28/3/14

Un feliz acontecimiento (Rosæ)


El joven Guillaume entró hurtadillas en la habitación de su madre. Toda la casa estaba en silencio, pero la ventana estaba ligeramente abierta y se escuchaba el lejano bullicio de las revueltas y el fuego de los negros comiéndose el azúcar. Aún no había decidido si despertarla o no, pero quería verla antes de irse, lo consideraba una especie de obligación a la que no se perdonaría faltar. Su respiración le pareció la de alguien que duerme profundamente, y Guillaume suspiró aliviado. Se imaginó una vez más que la despertaba y que ella intentaba detenerlo y los huesos se le enfriaron de miedo, sabiendo que no soportaría semejante escena. Él no huiría a Europa, el color de su piel no decidía cuál era su patria, no. Se quedaría y lucharía por una causa que bien valía su vida. Su alma estaba llena de sueños. Quería ayudar a los esclavos, quería que fueran libres, que Njah fuera libre, casarse con ella. Su madre no comprendía, era tan indolente, tan fría. Sentía mucho que sus diferencias fueran tan abismales en la hora definitiva, la hora de la separación, y que nunca hubieran llegado realmente a conocerse. Había estado pensando en escribirle una carta y dejarla en su almohada, pero no lo había hecho porque la imaginaba asomándose a la ventana para tirar los pedazos sin leer de unas palabras que no hubieran penetrado por sus ojos ni aunque las hubiera leído. De todas formas, no hubiera sabido qué escribir. Respiró hondo, se dio la vuelta y abandonó la habitación cerrando cuidadosamente.

Violette abrió los ojos en cuanto se cerró la puerta, en la que clavó una mirada afilada como un cuchillo, incorporándose con lentitud, con el ceño fruncido. Volvería a Francia al día siguiente, todo estaba dispuesto, Dominique, o uno de sus hombres de confianza, vendría a por ella con la primera luz y embarcarían rumbo a casa. Debía de ser la única francesa de la isla que celebraba que la situación se estuviera volviendo insostenible para los europeos. Estaba nerviosa, excitada, un poco histérica, pues hacía años que se moría por volver. Este ánimo turbulento la había mantenido despierta esta noche, por lo que se había dado perfecta cuenta de la intrusión de su hijo, intrusión que interpretó correctamente como una despedida silenciosa, discreta pero descarada. Decidió fingir que dormía para no verse en la “obligación” de intentar hacerle cambiar de idea. ¡Vástago ingrato! Había dedicado su vida a su crecimiento, se había alimentado de ella desde que estaba en el mundo, y así pagaba la deuda contraída, huyendo en mitad de la noche como un ladrón de tiempo juventud y abrazos secos, sin siquiera escribir “Gracias por todo, madre, te debo tanto” en una carta y dejarla delicadamente a su lado.
Violette se levantó de la cama, se abrochó el camisón y se acercó a la ventana. Tras unos minutos, pudo observar los pasos del horrible hijo que, envuelto en una capa, salía de la casa de sus padres y avanzaba por un camino oscuro sin mirar atrás. Ella apretó los puños sintiendo en las entrañas una mezcla angustiosa de indignación y felicidad, cuya sensación resultante era parecida a la de estar muy ebria. Esta noche estaba plagada de grandes acontecimientos. Parecía que era más fácil para los hijos abandonar a los padres que para los padres abandonar a los hijos. De momento no le importó: sonrió liberada, pensando en el principio de esta vida en Haití que ella no había pedido.

Tenía quince años cuando Dominique la preñó. Le había prometido juegos dulces e irresponsables y no le había hablado de consecuencias de ningún tipo, lo llamaba “jugar con el calor de abajo”. Ella sola había establecido la relación entre el embarazo abusando de su pequeño y sorprendido cuerpo y el hecho de que Dominique le hubiera mojado la entrepierna repetidas veces. Sucio bastardo. Ella sólo era una niña, ni siquiera tenía pechos de mujer, aún disfrutaba jugando con sus muñecas y tirando piedras a los pájaros para hacerlos bajar. ¿Por qué su madre no le había explicado nada? Poco importaron sus inocentes deseos. Pronto tuvo que observar a los demás niños jugar desde la ventana, pues empezó a encontrarse físicamente grande e inestable, vomitaba a menudo y los de alrededor la trataban como a una enferma. Decían que debía portarse bien por el bien del bebé. Porque ella no quería que le pasara nada malo a su bebé, ¿cierto? Violette lloraba por las noches deseando ser otra persona. Se sentía usada. Tuvo que casarse, para que nadie hablara. Ella hubiera preferido irse a vivir a la casa de campo de sus abuelos para evitar las habladurías, y que el bebé naciera ahí, pero a su madre no le importó. Lanzó a su hija una mirada ofendida y le gritó durante mucho rato cosas que no tenían sentido para la niña.

