20/12/13

El último día de un condenado a muerte (Esther)


-          ¿Quién te crees que soy? ¡Mírame cuando te hablo! - le grité enfadado.

-          No existes. ¡Déjame en paz! - me dijo entre sollozos.

Y así es como empezó. Negando mi existencia. ¿Por qué? ¿Acaso no soy su amigo? Es triste ver como alguien intenta olvidarte. Borrarte con todas sus fuerzas de su memoria, aniquilar sus recuerdos. Odio creer que este es el día. Este es mi último día. Estoy condenado. Condenado a desaparecer, condenado a morir. Y detesto no saber por qué se quieren deshacer de mí con tanto ímpetu, como el mar se traga una fina gota de lluvia.

-          Jason, ¿con quién hablas? - le grita Eleonora, con su típica voz chillona, desde la cocina. La casa está llena de un aroma a pasteles y galletas. Todo muy dulce. Todo menos ella.

-          Con nadie mamá... con nadie - dice el pobre Jason. Intenta que su voz sea fuerte y dura, una voz anormal para un niño de siete años.

-          Pensaba que hablabas de nuevo con Chu - dice molesta, acercándose al cuarto de su hijo con el rodillo en la mano.

-          No mamá, Chu se ha ido - dice mientras me mira a los ojos.

Quiero participar en la conversación, pero no puedo. Siento que cada vez que me rechazan una parte de mí se hace invisible. Al negarme me ha arrancado la lengua. Noto, por primera vez, el sabor de la sangre. Tanta sangre que siento como mis pulmones se encharcan. Me ahogo en una mentira.

-          Muy bien - le dice Eleonora. Se acerca a él con el rodillo en mano. Demostrando quien manda. Lo deja caer sobre mis piernas.

-       ¡Eso ha dolido arpía! - pienso. Intento gritar pero no puedo, como sabéis, me he quedado sin lengua, y eso limita mi comunicación.

-          ¿Cuándo se ha ido? - le pregunta mientras le sostiene la mirada a Jason. El tiembla como un flan.

-          Hoy mamá. Le dije que era malo y que me dejara en paz – suelta otro engaño de nuevo. No me ha dicho eso. Yo jamás he sido malo con él. Todo lo contrario, he sido su única compañía cuando sus padres se pelean, cuando no le hacen caso porqué están más interesados en sus asuntos que en ver crecer a su hijo… en todo momento: en sus dudas, sus inquietudes, sus momentos más brillantes.

Los embustes del joven Jason se me clavan en el pecho. Me dejan al descubierto unos profundos arañazos. Sufro, sufro como jamás lo había sentido. Y no solo este dolor físico me está matando. Jason me mira con los ojos llenos de lágrimas. Sabe que estoy sufriendo por sus engaños, sus calumnias.

-          ¿Por qué lloras tesoro? - le dice Eleonora. Ella es la culpable de todo. No soporta que Jason y yo seamos amigos. Simplemente me tiene envidia. ¿Eso es suficiente para querer acabar conmigo? 

-          Me da pena Chu – le dice llorando. Eleonora coge su cara y le mira furiosa.

-          No te puede dar pena algo que no existe – le grita. Mis manos se esfuman – Hijo, deja de fantasear y juega con niños de verdad, no con un producto de tu imaginación. Un constructo asqueroso – dice muy molesta. Se desvanecen mis pies y a continuación mis piernas. Lo zarandea como a un muñeco. Quisiera poder hacer algo, pero cada vez queda menos de mí.

Cuando ella me niega no es tan doloroso que cuando lo hace Jason. Ella nunca creyó en mí, pero Jason siempre. Estoy junto a él desde que nació. Recuerdo el día que nos conocimos. Hicimos un pacto, él siempre iba a creer en mí y yo siempre estaría con él cuando se sintiera solo, o cuando tuviera miedo, o cuando quisiera jugar, irnos de aventuras. Tantas cosas y tantos momentos.

Jason no cesa de llorar. Su madre lo tiene sujeto de la camiseta y lo sacude como a un trapo. De mí ya solo quedan mis labios. Intento esbozar una sonrisa, la cual se parte en mil pedazos.


