El joven Guillaume entró hurtadillas en la habitación de su madre. Toda la casa estaba en silencio, pero la ventana estaba ligeramente abierta y se escuchaba el lejano bullicio de las revueltas y el fuego de los negros comiéndose el azúcar. Aún no había decidido si despertarla o no, pero quería verla antes de irse, lo consideraba una especie de obligación a la que no se perdonaría faltar. Su respiración le pareció la de alguien que duerme profundamente, y Guillaume suspiró aliviado. Se imaginó una vez más que la despertaba y que ella intentaba detenerlo y los huesos se le enfriaron de miedo, sabiendo que no soportaría semejante escena. Él no huiría a Europa, el color de su piel no decidía cuál era su patria, no. Se quedaría y lucharía por una causa que bien valía su vida. Su alma estaba llena de sueños. Quería ayudar a los esclavos, quería que fueran libres, que Njah fuera libre, casarse con ella. Su madre no comprendía, era tan indolente, tan fría. Sentía mucho que sus diferencias fueran tan abismales en la hora definitiva, la hora de la separación, y que nunca hubieran llegado realmente a conocerse. Había estado pensando en escribirle una carta y dejarla en su almohada, pero no lo había hecho porque la imaginaba asomándose a la ventana para tirar los pedazos sin leer de unas palabras que no hubieran penetrado por sus ojos ni aunque las hubiera leído. De todas formas, no hubiera sabido qué escribir. Respiró hondo, se dio la vuelta y abandonó la habitación cerrando cuidadosamente.
Violette abrió los ojos en cuanto se cerró la puerta, en la que clavó una mirada afilada como un cuchillo, incorporándose con lentitud, con el ceño fruncido. Volvería a Francia al día siguiente, todo estaba dispuesto, Dominique, o uno de sus hombres de confianza, vendría a por ella con la primera luz y embarcarían rumbo a casa. Debía de ser la única francesa de la isla que celebraba que la situación se estuviera volviendo insostenible para los europeos. Estaba nerviosa, excitada, un poco histérica, pues hacía años que se moría por volver. Este ánimo turbulento la había mantenido despierta esta noche, por lo que se había dado perfecta cuenta de la intrusión de su hijo, intrusión que interpretó correctamente como una despedida silenciosa, discreta pero descarada. Decidió fingir que dormía para no verse en la “obligación” de intentar hacerle cambiar de idea. ¡Vástago ingrato! Había dedicado su vida a su crecimiento, se había alimentado de ella desde que estaba en el mundo, y así pagaba la deuda contraída, huyendo en mitad de la noche como un ladrón de tiempo juventud y abrazos secos, sin siquiera escribir “Gracias por todo, madre, te debo tanto” en una carta y dejarla delicadamente a su lado.
Violette se levantó de la cama, se abrochó el
camisón y se acercó a la ventana. Tras unos minutos, pudo observar los pasos
del horrible hijo que, envuelto en una capa, salía de la casa de sus padres y
avanzaba por un camino oscuro sin mirar atrás. Ella apretó los puños sintiendo
en las entrañas una mezcla angustiosa de indignación y felicidad, cuya
sensación resultante era parecida a la de estar muy ebria. Esta noche estaba
plagada de grandes acontecimientos. Parecía que era más fácil para los hijos
abandonar a los padres que para los padres abandonar a los hijos. De momento no
le importó: sonrió liberada, pensando en el principio de esta vida en Haití que
ella no había pedido.