El parto de Guillaume fue complicado y Violette estuvo al borde de la muerte. Tuvo la sensación de que la abrían en canal y de que se deslizaba gritando desesperada por un túnel de dolor y de caer y caer, durante un tiempo infinito, y caer finalmente en una cama llena de sangre y despertarse del susto, de nuevo a la vida. Sus padres, sus hermanas, su marido con cara de estúpido y el doctor con un bulto limpito dormido en brazos estaban a su alrededor. Ella paseó por todos estos seres, que se le antojaron de metal, una mirada desamparada y confusa, entumecida, restregándose los ojitos morados. Al cabo, las hermanas se fueron con el bulto y el doctor le habló a ella, a Violette. Afortunadamente ya estaba fuera de peligro, y un silencio cargado de tensión precedió lo siguiente, que fue anunciado dramáticamente. Las posibilidades de que pudiera volver a tener hijos eran muy escasas. El marido lloraba ahora abrazándose a los padres de su desfalleciente esposa y la madre consolaba al desconsolado marido. Violette sonrió débilmente y explotó a llorar resentida, como un volcán de lágrimas cansadas. Seguramente todos pensaron que sonreía porque no asumía la mala noticia, pero lo cierto era que Violette era feliz por primera vez en muchos meses. No había podido evitar el primero, pero el cielo parecía estar prometiéndole que éste sería también el último embarazo y, sí, eso la hacía muy feliz. Aun así, se prometió que no volverían a mojarle la entrepierna de nuevo. Había estado silenciando sus pensamientos por miedo a que pensaran que era un monstruo, una mujer desnaturalizada, pues ella misma consideraba que no era normal que una mujer albergara sentimientos tóxicos con respecto a su madre, a su marido, a su hijo. Podía contar con los dedos de las manos las veces que había hablado durante el embarazo y esta represión la estaba asfixiando.

Poco después de parir, el padre del marido cayó gravemente enfermo y murió, así que Dominique metió a Violette en un barco como si fuera un fardo y partió para las colonias, donde ahora tenía negocios que atender. Dominique le explicó orgullosamente que la llevaba al lugar de donde provenía el mejor azúcar del mundo. Su joven esposa le escuchaba sonriendo con desprecio. ¿Qué le importaba a ella el azúcar? ¿Por qué a nadie le interesaba saber lo que ella quería? El viaje duró varios días que fueron un infierno para Violette. Cuando bajó del barco, empezó a llorar en silencio, amargada. Y entonces el bebé estalló en un llanto agudo e insolente que fue peor que un insulto. Violette buscó a Dominique con la mirada, pero él estaba ocupado encargándose del equipaje y dando órdenes a sus subordinados y entendió que esto iba a ser siempre así, que el niño lloraría siempre y ella tendría que decir palabras dulces y consolarlo, hasta que fuera un hombre. Hasta entonces, ¿quién la consolaría a ella? Nadie, se dijo. Viviría, moriría, y nadie notaría la diferencia. Sacudió al mocoso con desesperación. Los dos empezaron a llorar más fuerte. Antes de que naciera, se había dicho a sí misma que si tenía una niña, le contaría todo lo que en su opinión todas las niñas deberían saber antes dejar que un hombre jugara con ellas. Pero nació Guillaume y, mirando a Dominique, Violette no tenía ninguna duda de que el niño se convertiría en una réplica del padre, que desarrollaría el mismo afán por el mando y que se recortaría el mismo bigotillo repugnante. Y que gozaría mojándole a entrepierna a cualquier muchacha ignorante. Y no tuvo ninguna duda de que Dominique había querido un hijo y heredero que fuera a ser exactamente una copia de sí mismo, un segundo Dominique con quien compartir sucias experiencias y a quien confiar sus negocios cuando llegara el momento. Estaba claro que sentía por ese niño una debilidad inmensa. Y sin embargo nunca se levantaba de la cama cuando el llanto infantil los despertaba en mitad de la noche, porque consideraba que eso era trabajo de ella. Violette sentía por los dos un odio inmenso que le daban ganas de tirarse al mar y nadar de vuelta a Francia.
A las pocas semanas creía que ya se había vuelto loca. A veces el niño lloraba y ella salía corriendo de la casa, descalza, deseando caerse y abrirse la cabeza contra una roca. Tras muchas vacilaciones, pidió una esclava para ella sola, para ayudarla con el bebé, y Dominique la complació en ello y le dio al día siguiente a la esposa de uno de los esclavos que trabajaba en su plantación, que además había tenido un hijo recientemente y aún tenía leche en los pechos. Cuando se conocieron, Violette abrazó a la negra, que sonrió confusa y correspondió al abrazo a medias. Se había prometido no tratarla como una tirana, pero a partir de ahí no pudo evitar descargar sobre ella gran parte de la responsabilidad que la aplastaba.

