28/8/14

Miedo y azúcar (Esther)

<¿Qué es eso hijo?> Ante a esa pregunta no pude darle ninguna respuesta real, aparte de que se trataba de azúcar glasé. Mi madre, más santa que cualquiera, no sé pudo imaginar que lo que colocaba en la tarta de cumpleaños de mi abuelo era speed. Así que así fue, el ochenta y seis cumpleaños de su padre edulcorado con una droga sintética. ¡Menos mal que no vino mi hermana con sus críos! La fiesta no estuvo nada mal, mi abuelo, más vivo que nunca, nos ofreció unos bailes tremendos hasta las tantas. Mi madre reía sin parar, y con la energía que arrojaba decidió ponerse a limpiar la casa de arriba abajo. Le saco brillo hasta a la cubertería de plata, la que le regalaron por su boda. Después, frenética, se subió sobre la bicicleta estática y comenzó a pedalear. Con tanto movimiento que se cargo un pedal. No le importo mucho, pues siguió dándole caña al mismo ritmo. Tengo fotos de la fiesta, por si quisieras verlas... Mi padre se travistió y nos hizo un buen monólogo. Eso lo tengo grabado… Yo caté un poco la tarta, por no dejar que hicieran el viaje solos. No sé, quería compartir ese momento familiar con ellos. Pues nada, eso es lo que pasó. Toda mi familia hasta las orejas de speed, por un error mío. ¿Pero que querías que le dijera a mi madre? ¿La verdad? No quiero que piense que soy un traficante… Yo solo paso speed en pequeñas cantidades y maría a raudales. Además, con este negocio me pago mis estudios. Ellos creen que tengo beca, pero no… con toda la jodienda del cambio de media y demás mierdas, no me llega la pasta. Y no quiero que tengan que pagarme la carrera, no, no es justo. No vendo por lucrarme, si no por buscarme un futuro mejor. Que no digo que vender esto no sea un buen futuro… pero no sé, tengo otras aspiraciones, metas. Ya sabes, quiero tener una casa, un par de perros… Tío, esto no es necesario. Yo puedo conseguirte la pasta, te lo prometo. Duplicaré los beneficios en la próxima tanda. Pero anda, quítame la pistola del cogote, por favor.

- Conmovedora la historia de tu familia colocada, chaval, pero quiero mi puta pasta – me dice bajándome el revólver a los huevos. Noto el tambor del arma sobre si escroto. Siento que mis testículos se encogen e intentan subir hacía arriba, como si quisieran esconderse junto a mis intestinos. Jodidos, tampoco estarán más seguros allí dentro – Te he dejado explicarte, me has contado la milonga más cutre de la historia. Y lo peor del todo, me haces perder el tiempo.

- Por favor tío. Nos conocemos hace tiempo, sabes que vendo bien. Solo necesito más mercancía y yo la coloco por el doble de precio en las calles - Me mira como si no quisiera creerme, aunque sabe que soy capaz. Clava con más fuerza la pistola en mis bolas. Dios, ¡voy a morir! ¿Porqué todos en situaciones de miedo o placer mencionamos a Dios? ¡Si soy ateo!

Mi madre abre la puerta, con una sonrisa de oreja a oreja, la cual se le deforma cuando me ve, sin camiseta, junto a un mastodonte de tío con su mano pegada a mi polla. Estoy seguro de que no está viendo la pipa que tengo bajo el ojete, y que el acto que sucede después no es por la protección de mi vida, si no porqué ella cree que el colega me la está/ba cascando. Le golpea con la bandeja que lleva en las manos y me recrimina directa - Hijo, no, esto no, mariconadas en casa no – respiro hondo. Palpo mis huevos intactos y sonrío. Pero no por mucho tiempo, tengo a Sansón sobre mi cama, y creo que esto no le hará mucha gracia.

- Mamá, ¿nos queda tarta?...

