marco. Le aterraban las responsabilidades a las que se tendría que enfrentar como madre soltera, Marco quería casarse ya y se llevaban bien. Como quería a Iván muy apasionadamente le parecía que era más exigente con él y en comparación la relación con Marco sería mucho más estable y relajada, porque su amor por él era diferente y de alguna forma sus movimientos le importaban mucho menos y sentía menos presión. Y "casarse por amor estaba sobrevalorado". Además, no dijo a nadie lo del embarazo y todo el mundo asumió que el hijo era de Marco, detalle que fue muy cómodo y que la decidió a llevarse el secreto de la paternidad de Iván a la tumba.
Se casaron siete meses después y Lorenzo tuvo dos apellidos y dos padres con trabajo, que lo querían y que estaban preparados para cuidar de él y educarlo, y las condiciones apropiadas que Chiara quería para la infancia de su primogénito.


Después de estar dentro de la agobiante librería haciendo cola durante varias centurias, Chiara empezó a vislumbrar a Iván entre las ansiosas cabezas en espera. Estaba sentado frente a una mesa de color caoba y debía de sentirse un poco como una máquina. Sonreía con timidez y una pizca de impaciencia cada vez que devolvía un libro firmado y (le pareció a Chiara) había un destello de sospecha ardiendo en el fondo de sus hermosos ojos claros, como si dudara íntimamente de que todos hubieran leído su libro, como si no se creyera que pudiera gustar a tanta gente, o como si hubiera errado el tiro y las personas de la librería no fueran precisamente ésas a las que él había estado queriendo impresionar con su sacrificado trabajo. Chiara bajó por primera vez la mirada hacia el libro que tenía entre las manos, no muy segura del género. Nunca había leído nada de lo que Iván le pasaba para que leyera y ahora se arrepentía de ello, pero le pareció insultante leer la sinopsis y descubrir que (sonrió amargada, resignadamente) uno de los personajes principales se llamaba Violetta. No sabía muy bien qué iba a hacer cuando lo tuviera delante, pero la respuesta se formó sola en su cabeza conforme avanzaban. ¿Qué otra cosa podía hacer aparte de darle el libro para que se lo firmara, e irse? Marco y Lorenzo estaban delante, habían asesores y fotógrafos y lectores aguardando turno. Esto no era como encontrarse por la calle y decidir si saludar o no, pensó. En estas condiciones, no podía ni haría nada excepcional. Así que llegó su turno y simplemente dejó el libro frente a él, mirándolo con gozo, incapaz de hablar. Iván alzó los ojos hacia ella y empalideció al punto, y por un momento a los dos les pareció que ella se había ido ayer. Los segundos se alargaron inexplicablemente y Marco sonrió incómodo, pensando por su expresión que su mujer debía de parecerse a alguna hermana muerta del escritor. Había hecho amago de hablar pero no había llegado a articular palabra, y Marco pensó que había querido preguntar a quién debía dedicar el libro. “A Chiara”, dijo para que se lo dedicara a ella, e Iván reparó por primera vez en él, y en el niño, que tenía sus ojos. Chiara sentía que se ahogaba. Él aferró el bolígrafo con mano temblorosa, abrió el libro y escribió algo tragando saliva como muerto de ganas de llorar. Lo cerró de golpe y lo devolvió arrastrándolo hacia Chiara con el dedo índice, hundiendo en ella una mirada resentida e interrogante pero llena de fuego y ternura que la conmovió profundamente. Marco cogió el libro, a su mujer del brazo, y cedieron su turno en la cola. Chiara se giró antes de alejarse y él la miró hasta que desapareció entre el gentío. En la calle, el sol brillaba agradablemente y el mundo seguía rodando ignorando este extraño paréntesis que había sido tan subyugante para Chiara. Tenía el alma revuelta por la alegría y el dolor de haberlo visto. Marco maldijo a su lado. ¿Cómo había podido equivocarse?, preguntó perplejo. Había pronunciado Chiara con claridad y esto ni siquiera se le parecía en las vocales. Así que seguramente sería una broma, algo que uno entendería después de leer el libro, decidió. Chiara se lo quitó de las manos sin comprender de qué hablaba su marido y leyó: Para Violetta, mi inspiración. Tras un segundo de doloroso desconcierto, Chiara rompió a llorar entendiendo que Violetta sería en el libro un alter-ego de ella misma.