Parecía que el negocio del azúcar sería siempre próspero y floreciente como entonces era. Cada vez se necesitaban más manos, y cada día llegaban a la plantación más esclavos de África. Violette estaba segura de que en la isla había más negros que blancos y eso siempre le dio cierta sensación de inseguridad. La joven salía a menudo a observar a los esclavos trabajar, y nunca perdió esa costumbre. Cuando Guillaume aprendió a caminar, Violette, que aún no había cumplido los veinte años, arrastraba al niño de la mano por diversas plantaciones, para que los viera, sin ninguna razón concreta que apuntar. Empezaron también a ir al puerto, a observar el desembarco de los esclavos. La primera vez, Guillaume había correteado por entre los negros recién llegados saltando y chillando como un impertinente insecto blanco bajo la asqueada mirada de Violette que, mientras el niño no la pusiera en un compromiso serio, no tenía intención de moverse de su puesto. Estaba aseada e impecablemente vestida y no quería que nadie la molestara para nada, podía ampararse en la excusa de estar velando por los asuntos del marido y debía ser suficiente para los capataces. De pronto, un joven esclavo que no sería mayor que la propia Violette tropezó con Guillaume, y el niño cayó al suelo y empezó a llorar histérico. El joven se quedó de pie a su lado, fuera de la fila, muerto de miedo. Todo ocurrió muy rápido. El capataz, al ver a un niño blanco llorando a los pies de un negro, fue hacia ellos, abofeteó al esclavo y le lanzó un ruidoso escupitajo en plena cara, invitando al niño a hacer lo mismo; Guillaume se repuso enseguida, se levantó con una sonrisa caprichosa en la boca, dio una patada en la espinilla del joven y escupió a sus pies; parpadeando perpleja ante semejante escena, Violette llegó hasta ellos en tres zancadas, cogió del pelo a Guillaume y a su vez le dio una bofetada y le escupió en la cara. El niño se limpió la saliva con la manga y reanudó el llanto con más angustia que antes, protestando de esta manera por el gran sentimiento de ultraje y vergüenza que le había causado su madre al haberle hecho esto. El esclavo la miraba con admiración y desconfianza; el capataz fue incapaz de hablar, tan estupefacto lo dejó la inexplicable reacción de Violette. Ella clavó en el segundo una mirada peligrosa y proclamó tajante que la educación de su hijo era asunto suyo y otras cosas sobre la osadía cometida y el respeto que le debía a los adultos, mezclando esto con amenazas que no pudo evitar lanzar y por las que más tarde terminó dando cuentas ante Dominique, que no podía entender que su mujer lo hubiera puesto en evidencia ante sus trabajadores. Ella no dio muchas explicaciones, aparte de lo que ya le había dicho al capataz, que la educación de su hijo era asunto suyo, que escupir a otros era de cochinos, que el respeto era lo más importante y que no iba a permitir que su hijo le perdiera el respeto a los demás por culpa de un cochino traficante de esclavos, cuya destitución exigía si su marido quería que no se llevara al niño a Francia al día siguiente. Dominique se echó a reír, pero fue una carcajada defensiva, para ganar tiempo. Su mujer nunca le gritaba, nunca le exigía nada en semejantes términos, nunca le había amenazado, era amable incluso con los sirvientes, siempre sonreía aunque le hablaran y ella decidiera guardar silencio. Y esto parecía haberla afectado mucho. Violette estaba acostumbrada al trato que se les daba a los esclavos, de modo que el capataz en cuestión debía haber sido particularmente brutal. Y a él, a Dominique, no le costaba nada complacerla en este punto; y podía despacharlo durante unos meses y luego recontratarlo, y Violette nunca lo notaría.