Tenía quince años cuando Dominique la preñó. Le
había prometido juegos dulces e irresponsables y no le había hablado de
consecuencias de ningún tipo, lo llamaba “jugar con el calor de abajo”. Ella
sola había establecido la relación entre el embarazo abusando de su pequeño y
sorprendido cuerpo y el hecho de que Dominique le hubiera mojado la entrepierna
repetidas veces. Sucio bastardo. Ella sólo era una niña, ni siquiera tenía
pechos de mujer, aún disfrutaba jugando con sus muñecas y tirando piedras a los
pájaros para hacerlos bajar. ¿Por qué su madre no le había explicado nada? Poco importaron sus inocentes
deseos. Pronto tuvo que observar a los demás niños jugar desde la ventana, pues
empezó a encontrarse físicamente grande e inestable, vomitaba a menudo y los de
alrededor la trataban como a una enferma. Decían que debía portarse bien por el
bien del bebé. Porque ella no quería que le pasara nada malo a su bebé,
¿cierto? Violette lloraba por las noches deseando ser otra persona. Se sentía
usada. Tuvo que casarse, para que nadie hablara. Ella hubiera preferido irse a
vivir a la casa de campo de sus abuelos para evitar las habladurías, y que el
bebé naciera ahí, pero a su madre no le importó. Lanzó a su hija una mirada
ofendida y le gritó durante mucho rato cosas que no tenían sentido para la
niña.
El parto de Guillaume fue complicado y Violette
estuvo al borde de la muerte. Tuvo la sensación de que la abrían en canal y de
que se deslizaba gritando desesperada por un túnel de dolor y de caer y caer, durante
un tiempo infinito, y caer finalmente en una cama llena de sangre y despertarse
del susto, de nuevo a la vida. Sus padres, sus hermanas, su marido con cara de estúpido
y el doctor con un bulto limpito dormido en brazos estaban a su alrededor. Ella
paseó por todos estos seres, que se le antojaron de metal, una mirada
desamparada y confusa, entumecida, restregándose los ojitos morados. Al cabo, las
hermanas se fueron con el bulto y el doctor le habló a ella, a Violette.
Afortunadamente ya estaba fuera de peligro, y un silencio cargado de tensión
precedió lo siguiente, que fue anunciado dramáticamente. Las posibilidades de
que pudiera volver a tener hijos eran muy escasas. El marido lloraba ahora
abrazándose a los padres de su desfalleciente esposa y la madre consolaba al
desconsolado marido. Violette sonrió débilmente y explotó a llorar resentida, como
un volcán de lágrimas cansadas. Seguramente todos pensaron que sonreía porque
no asumía la mala noticia, pero lo cierto era que Violette era feliz por
primera vez en muchos meses. No había podido evitar el primero, pero el cielo parecía
estar prometiéndole que éste sería también el
último embarazo y, sí, eso la hacía muy feliz. Aun así, se prometió que no
volverían a mojarle la entrepierna de nuevo. Había estado silenciando sus
pensamientos por miedo a que pensaran que era un monstruo, una mujer
desnaturalizada, pues ella misma consideraba que no era normal que una mujer
albergara sentimientos tóxicos con respecto a su madre, a su marido, a su hijo.
Podía contar con los dedos de las manos las veces que había hablado durante el
embarazo y esta represión la estaba asfixiando.
Poco después de parir, el padre del marido cayó
gravemente enfermo y murió, así que Dominique metió a Violette en un barco como
si fuera un fardo y partió para las colonias, donde ahora tenía negocios que
atender. Dominique le explicó orgullosamente que la llevaba al lugar de donde
provenía el mejor azúcar del mundo. Su joven esposa le escuchaba sonriendo con
desprecio. ¿Qué le importaba a ella el azúcar? ¿Por qué a nadie le interesaba
saber lo que ella quería? El viaje duró
varios días que fueron un infierno para Violette. Cuando bajó del barco, empezó
a llorar en silencio, amargada. Y entonces el bebé estalló en un llanto agudo e
insolente que fue peor que un insulto. Violette buscó a Dominique con la
mirada, pero él estaba ocupado encargándose del equipaje y dando órdenes a sus
subordinados y entendió que esto iba a ser siempre así, que el niño lloraría
siempre y ella tendría que decir palabras dulces y consolarlo, hasta que fuera
un hombre. Hasta entonces, ¿quién la consolaría a ella? Nadie, se dijo. Viviría,
moriría, y nadie notaría la diferencia. Sacudió al mocoso con desesperación.