Desaparezco. Muero. Ya solo queda de mí una idea. Un recuerdo. Una pesadilla. Un llanto.

(Esther)

5/12/13

Nube de algodón (Blanca)


  • “Y como te decía, ¿quieres saber cómo comenzó todo? Tenía trece años y estaba en casa con mi madre, iba a venir una amiga suya a traerle un medicamento de la farmacia, estaba bastante enferma la pobre y de entre todos mis hermanos, me había tocado cuidarla. Mi madre estaba en su habitación en la cama para ser más preciso, se había vuelto tumbar después de gastar cierta parte de sus fuerzas duchándose, era verano. Y de pronto la Marisol vino, estuvieron hablando un buen rato y mi madre comentó: “anda Marisol, tráeme las bragas rosas que están encima del cajón”. Efectivamente, ahí es cuando lo supe.
  • ¿Saber qué?- dije.
  • Vamos, chiquilla, no me digas que no te lo puedes imaginar. - Silencio algo incómodo.- Mira debajo, a mis pies.
    Y me enseñó por debajo de la mesa de aquella cafetería su pie derecho que contenía debajo del zapato de vestir un bonito encaje negro, más tarde, se lo quitó y comprobé que tenía las uñas pintadas de un rojo pasión. Me encantaba. No estoy segura de la cara que puse, supongo que fue de total asombro al comprobar que aquel hombre... un momento, le gustaban mucho las bromas ¿era eso?
  • Sí cariño, así empezó todo.- comentó con aire misterioro.
  • Entonces quieres decir que...
    Y mi amiga me miró en plan de: “chica, pareces tonta, claro¡”. Ahora lo comprendía todo y sinceramente me alegraba al comprobarlo, aquella confidencialidad del grupo era un poco extraña. Un hombre de cincuenta años, casado con una mujer, que creía que le había tirado los trastos a la camarera de la cafetería. Sí y apenas lo conocía; sabía que era el amigo de Isabel y que ésta me había dado mucho por saco para que quedaramos un día y otro, en lugares diferentes, en cafeterías y bares de la ciudad que al menos a mí me eran desconocidos. Siempre con el coche del amigo de Isabel, del cual me había contado mucho pero que poco conocía, claramente, por lo que estaba bastante reacia a mostrarme dada mi personalidad tímida.
    Un día decidimos quedar los tres; yo salía de trabajar, estresadísima por la estúpida de mi jefa, la cual cada vez que la escuchaba, me daban unas ganas frenéticas de estrellarle el café con leche en la estúpida cara de mongola-trogrodita-esquelética. Siempre me acordaré de ese día porque fue el cumpleaños de mi madre y no me acordé, me lo recordó mi abuela el día siguiente y mi madre estuvo todo el día en casa sin decirme que era su cumpleaños; después de eso insulté también a mi sentido de la memoria infinita que heredé precisamente no de mi madre, que cada año se acuerda, como un reloj.
    Y bueno, a lo que iba. Quedamos para comer en un restaurante de estos que todo es muy rosa, no sé quién de los dos lo eligió, pero me pareció buena idea, y aunque por una parte me intrigaba un poco qué era lo que verdaderamente escondía aquel hombre, pues tenía claro que algo escondía.
    Después de la conversación inicial que te he comentado al principio, ya lo tuve claro y lo que no podía para era de reírme. Tantas y tantas dudas, tantas y tantas deducciones afirmadas en mi fuero interno, no podía ser de otra forma. Mario, aquel hombre cincuentón, con camisa y pantalón, frondoso pelo en la cabeza y sonrisa disponible y que a simple vista parecía un tío mío lejano con varios hijo a su espalda, lo vi con otros ojos, lo vi como a una amiga más del pequeño grupo que habíamos formado nada más un mes y medio antes, cuando mi amiga me convenció de conocerlo cuando íbamos a dejar unos papeles el el SERVEF y hacía un calor espantoso, por cierto.
    Ella, de pronto se convirtió en la “Lola” yo, la “Bruji” y mi amiga de toda la vida, la “Chica yeyé”. ¿Y por qué no? Me encantaba la idea, ahora solamente había formalizarse el nombre del grupo. Y mientras caminábamos hacia el coche de la Lola, nuestra amiga ya casi íntima contándonos nuestros secretos y fantasías sexuales, porque es sí, algo que la caracterizaba era hablar de sexo, sexo aquí, sexo allá, sin tabús ni pollas como se suele decir. Bueno, que me voy otra vez, perdona. Y mientras íbamos hacia el coche blanco de la Lola vimos un a feria en un descampado, sí el que está al lado del antiguo cine que íbamos a menudo, y vimos un puesto de algodones y el hombre que los vendía gritando: “¡ricas nubes de algodón! Están de rechupete”. Con un tono afeminado y característico de los hombres que “se les ve la pluma” y sí, dime prejuiciosa o todo lo que tú quieras, pero me reí y las dos se quedaron mirando y se rieron también. Y cuando paré, ellas no paraban, creía que se estaban riendo por lo mismo pero no.
  • Oye, ¿qué pasa?- comenté.
  • Ya tenemos nombre del grupo amigas para siempre- dijo la Lola, pero antes nos había cogido por los hombros, atrayendo nuestras caras, supongo que para no levantar sospecha, nuestra amiga tenía mujer y socialmente tenía que aparentar se un hombre, excepto con algunas amigas como nosotras. - ¡¡Amigas para siempre y secreto secretoso!!
    Y comenzamos a reírnos como nunca, ese día se me olvidó por completo la amarga cara de mi jefa.
    Después de unas semanas sin parar de enviarnos correos a una nueva cuenta por Internet, se nos ocurrió quedar otra vez. Sí, en otra cafetería, esta no me gustó tanto como la anterior, aunque también tenía su encanto.
  • Bueno chicas, secreto secretoso- ese día la Lole estaba muy habladora- ¿a que no sabéis qué me he comprado hoy?- y sin esperar a que contestramos respuesta alguna, dijo superemocionada- Unas braguitas de corazones, se las he enseñado a mi mujer y le encantan. ¡Y tengo una sorpresa para vosotras! Tenemos que ir al nuevo sex-shop del centro comercial, he encontrado unos conjuntos preciosos.
  • Lole, me transmites tanta energía cuando te veo.- dije sinceramente.
  • Ay, muchas gracias cariño. Sois lo mejor, amigas para siempre. Nube de algodón.- posteriormente hacíamos morritos y nos reíamos como niñas que éramos.
    Y bueno, mañana te cuento el final, que tengo sueño.
Blanca