Al cabo de una semana, cuando todos habían olvidado este episodio menos Violette y seguramente el pequeño Guillaume, madre e hijo volvieron juntos al puerto. A Violette le complació no encontrar al capataz cochino. Por primera vez desde que hacían estas excursiones, Violette habló a Guillaume sobre ellos, los esclavos, de un modo en que sólo hablaba consigo misma, porque era peligroso hacerlo con los demás. Ellos eran iguales que Violette y Guillaume, le dijo, tenían la piel más oscura, eso era todo. Guillaume era rubio, Violette era morena, tenían ojos claros y piel blanca, y ellos tenían ojos oscuros y piel negra, pero por dentro no eran diferentes y compartían el corazón y el color de la sangre. El corazón era importante, Guillaume tenía que aprender que no era importante cómo fueran vestidos. Guillaume tenía que saber que no venían aquí porque quisieran, que nadie les había preguntado si querían venir. Los hombres como su padre los forzaban a trabajar para ellos y los trataban como instrumentos para hacer cosas que ellos no querían hacer porque eran trabajos sucios o agotadores. Pero los negros tenían sentimientos, y sólo había que mirarles a los ojos para saberlo. Habían sido arrancados de su país y no volverían a ver a sus familias ni a sus amigos, y todo para que los franceses pudieran ser más ricos y tener vidas más cómodas. Pasaban hambre, se sentían usados, sufrían. Guillaume tenía que pensar en cómo se sintió cuando ella le había escupido y saber que el joven negro se había sentido de la misma manera cuando él, Guillaume, había hecho lo mismo que el capataz en señal de desprecio. Humillado, impotente. A ella también la habían forzado a dejar su país para venir aquí a hacer algo que no quería hacer, y eso la hacía muy, muy desgraciada. Guillaume tenía que entender que abusar de otras personas y usarlas era mezquino, que hacerles daño era malvado, que quitarles la libertad era el peor castigo del mundo. Violette miró al niño, que al fin le devolvió una mirada bañada en lágrimas. Se siente culpable, pensó Violette, bien. Sonrió para reconfortarlo, le preguntó si entendía todo esto y él asintió. A partir de entonces, Guillaume robaba pequeños regalos de la cocina antes de ir con su madre a las plantaciones, manzanas, pan, queso, y los entregaba a los esclavos según su consideración, volviendo siempre corriendo a esconderse tras las faldas de su madre, y tapándose la cara como si algo le diera mucha vergüenza. Claro que, muchas veces, los negros no sabían qué hacer con los regalos, puesto que podían causarles problemas. Violette no sabía si el niño hacia esto por complacerla a ella, o por un sentimiento verdadero de contrición por la fechoría cometida en la primera visita al puerto, pero no le importó. Este nuevo comportamiento la satisfacía, y premió al niño con besos y abrazos y ayudándolo en sus bienintencionados robos a las cocineras. Así pasaron varios años. Siempre tuvieron cuidado de que los capataces no les descubrieran, pero terminó por saberse su pequeño secreto y una noche estalló a la hora de la cena con un puñetazo de Dominique que los sobresaltó a ambos, y entonces se enteraron de que sus andanzas habían llegado a sus oídos. Dominique reprochó a Violette el malcriar al niño y estar contaminándolo con sus manías de mujer. Violette rompió a reír en cuanto el discurso empezó, pero no dijo ni una palabra al respecto y siguió comiendo en obtuso silencio, y durante una eternidad Dominique se deshizo en quejas y gritos y reprendió a Guillaume, que tras horrorizar a su padre con una infantil apología sobre la igualdad, copió la táctica materna y lloró y comió sin decir nada más, dando la razón a su padre y prometiendo comportarse con monosílabos. Esto es culpa tuya, gritó por último el traicionado padre a Violette, y ella se limitó a clavarle una fría mirada de odio que lo dejó helado, poniendo así fin al sermón. Los tres terminaron la cena en absoluto silencio.