Los dos empezaron a llorar más fuerte. Antes de que naciera, se había dicho a
sí misma que si tenía una niña, le contaría todo lo que en su opinión todas las
niñas deberían saber antes dejar que un hombre jugara con ellas. Pero nació
Guillaume y, mirando a Dominique, Violette no tenía ninguna duda de que el niño
se convertiría en una réplica del padre, que desarrollaría el mismo afán por el
mando y que se recortaría el mismo bigotillo repugnante. Y que gozaría
mojándole a entrepierna a cualquier muchacha ignorante. Y no tuvo ninguna duda
de que Dominique había querido un hijo y heredero que fuera a ser exactamente una
copia de sí mismo, un segundo Dominique con quien compartir sucias experiencias
y a quien confiar sus negocios cuando llegara el momento. Estaba claro que
sentía por ese niño una debilidad inmensa. Y sin embargo nunca se levantaba de
la cama cuando el llanto infantil los despertaba en mitad de la noche, porque consideraba
que eso era trabajo de ella. Violette sentía por los dos un odio inmenso que le
daban ganas de tirarse al mar y nadar de vuelta a Francia.
A las pocas semanas creía que ya se había vuelto
loca. A veces el niño lloraba y ella salía corriendo de la casa, descalza,
deseando caerse y abrirse la cabeza contra una roca. Tras muchas vacilaciones, pidió
una esclava para ella sola, para ayudarla con el bebé, y Dominique la complació
en ello y le dio al día siguiente a la esposa de uno de los esclavos que
trabajaba en su plantación, que además había tenido un hijo recientemente y aún
tenía leche en los pechos. Cuando se conocieron, Violette abrazó a la negra,
que sonrió confusa y correspondió al abrazo a medias. Se había prometido no
tratarla como una tirana, pero a partir de ahí no pudo evitar descargar sobre ella
gran parte de la responsabilidad que la aplastaba.
Parecía que el negocio del azúcar sería siempre
próspero y floreciente como entonces era. Cada vez se necesitaban más manos, y
cada día llegaban a la plantación más esclavos de África. Violette estaba
segura de que en la isla había más negros que blancos y eso siempre le dio
cierta sensación de inseguridad. La joven salía a menudo a observar a los
esclavos trabajar, y nunca perdió esa costumbre. Cuando Guillaume aprendió a
caminar, Violette, que aún no había cumplido los veinte años, arrastraba al
niño de la mano por diversas plantaciones, para que los viera, sin ninguna
razón concreta que apuntar. Empezaron también a ir al puerto, a observar el
desembarco de los esclavos. La primera vez, Guillaume había correteado por
entre los negros recién llegados saltando y chillando como un impertinente
insecto blanco bajo la asqueada mirada de Violette que, mientras el niño no la
pusiera en un compromiso serio, no tenía intención de moverse de su puesto. Estaba
aseada e impecablemente vestida y no quería que nadie la molestara para nada,
podía ampararse en la excusa de estar velando por los asuntos del marido y debía
ser suficiente para los capataces. De pronto, un joven esclavo que no sería
mayor que la propia Violette tropezó con Guillaume, y el niño cayó al suelo y
empezó a llorar histérico. El joven se quedó de pie a su lado, fuera de la
fila, muerto de miedo. Todo ocurrió muy rápido. El capataz, al ver a un niño
blanco llorando a los pies de un negro, fue hacia ellos, abofeteó al esclavo y
le lanzó un ruidoso escupitajo en plena cara, invitando al niño a hacer lo
mismo; Guillaume se repuso enseguida, se levantó con una sonrisa caprichosa en la
boca, dio una patada en la espinilla del joven y escupió a sus pies; parpadeando
perpleja ante semejante escena, Violette llegó hasta ellos en tres zancadas,
cogió del pelo a Guillaume y a su vez le dio una bofetada y le escupió en la
cara. El niño se limpió la saliva con la manga y reanudó el llanto con más angustia
que antes, protestando de esta manera por el gran sentimiento de ultraje y
vergüenza que le había causado su madre al haberle hecho esto. El esclavo la
miraba con admiración y desconfianza; el capataz fue incapaz de hablar, tan estupefacto
lo dejó la inexplicable reacción de Violette. Ella clavó en el segundo una
mirada peligrosa y proclamó tajante que la educación de su hijo era asunto suyo
y otras cosas sobre la osadía cometida y el respeto que le debía a los adultos,
mezclando esto con amenazas que no pudo evitar lanzar y por las que más tarde
terminó dando cuentas ante Dominique, que no podía entender que su mujer lo
hubiera puesto en evidencia ante sus trabajadores. Ella no dio muchas
explicaciones, aparte de lo que ya le había dicho al capataz, que la educación
de su hijo era asunto suyo, que escupir a otros era de cochinos, que el respeto