(Esther)

20/8/14

Chicago en llamas (Rosæ)

Durante las próximas horas de este día de octubre de 1871, después de casi diez años, Evan se encontraría de nuevo con Chiito. Se había puesto de acuerdo con algunos cabeza de familia de las granjas vecinas para acercarse a Chicago en busca de abuelos, hermanos, sobrinos, otros familiares o amigos en apuros, o a echar una mano con la reconstrucción de la ciudad. Hacía ya varios días que el lugar había amanecido con diferentes versiones del impactante titular “Chicago en llamas” estampado en la portada de los periódicos, que los repartidores agitaban en las calles a la vez que gritaban la noticia a los cuatro vientos. Pensando en Chiito, Evan no podía dormir. Se lo imaginaba corriendo de aquí para allá, atrapado entre los escombros, o ardiendo, y se le congelaba el alma de pena y terror.

Evan recordaba su infancia como una época de mucha hambre y nubes oscuras. La aridez de la zona donde vivía se confundía en su mente con la aridez de su propio corazón, que desfallecía todos los días de congoja y desencanto. Pensaba que llevaba la carencia de amor dibujada en cada arruga de su joven rostro.
Se había ido de Chicago con quince años, cuando su padre lo echó de casa. Su pobre madre había muerto de tuberculosis cuando Evan era muy pequeño, y su hermano mayor había muerto en una reyerta durante el año anterior. La figura de su padre se alzaba retorcida en medio de su horizonte como una maldición encarnada en constante decadencia y descomposición física y moral. Se pasaba el día bebiendo whiskey, creyéndose el blanco de la ira divina, quejándose de sus deudas y disparando con su viejo rifle a las ratas que vivían como reinas en la casa. Evan dormía a menudo fuera, en la caseta del perro, con el perro. Había empezado siendo un castigo, pero terminó siendo la única manera en que podía dormir. A veces soñaba que encontraba un mapa al paraíso y que la entrada estaba debajo de esa humilde caseta.

Su hermano había encontrado a Chiito escondido en la pocilga de un vecino y lo había llevado a la casa, encerrado dentro de una caja, cuando era aún un ridículo cachorro que estaba sucio y olía a muerto. Evan le daba leche con una cuchara de madera, como si alimentara a un bebé. Con el paso de los meses, la dulce criatura creció como una hermosa planta y se convirtió en un magnífico animal que resplandecía con la luz del sol. Evan se enorgullecía de él como si fuera su mejor obra de arte. Lo quería tierna, lealmente. Un día de otoño en que los gritos de la casa llegaron hasta el cielo, el padre lo echó y le prohibió volver, encerró a Chiito para que no se lo llevara y amenazó con pegarle un tiro si asaltaba la casa en su ausencia. Llorando de rabia y resignación y sin un lugar donde caerse muerto, Evan abandonó Chicago. Sus torpes pasos lo llevaron a Indiana, donde se pudo establecer tras entrar al servicio de una familia de herreros, convirtiéndose más tarde en aprendiz.

En Indiana se casó con su amada Elizabeth varios años después y con la inestimable ayuda de la familia de ella construyeron una casa para los dos. Evan sintóse feliz y lleno de luz y energía por primera vez en mucho tiempo. Había encontrado en la familia de su joven esposa la comunidad de gente que hubiera deseado para sí desde los años más tiernos de su infancia. Personajes entrañables y solidarios, lo acogieron con sonrisas dulces y comprensivas y no le hicieron nunca preguntas sobre cosas que él no quería contar. Relacionarse con ellos y verlos día a día era para Evan como nadar en aguas cálidas después de un largo y desagradable invierno. Un año después del matrimonio, Elizabeth dio a luz gemelas, dos criaturas dulces y alegres como dos pasteles de nata y limón a las que llamaron Gianna y Elsie. El incendio de Chicago y la marcha de Evan coincidió con la semana del cumpleaños de las gemelas, por lo que Evan soñaba con volver a su hogar acompañado del mejor regalo de cumpleaños que un padre podía dar a sus dos soles: un Chiito, pensaba, nervioso e ilusionado como un niño.