No, Guillaume no le preocupaba, a partir de ahora debería cuidarse solo. Ella sabía que él no quería ir a Francia; Dominique también lo sabía pero no le importaba, igual que no le había importado que ella no quisiera ir a Haití. A Dominique sólo le importaba Dominique y lo que Dominique quería, y Violette y Guillaume lo odiaban profundamente por ello. Violette sabía que su hijo tenía amoríos con una negra de la plantación, y que también por eso quería quedarse. En cuanto a ella, todavía era joven y estaba a tiempo de retomar la vida que el marido y el hijo habían secuestrado, y no le importaba qué forma tomase esa nueva libertad que la ponía tan nerviosa, pues había esperado demasiado. Había decidido espontáneamente ocultar la huida de Guillaume y revelársela a Dominique cuando ya fuera tarde, cuando ya estuvieran en alta mar. Lo ideal sería que asumiera que los dos estaban a bordo y que no los buscara, dado que iba a estar ocupado manteniendo el orden en el barco, pero sería un viaje de varios días y había muchas posibilidades de que descubriera la verdad antes de que pisaran Francia. Violette gozó anticipándose a las sensaciones de ese gran momento, se regocijó imaginando su estúpida cara roja contrayéndose de furia e impotencia. Su hijo se había quedado en Haití para ayudar a los sublevados y unir su vida a la de una esclava negra, Violette disfrutaría como nadie dándole la noticia tal cual, sonrió. De todas formas, lo había perdido todo, ya no necesitaba un heredero. Rompió a reír amargamente. Excitada como estaba, decidió vestirse y ultimar los detalles relativos a su equipaje. Al amanecer, uno de los hombres de Dominique se presentó en la casa para llevarla a ella, a Guillaume y al resto de sirvientes franceses hasta el puerto, por un camino seguro, evitando la turba de esclavos furiosos que estaban reduciendo las plantaciones a cenizas y gritaban imprecaciones contra los franceses y los atacaban impunemente si tenían oportunidad. Violette despertó a los criados, y pronto habían abandonado la casa y se encaminaban hacia el puerto, donde embarcaron bajo la angustiosa mirada de Dominique, que parecía aturdido y mortalmente agotado. Violette mandó a uno de los hombres informar a su marido de que su mujer y su hijo estaban a bordo e iban a descansar a sus respectivos camarotes, para que no los buscara de inmediato, y ella se paseó por cubierta hasta que el barco zarpó al fin. Ebria de dicha y expectación, observó las numerosas humaredas que subían desde la isla al cielo al contraste de la luz del amanecer. Era un espectáculo emocionante, sobrecogedor. Violette nunca se había imaginado que para los esclavos fuera posible cambiar el orden de las cosas. Había descubierto que estaba equivocada y eso había sido el regalo más hermoso que la vida le había hecho. Ella había nacido para recibir ese regalo.

12/3/14

La plaza (Esther)

En la plaza del Royal Palace se encuentran siempre amigxs, parejas, compañerxs de trabajo, familias... y cada grupo tiene su historia. Yo estoy día y noche escuchándoles, realmente no tengo nada mejor que hacer. Necesito escucharles para poder escribir. Soy escritor y ahora me encuentro, como muy bien dicen lxs entendidxs, en un periodo de bloqueo. Me coloco enfrente de mi vieja máquina de escribir y no consigo nada, solo frustración. Así que ahora me paso todo el día en la plaza, escuchando las conversaciones ajenas de lxs turistas enamoradxs, de lxs amigxs enfadadxs, de las familias aburridas... y gracias a ello tengo material para escribir, no uno, si no tres o cuatro libros. ¿Me preocupa el tema moral del asunto?... la verdad, se me hacen chirivitas los ojos cada vez que pienso en todo lo que se me voy a embolsar con estos próximos Best sellers. ¿Y si hacen una película y todo? 

Debo de estar atento, las historias vuelan en esta bella plaza. La grabadora siempre encendida, para que no se me escape nada. Le doy al record y la magia se hace sola.

- Hola cariño. ¿Cómo estás? - le dice un hombre a una mujer. Entiendo que son una pareja de novios, ya que se besan con efusión desvergonzada. Los matrimonios no se besan de esa forma, si no que me digan a mí.

- Bien. Perdona el retraso, no me dejaban salir en la oficina. Bueno dime, ¿que es eso tan importante que no podía esperar a casa? - le dice ella ajustándose la bufanda. Hace mucho frío. En las noticias han dicho que nevaría, ya veremos si se da el caso. 