4/12/13

Nube de Algodón (Rosa)



Un disparo rompió el perfecto silencio nocturno dejando un eco de cristales rotos y llenando la cabeza del joven Raoul de pesadillas incomprensibles. Sólo su perro pudo acudir al ladrido mortal del rifle del abuelo Lestrange, porque Raoul tenía de nacimiento el defecto de no poder oír ni hablar; por eso, y otras razones suyas, Oliver lo llamaba a la cara monstruito. Aunque Raoul nunca pudo escucharlo, se sabía de sobra despreciado y eso bastaba para hacer de él un ser desconfiado y retraído. Oliver era grande y fuerte y le parecía todopoderoso. Tras el disparo de esa noche el animal se despertó y, agitado como si comprendiera, abandonó la cama de su inocente amigo un segundo después de que Agatha cayera al suelo con un agujero de sangre en la cabeza. El perro llegó hasta el crimen con estudiada lentitud y se sentó al lado del cadáver, observando al asesino como con calma o resignación. Oliver se sintió juzgado, le cayeron por la frente frías lágrimas de sudor, la serpiente del pánico se le enroscó en la garganta, tragó saliva. Un fuego moribundo crepitaba todavía en la negra chimenea. El sonido del fuego en agonía le pareció a Oliver la risita ahogada de ese perro lobo del demonio de nombre ridículo y blando como el azúcar que ahora lo miraba con una fijeza sospechosa, casi inteligente. Durante largo rato contempló al perro con el desafío que hubiera exhibido ante un juez. Levantó el arma con cuidado y apuntó al animal, pero en el último segundo le pareció absurdo aniquilar a un testigo que vivía a cuatro patas y que ni siquiera sabía ladrar para pedir alimento. Sintiéndose de repente demasiado agotado como para continuar de pie, se dejó caer en una vieja silla, sin soltar el arma, y se terminó la botella de whisky antes de juntar el coraje suficiente para coger la pala y salir afuera a cavar un hoyo.