No obstante, el miedo a no encontrarlo, encontrarse en cambio con su padre, que el perro estuviera muerto y que el padre viviera, le atenazó la garganta durante todo el viaje, que él se esforzaba en mantener abierta a la esperanza cantando por el camino con algunos de sus compañeros.
El estado en que encontraron la ciudad horrorizó a todos. El paisaje era triste y desesperante como un cementerio de fuego y ceniza. La gente se movía como agitadas hormigas de un lado para otro, atareadas con cientos de tareas de auxilio y reconstrucción. Evan se separó del grupo y deambuló por la deshecha ciudad. La casa de su padre se había convertido en cuatro palos negros que a duras penas se mantenían en pie, y la caseta de Chiito había desaparecido. Evan no sentía ningún amor por su padre y apenas le alteró deducir que debía de haber muerto durante el brutal incendio; en cambio, la ausencia de la caseta de Chiito le cayó en la cabeza como un rayo y reventó a llorar.
Pero un hilo de sol, tembloroso como su alma, acarició suavemente la superficie de los escombros de lo que había sido la fachada de la casa; dos orejitas y un hocico negro se asomaron al oír su llanto, y se dibujó ante Evan el perfil del adorado animal, que saltó en su busca moviendo la cola frenéticamente, aullando y jadeando con inmensa excitación. Evan lloraba y reía, desesperado, extasiado. Durante unos confusos segundos, sin dar crédito a su buena suerte, se creyó dentro del más dulce sueño. Chiito ya tenía doce años, por lo que ya era mayor. Su pelaje dorado estaba cubierto por un traje de ceniza mojada que le daba un aspecto cómico pero, por lo demás, parecía ileso, aunque famélico.
En escenario tan desalentador, rodeados como estaban de muerte y destrucción, nadie prestó atención al reencuentro de los dos amigos, pero la alegría de ambos se quedó un tiempo en el aire, inocente, sin intención de insultar a los que sufrían a su alrededor, brillando en la luz del atardecer como un arco iris de fuertes colores o los polvos mágicos de un hada buena.

13/8/14

Tormento y Tormenta (Blanca)


JACOB
¿Por qué no la soporto? Diana realmente es siempre todo lo que anelé durante mi adolescencia. Ella se me antojó una diva nada más verla; sus ojos azulados me transmitían la paz que ahora ella misma me ha arrebatado. Todavía recuerdo con suma claridad ese día, estábamos mis amigos y yo liándola como ninguna otra pandilla en una discoteca a las afueras de la ciudad. Un amigo mío quería meter bulla y propinarle una buena paliza a un chaval, que por lo visto, “le había mirado mal”, según dijo. Yo, ya me estaba comenzando a cansar de ellos por aquel entonces y cada ve salía menos de fiesta. Quería estabilizarme, encontrar a alguien con quien poder confiar y estas a gusto. Choqué con Diana. Le pedí disculpas ya que le había pisado el pié y al principio algo reacia a las conversaciones con desconocidos, pero más tarde vio que me gustaba como un tonto y se apiadó de mí. Yo también le debí parecer atractivo, pensé, sino se hubiera pirado sin más. Descubrimos un par de gustos en común y al descubrir que no era el típico chico que busca sexo una noche, nos dimos los teléfonos y comenzamos a quedar. He de reconocer, que no es una historia original, pero es la mía. Y la guardo con cariño, a pesar de todos algunos momentos tan oscuros, en especial ahora.

Durante el noviazgo Diana era encantadora, una chica recatada, algo tímida, pero a la vez madura y divertida, si es cierto que tenía sus manías , como el querer siempre tener la razón en todo o ser algo excéntrica en algunas ocasiones. Al saberme un loco enamorado, hacía y deshacía a su antojo y no le importaba lo que pensara, aunque sí es cierto que en una ocasión me cabreé en exceso y me pidió disculpas, pero eran pocas las ocasiones. Por aquel entonces, me creía capaz de soportar de ella todo, con sólo ver sus ojos celestes me bastaba para ser el hombre más afortunado del mundo. ¿Que suela curso? Mira, me da igual.