- ¿Vamos a un café y te cuento? - le dice él. Se le ve nervioso. Se retuerce un botón de la chaqueta con ansiedad. Uyuyui creo que le va a confesar que le ha puesto los cuernos.

- No cariño, no tengo tiempo. ¿Recuerdas que había quedado con mi madre ahora? Debo de acompañarla al médico – le dice ella con regañina.

- Cierto, no me acordaba… ¿Cuánto tiempo tienes? – le dice con preocupación. Ella mira su reloj y le señala con la mano que unos diez minutos – Bueno, ¿por donde empiezo?

- Pues por donde va a ser, por el principio – dice ella mientras se enciende un cigarro. Se la ve tranquila, supongo que no se esperará la que se le va a caer ahora encima. Lágrimas para mi novela, desamores, traiciones… cuanto jugo en una sola conversación.

- Cariño, me voy a cambiar de sexo – le dice él. Tiene esa cara de “me acabo de arrancar una tirita de cuajo”, como de gran tranquilidad después de un gran estirón. Ella le mira irresoluta, y le da otra calada a su cigarro. Rápida, limpia… lo tira al suelo y enciende otro.

- Rob, ¿me haces salir del trabajo para esta tontería? Siempre con tus absurdas bromas. Y yo que pensaba que por fin te me ibas a declarar. Dios, ¡estoy harta!

- Llámame Roberta – le dice él con serenidad – Y no, no es una broma Geles.

- ¡Eres un inmaduro! ¿A qué viene este cuento ahora? – le dice molesta – No tengo tiempo para esto. He salido del trabajo escopetada pensando que hoy era el día, que ya no podía aguantarlo. Estas semanas has estado muy raro, pero ahora me vienes con este cuento del cambio de sexo. ¿Qué fantochada es esta?

- No es ninguna broma Geles, es la verdad. Voy a someterme a una operación de cambio de sexo. He pasado el tratamiento psicológico y comienzo con la hormonación, y en uno o dos años podré someterme a una vaginoplastia.

- ¿Lo dices en serio Rob? – le dice ella conteniendo un grito feroz.

- Roberta – le corrige – y sí, esta es mi decisión.

- Pero, pero… ¿pero como es posible esto? ¿Desde cuando crees que quieres ser mujer? Por el amor de Dios, ¡si llevamos juntos cuatro años! Me has tenido tan engañada… - le dice ella. Llora, pero esconde su cara bajo la bufanda. Pego mi oído más que nunca, ¡esto es sublime!

- Lo siento Geles. No es una decisión que este tomando a la ligera. Es algo importante para mí. No soy feliz siendo un hombre, nunca me he sentido un hombre… y ahora lo tengo más que claro, me he decidido. He pasado todas las pruebas psicológicas pertinentes y ahora puedo empezar a hormonarme con dosis más fuertes.

- Eres un monstruo – le dice ella, y le golpea la cara.

- No Geles, soy infeliz. No podrás jamás sentir lo que yo siento. Sentirte preso en un cuerpo que no te corresponde. De verdad, siento mucho no habértelo dicho antes, pero esto no cambia nada… que me cambie se sexo no quiere decir que ya no te ame. Geles, yo de verdad te quiero, y espero que puedas seguir conmigo a pesar de esto.

- ¡Ni lo sueñes! ¿Crees que podré estar con alguien como tú? Lo primero de todo, no me gustan las mujeres, ¡me gustan los hombres! Un hombre que se amputa el pene… ¿Dónde se ha visto eso? Y lo segundo… me has mentido, me has engañado… ¿Cuánto tiempo llevas yendo al terapeuta o quien cojones te esté viendo?

- Un año – le dice él bajando la cabeza – Geles, lo siento con todo mi corazón. No tenía el valor para decírtelo… tenía miedo a tu reacción, tenía miedo a que no pudieras comprenderlo… que no pudieras aceptarlo.

- Y claro que no lo acepto. ¡Esto se ha acabado! – le dice empujándole – Y no me vengas después con que solo era una broma de mal gusto… ¡puta Roberta! – le grita - ¿Y usted que mira? - me dice ella colérica. A mí, que solo soy un simple espectador. Bajo la cabeza como quien no quiere la cosa. ¡Buah la grabadora está que arde! Es hora de narrar.

(Esther)