Por la mañana, Raoul se levantó y se vistió. Al buscar sus zapatos debajo de la cama, divisó una extraña cajita de madera que no reconoció como suya. Lo único que se le ocurrió fue que debía de ser de Agatha y que por alguna razón que desconocía la había dejado temporalmente debajo de su cama. Quizás era un regalo. Intrigado como estaba, se decidió a abrirla; eran hierbas, las olió. Desconcertado, tuvo la impresión de que eran tóxicas. La puso con cuidado debajo de su almohada. Interrogaría a Agatha en cuanto la viera. Cuando fue a la cocina, todo estaba limpio y ordenado y no sospechó nada. Algodón iba con él pero enseguida salió de la casa sin siquiera mirarlo. El chico desayunó pan, leche y un poco de queso, a solas en un rincón, contento de no encontrarse con Oliver y pensando que Agatha habría salido con el sol y que volvería antes del atardecer, como hacía a veces. El pueblo más cercano estaba a diez millas de su casita de madera, atravesando un bosque coqueto recién vestido de otoño, alfombrado de hojas naranjas y ramitas secas, donde ciervos y ardillas vivían tranquilos como reyes y reinas de un palacio natural que nadie se atrevía a disputarles. Raoul no solía acompañarla porque las otras personas le intimidaban y le daba mucha vergüenza que pensaran que él era una cosa rara. No era del todo tonto, y sabía que no sabía muchas cosas, y más allá de la humilde morada de sus abuelos el mundo era algo vasto y peligroso con lo que no quería lidiar. Este pobre chiquillo era bastante guapo, pero él no hubiera entendido esa palabra, nunca se había mirado al espejo y Oliver lo trataba con tanta rudeza y falta de consideración que se sentía como un error de la naturaleza a pesar del amor que veía en los ojos de agua salada de su devota hermana.

Volaron las horas como cuervos en desbandada y al tercer día de Agatha ausente Raoul sólo tenía ganas de gritar llorar y salir corriendo. Oliver no parecía alarmado y Algodón había empezado a pasar los días fuera y a dormir junto a la chimenea como si tuviera mucho en que pensar. A esas alturas, Raoul estaba seguro de que a Agatha le había ocurrido algo, pero saltar a la conclusión de que Oliver la había matado era demasiado para su huérfana imaginación, aunque pensara en Oliver como en un monstruo que desde la muerte del abuelo ni siquiera se molestaba ya en sacar del armario el raído disfraz de la hipocresía. Raoul adoraba a Agatha como se adora a los dioses. Ella era la única en el mundo con la que podía comunicarse, porque habían creado juntos un código especial para su problema. Gracias a la paciencia de Agatha, podía reducir sensiblemente el crudo aislamiento al que su condición lo sometía. Y durante el último año incluso le había estado enseñando a leer y a escribir aunque ella misma tenía bastantes dificultades para ello. El joven pensaba que sus hermanos se traían algo sucio y escabroso entre manos desde hacía varios meses, pero no podría haber dicho el qué. Últimamente, Oliver se comportaba con una brutalidad particular, ya sólo se refería a Agatha como bruja y maldita tísica y ella cada día tosía más y tenía peor aspecto, pero Raoul no lograba descifrar totalmente la suma de esos y otros detalles. Esa noche soñó que Algodón le hablaba con voz humana y que él intentaba explicarle con las manos que era mudo de nacimiento; que Agatha había estado durmiendo en secreto debajo de su cama y que llamaba al perro desesperada por jugar con él. Empezaba a sospechar que estaba muerta porque la sabía enferma de algo grave y porque nunca había pasado tanto tiempo sin verla. Cada segundo que pasaba sin saber dónde buscarla era un suplicio. Cuando era niña, Agatha estaba segura de que cuando uno moría, su alma volaba y volaba hacia arriba y dormía eternamente en las nubes como quien descansa en una cama mullida, y Raoul muy triste y confundido se preguntaba ahora si la muerte estaría siendo así para ella.