Pero la relación comenzó a hacer equilibrismo comenzando la convivencia. Después de tres años de conocernos, le propuse de alquilar un pequeño piso a las afueras de la ciudad, para ahorrar más y ella accedió, aunque se lo pensó como dos meses. Ahí pude conocer realmente a Diana, ya que de pasar a vernos una vez a la semana a todos los días, hay un gran paso. Intentaba ser amable y complacerla, pero parecía que todo le sentaba como la mierda. Así que contraataqué y me volví más rudo y terco que antes, por lo que ella, que no se queda corta dejó de hablarme como una semana, y así por, desde mi punto de vista, memeces, e ha ido estropeando aquella mirada tan bonita de antaño. Ahora Diana es mi tormenta y no se que hacer con ella. Es una tormenta, la amo, pero a veces la estrangularía.

DIANA
Mis padres, siempre me lo han dado todo. Soy así aunque a muchas personas no les guste. Pero también por otro lado, creo que tengo puntos buenos, ?no?. Todo el mundo los tiene y creo que es reconocible saber identificarlos y potenciarlos. Soy una chica responsable, que sabe lo que quiere y muy sincera.

Cuando conocí a Jacob apenas era una niña, había quedado con mis amigas para salir de fiesta. Era la primera vez que iba a una discoteca y aunque a mí no me agradó la idea desde un principio, acepté. Y bueno, pues ya te puedes imaginar. En realidad, la historia de cómo nos conocimos no tiene mucho de especial. Me pareció un chico majo y tenía curiosidad por estar en una relación, ya que mis amigas ya habían tenido experiencia al respecto. Antes no se... era como más, atento, más considerado, y aunque realmente él sigue siendo el mismo siento que algo ha cambiado. Y yo necesito atención. La necesito porque siempre me ha sido concedida. Cuando me pidió que viviéramos juntos yo creía que iba a ser otra cosa, creía que, como comento, iba a estar más pendiente de mí y cuando lo veo tirado en el sofá viendo la tele como un bobo y yo en la cocina, pues sí, me dan muchas ganas de matarlo. Pero con amor, porque le tengo mucho cariño.

Por otro lado, sé que soy algo excéntrica y que tengo diversas manías. Pero soy así, y sabe? No pienso cambiar por nadie. La verdad es que esta odisea barra experiencia de la convivencia me está matando, y no sólo a mí, sino nuestra relación. Y por eso vengo aquí, que usted no crea que lo hago por gusto, es una decisión madura y meditada por ambos.

Así que sí, podría decir que Jacob se ha convertido en mi luz y mi sombra, en mi dulce tormento; estoy tan enganchada a e´que se me hace raro la idea de volverme con mis padres, pero por otro lado, a veces le tiraría la televisión encima.

El terapeuta analiza ambos papales con las tareas proporcionadas a cada uno de los pacientes. Es un caso habitual, la convivencia muchas veces trae de cabeza a muchas parejas, pero cree curioso el hecho innegable del apodo que ya no sabe si es casualidad o no de “Tormento y tormenta”.
Blanca



11/8/14

Chicago en llamas (Esther)


Si sales por esa puerta acabaré contigo – dice cogiéndole de un brazo con rabia y amargura.

No te tengo miedo. Estoy harta de tus amenazas – se suelta de su agarre con destreza.

Por favor, no me hagas esto – se lanza a sus pies. Rodea su cintura con sus brazos y esconde su cara en su bajo vientre.

Suéltame. No quiero estar contigo. No quiero seguir viviendo así. ¡Me haces daño! ¡Para!

Es que nunca aprenderás. Eres mía. ¡Tú me quieres! – le grita mirándole a los ojos.

¿Y tú me quieres a mí? – pregunta ella afligida.

Pues claro – dice él, como si fuera totalmente evidente.

Pues yo ya no te quiero. No puedo quererte más.