era lo más importante y que no iba a permitir que su hijo le perdiera el
respeto a los demás por culpa de un cochino traficante de esclavos, cuya
destitución exigía si su marido quería que no se llevara al niño a Francia al
día siguiente. Dominique se echó a reír, pero fue una carcajada defensiva, para
ganar tiempo. Su mujer nunca le gritaba, nunca le exigía nada en semejantes
términos, nunca le había amenazado, era amable incluso con los sirvientes,
siempre sonreía aunque le hablaran y ella decidiera guardar silencio. Y esto
parecía haberla afectado mucho. Violette estaba acostumbrada al trato que se
les daba a los esclavos, de modo que el capataz en cuestión debía haber sido
particularmente brutal. Y a él, a Dominique, no le costaba nada complacerla en
este punto; y podía despacharlo durante unos meses y luego recontratarlo, y Violette
nunca lo notaría.
Al cabo de una semana, cuando todos habían olvidado
este episodio menos Violette y seguramente el pequeño Guillaume, madre e hijo volvieron
juntos al puerto. A Violette le complació no encontrar al capataz cochino. Por
primera vez desde que hacían estas excursiones, Violette habló a Guillaume
sobre ellos, los esclavos, de un modo en que sólo hablaba consigo misma, porque
era peligroso hacerlo con los demás. Ellos eran iguales que Violette y
Guillaume, le dijo, tenían la piel más oscura, eso era todo. Guillaume era
rubio, Violette era morena, tenían ojos claros y piel blanca, y ellos tenían
ojos oscuros y piel negra, pero por dentro no eran diferentes y compartían el
corazón y el color de la sangre. El corazón era importante, Guillaume tenía que
aprender que no era importante cómo fueran vestidos. Guillaume tenía que saber
que no venían aquí porque quisieran, que nadie les había preguntado si querían
venir. Los hombres como su padre los forzaban a trabajar para ellos y los
trataban como instrumentos para hacer cosas que ellos no querían hacer porque
eran trabajos sucios o agotadores. Pero los negros tenían sentimientos, y sólo
había que mirarles a los ojos para saberlo. Habían sido arrancados de su país y
no volverían a ver a sus familias ni a sus amigos, y todo para que los
franceses pudieran ser más ricos y tener vidas más cómodas. Pasaban hambre, se
sentían usados, sufrían. Guillaume tenía que pensar en cómo se sintió cuando
ella le había escupido y saber que el joven negro se había sentido de la misma
manera cuando él, Guillaume, había hecho lo mismo que el capataz en señal de
desprecio. Humillado, impotente. A ella también la habían forzado a dejar su
país para venir aquí a hacer algo que no quería hacer, y eso la hacía muy, muy
desgraciada. Guillaume tenía que entender que abusar de otras personas y
usarlas era mezquino, que hacerles daño era malvado, que quitarles la libertad
era el peor castigo del mundo. Violette miró al niño, que al fin le devolvió
una mirada bañada en lágrimas. Se siente culpable, pensó Violette, bien. Sonrió
para reconfortarlo, le preguntó si entendía todo esto y él asintió. A partir de
entonces, Guillaume robaba pequeños regalos de la cocina antes de ir con su
madre a las plantaciones, manzanas, pan, queso, y los entregaba a los esclavos
según su consideración, volviendo siempre corriendo a esconderse tras las
faldas de su madre, y tapándose la cara como si algo le diera mucha vergüenza. Claro
que, muchas veces, los negros no sabían qué hacer con los regalos, puesto que
podían causarles problemas. Violette no sabía si el niño hacia esto por complacerla
a ella, o por un sentimiento verdadero de contrición por la fechoría cometida
en la primera visita al puerto, pero no le importó. Este nuevo comportamiento
la satisfacía, y premió al niño con besos y abrazos y ayudándolo en sus bienintencionados
robos a las cocineras. Así pasaron varios años. Siempre tuvieron cuidado de que
los capataces no les descubrieran, pero terminó por saberse su pequeño secreto
y una noche estalló a la hora de la cena con un puñetazo de Dominique que los
sobresaltó a ambos, y entonces se enteraron de que sus andanzas habían llegado
a sus oídos. Dominique reprochó a Violette el malcriar al niño y estar
contaminándolo con sus manías de mujer. Violette rompió a reír en cuanto el
discurso empezó, pero no dijo ni una palabra al respecto y siguió comiendo en
obtuso silencio, y durante una eternidad Dominique se deshizo en quejas y
gritos y reprendió a Guillaume, que tras horrorizar a su padre con una infantil
apología sobre la igualdad, copió la táctica materna y lloró y comió sin decir
nada más, dando la razón a su padre y prometiendo comportarse con monosílabos.