Venga, siéntate y hablemos – dice mientras se levanta. La empuja hasta el sofá, golpea su maleta con el pie y la mira - ¿A dónde vas a ir? No tienes ningún sitio en esta ciudad. No tienes a nadie. Solo me tienes a mí – sus duras palabras le atizan.

Preferiría vivir bajo el puente más cochambroso de Chicago que seguir a tu lado un segundo más.

¿Cómo puedes hablarme así? – dice él gritando. Su mano se alza hacía ella, demostrándole quien tiene la fuerza.

¿Y cómo puedes tratarme así?

Windy, no sé qué te ocurre hoy – dice él molesto.

Que no puedo más Sadoc – rompe a llorar.

Esa es tú solución. Siempre llorando. ¿Pero qué te he hecho?

¿Qué me has hecho? – grita molesta. Se quita la camiseta, dejando al descubierto un torso lleno de magulladuras, heridas causadas por él, por ese “amor” que él cree sentir, por ese “amor” que reparte a guantazos, patadas, codazos...

Cariño, no lo voy a volver a hacer... ¡Es que me cabreaste! – dice justificándose.

Sí, sí que lo volverás a hacer. Si no te llega a frenar el otro día Elvio me hubieras matado.

¡Pero qué dices! Yo jamás te haría daño. Y Elvio debería de meterse en sus asuntos. ¡Marica de mierda!

Sadoc, me marcho – dice levantándose.

¡Te mato si me dejas!

¿Cómo quieres que este contigo? Lo único que haces es insultarme, golpearme, amenazarme… te he soportado durante años, deje mi país por ti, aborte al hijo que siempre había querido tener por ti, porque no estabas preparado para ser padre… nunca me tienes respeto. Nunca me agradeces nada. Dices que no vas a hacerme daño y me pegas, me anulas… y luego vienes a curarme las heridas, a prometerme que no volverá a pasar… y me engañas y me lo creo. Pero ya es suficiente.

Windy, yo te quiero. Me conoces. Tengo un carácter temperamental – dice cogiéndola de nuevo – pero jamás te haría daño.

Sadoc, suéltame.

Windy, no me abandones. No puedo vivir sin ti – dice agarrándola con fuerza, como un pulpo. La soba de arriba abajo, la intenta besar. Ella aparta su cara. Él la golpea. La empuja contra la mesa. Las velas que decoran el cuarto caen y las cortinas se prenden rápidas. La sala se llena de humo y ambos forcejean por toda la habitación. Windy consigue soltarse de esas garras que la oprimen y lo empuja contra el fuego. Sadoc grita bajo las llamas, retorciéndose como el bicho que es, y Windy huye, corriendo a través de la ciudad que le ha quemado el alma.

(Esther)

Chicago en llamas (Blanca)

Julia comenzó a chillar como una loca desatada. La mandaron callar casi de un manotazo pero apenas la despistó en su labor de cantar a los cuatro vientos que sí, iba a morir. Y eso no le gustaba. La habían acusado de asesinato, y aunque sus intentos de esclarecer que no estaba en sus cabales, que fue un momento el cual perdió la cordura. La engañó con otra, y se enteraba por terceras personas, ¿acaso aquello no merecía también un castigo? Veinte años de matrimonio sirviéndolo cual criada, para que ahora él se desfogue con otra. ¿Acaso es justo que este acto no quede impune?

Así que lo mató. Él volvía de trabajar por la noche, hacía frío y había llovido casi en la totalidad del día oscuro. Julia recordaba que aquella mañana no había café en casa y había ido a pedírselo a su vecina, y que ella no tampoco tenía, así que acabó desistiendo en su rutina diaria, todo comenzó a ir mal desde entonces. Fue directa a la droguería y compró un libro de salfumán. Haría una rica tarta. Para su especial maridito. Lo tenía decidido. Julia, no te reprochó nada, nunca. Pero lo iba a pagar caro aquel canalla, el odio la llegó a cegar, pero tranquila Juli, mantente firme hasta el final. Se tiene que comer la tarta, es su preferida. Cuando la vea, seguro que me dice algo bonito. Pero, no fue así, ni siquiera se lo agradeció, estaba cansado, pero de tanto animarlo a probarla, se comió la mitad mientras Julia se deleitaba mirando como se comía su propia muerte, como aquel cuento en que una bruja le da una manzana a una niña y se vanagloria viéndola comer.

  • Jure que dirá sólo la verdad ante este tribunal. - la voz del juez la hacía sentir cada vez más miserable además de empequeñecerla hasta casi desaparecer del universo.
  • Lo juro.- y sus labios temblaron.

Casi sollozando explicó lo que ocurrió aquella noche. No intentó inventar otra versión de los hechos, pero sí estableció que estaba enajenada de odio en sus entrañas vacías y que al verlo morir, se arrepintió al de pronto recordar los buenos momentos que habían pasado juntos, que, aunque fueran pocos, eran intensos para Julia. Pero al parecer, su versión de los hechos, que aunque verídica, la condena fue pena de muerte en silla eléctrica que en aquellos años comenzaba a utilizarse y su grito ahogado no pareció emocionar a ninguno de los presentes en la sala, casi todo varones.

Al mismo tiempo, Stella, la hija del juez, se avergonzaba de su padre, al creerlo tan cruel y despiadado de mandar matar como un cerdo a una pobre mujer que había actuado por sentimientos de rabia y enajenación mental. Stella era una joven nostálgica, algo callada pero rebelde, con las convicciones muy estudiadas y con un juicio de valores morales que se consideraba adulto contando con la edad que tenía, tan sólo diecisiete. Sentía cierta empatía e incluso la justificaba ya que, mientras Julia expresaba su versión, se imaginaba que estaba en su lugar, y en lo que ella habría hecho.

A partir de esa mañana, Stella le dirigió cuanto menos la palabra a su señor padre y movida por la rabia y el orgullo de no mirarle a los ojos ni decirle lo que pensaba a viva voz, le escribió una carta, en la cual exponía la injusticia de su veredicto, el hecho de que por su culpa, iba a morir una mujer, que sólo había actuado por rabia. Estando esa mañana su padre en la cocina, se la encontró junto con el periódico, y cansado de tanto mutismo por parte de su primogénita y única hija, la paró en seco cuando iba a salir y cogiéndola fuerte por los hombros, le espetó que aquella decisión no la había tomado como un juicio personal, no había nada personal, sino había actuado conforme a las leyes de la nación norteamericana y había jurado ante los medios que lo volvería a hacer si un nuevo crimen de esas características se producía.

Por aquel momento, Stella se veía fugazmente con un joven seis años mayor que ella. Lo había instado muchas veces a que se fugara con ella, hacía otra ciudad que no fuera Chicago, la cual ya veía corrompida y sucia. De hecho, muchas veces, soñaba con incendiar la ciudad, para no volver a verla nunca más y huir, muy lejos, todo aquello que sus piernas le permitieran. Llevaban viéndose cerca de cinco meses y Stella se había prendido profundamente de él, todo lo que Carlo decía, era una verdad absoluta; estaba tan ciega debido a que era el primer chico que le soltaba tantas pantominas de enamorados que el único centro del universo en su vida era él. Y lo peor era que no se deba cuenta. A su madre no le gustaba un pelo aquel chico y se lo repitió por enésima vez, ese chico va a hacer sufrir a mi hija, lo tengo claro, pensaba.

Esta tarde, después de una semana de la fecha del juicio, se produciría la condena y Julia moriría por decisión del magistrado. Stella se había desentendido por completo al pensar que ya nada podría hacer, creyendo una causa perdida y apiadándose por la pobre alma de la condenada.


Aquella misma noche, casi al mismo tiempo de la muerte en silla eléctrica de Julia, un nuevo asesinato se producía. Era Stella, volvía a casa con una pistola en la mano, llorando. Había salido a ver a Carlo.

BLANCA