Esto es culpa tuya, gritó por último el traicionado padre a Violette, y ella se
limitó a clavarle una fría mirada de odio que lo dejó helado, poniendo así fin
al sermón. Los tres terminaron la cena en absoluto silencio.
No, Guillaume no le preocupaba, a partir de ahora
debería cuidarse solo. Ella sabía que él no quería ir a Francia; Dominique
también lo sabía pero no le importaba, igual que no le había importado que ella
no quisiera ir a Haití. A Dominique sólo le importaba Dominique y lo que
Dominique quería, y Violette y Guillaume lo odiaban profundamente por ello.
Violette sabía que su hijo tenía amoríos con una negra de la plantación, y que
también por eso quería quedarse. En cuanto a ella, todavía era joven y estaba a
tiempo de retomar la vida que el marido y el hijo habían secuestrado, y no le
importaba qué forma tomase esa nueva libertad que la ponía tan nerviosa, pues había
esperado demasiado. Había decidido espontáneamente ocultar la huida de
Guillaume y revelársela a Dominique cuando ya fuera tarde, cuando ya estuvieran
en alta mar. Lo ideal sería que asumiera que los dos estaban a bordo y que no
los buscara, dado que iba a estar ocupado manteniendo el orden en el barco,
pero sería un viaje de varios días y había muchas posibilidades de que
descubriera la verdad antes de que pisaran Francia. Violette gozó anticipándose
a las sensaciones de ese gran momento, se regocijó imaginando su estúpida cara
roja contrayéndose de furia e impotencia. Su hijo se había quedado en Haití
para ayudar a los sublevados y unir su vida a la de una esclava negra, Violette
disfrutaría como nadie dándole la noticia tal cual, sonrió. De todas formas, lo
había perdido todo, ya no necesitaba un heredero. Rompió a reír amargamente. Excitada
como estaba, decidió vestirse y ultimar los detalles relativos a su equipaje.
Al amanecer, uno de los hombres de Dominique se presentó en la casa para
llevarla a ella, a Guillaume y al resto de sirvientes franceses hasta el
puerto, por un camino seguro, evitando la turba de esclavos furiosos que
estaban reduciendo las plantaciones a cenizas y gritaban imprecaciones contra
los franceses y los atacaban impunemente si tenían oportunidad. Violette
despertó a los criados, y pronto habían abandonado la casa y se encaminaban
hacia el puerto, donde embarcaron bajo la angustiosa mirada de Dominique, que
parecía aturdido y mortalmente agotado. Violette mandó a uno de los hombres
informar a su marido de que su mujer y su hijo estaban a bordo e iban a
descansar a sus respectivos camarotes, para que no los buscara de inmediato, y
ella se paseó por cubierta hasta que el barco zarpó al fin. Ebria de dicha y
expectación, observó las numerosas humaredas que subían desde la isla al cielo
al contraste de la luz del amanecer. Era un espectáculo emocionante, sobrecogedor.
Violette nunca se había imaginado que para los esclavos fuera posible cambiar
el orden de las cosas. Había descubierto que estaba equivocada y eso había sido
el regalo más hermoso que la vida le había hecho. Ella había nacido para
recibir ese regalo.