Sin Agatha, Algodón era el único ser vivo en el que Raoul podría confiar. Hacía mucho tiempo, el abuelo había vuelto de uno de sus viajes con dos perros hermanos que le habían regalado en Alaska. Uno era una silenciosa bola peluda color nieve y el otro una ruidosa bola tozuda color cueva. Los niños eligieron para los cachorros nombres estúpidos pero simpáticos que el abuelo sonriente fue incapaz de cambiar: Nube de Algodón y Trozo de Carbón, que derivaron progresivamente en Algodón y Carbón porque así era más fácil reñirles cuando se escondían dentro de la chimenea o metían el hocico en la despensa. Algunos años después, el abuelo necesitaba dinero y quiso vender a los perros, pero sólo pudo vender a uno de ellos porque el otro tenía un defecto en la pata y como no podía correr bien nadie lo quiso. Los niños lloraron durante mucho tiempo la ausencia de Carbón y por contraposición celebraron la pata defectuosa de Algodón. Sacrificarlo por tullido no entraba en los planes de los pequeños, que lo adoraban, y el abuelo y la abuela no insistieron. La cojera de Algodón le parecía a Raoul compensada con creces por una especie de sexto sentido que le gustaba pensar que el animal poseía, y que veía confirmado por cada cosa que hacía. Antes del crepúsculo, Oliver como de costumbre salió a cortar leña y Raoul se quedó de pie frente a la casa sufriendo en silencio por Agatha y sin saber qué hacer. De pronto, distinguió a Algodón a lo lejos, entre la espesura, acercándose a él. Cuando estuvo lo bastante cerca, se dio cuenta de que llevaba algo en la boca, de que era un pañuelo granate. Se le heló la sangre. Algodón se dio la vuelta y echó a andar sin soltar el pañuelo, y Raoul lo siguió como un autómata, sintiendo que había estado ahí parado, de pie, sin respirar, esperando este terrible momento. Su amigo lo guió por entre los árboles hasta la improvisada tumba donde Oliver había metido a la fuerza el cadáver de Agatha, que sobresalía a medias, una mano, los pies descalzos, con el pelo mojado y despeinado sobre la cara ensangrentada y sucia de barro, con la boca llena de tierra y gusanos y los ojos abiertos en una última expresión de espanto. El animal, que había estado cavando para desenterrar el crimen, soltó el pañuelo y se sentó triste, solemnemente junto a él. Destrozado por un rayo de dolor, como si se hundiera gritando bajo el agua, Raoul cerró los puños y cayó de rodillas junto a su hermana muerta dominado por el odio y el terror.

Agatha estaba enferma y sabía que iba a morir pronto, pero no se imaginaba que sería asesinada esa misma noche. Pasó sus últimos tres días en el mundo consiguiendo el veneno que necesitaba. Sería una ignorante para muchas cosas pero no en lo que a los secretos de las plantas se refería. Y podrían considerarla físicamente débil pero no era una débil moral y estaba cansada de comportarse como tal. El secreto que había conseguido gracias a esa vieja loca, en pequeñas dosis paralizaba y en grandes dosis paraba el corazón de un ser humano; estaba segura, la vieja lo había usado para el leñador. Ya había decidido que iba a utilizarlo, pero por momentos aún dudaba entre envenenar a Oliver o tomarlo ella misma. Siempre se le había dado a entender que debía tolerar los degenerados caprichos de Oliver. Pero el abuelo y la abuela se habían ido por fin y ella se debía más que nunca a sí misma y a Raoul. Nadie podría detenerla ahora. Con la asquerosa noticia del hijo se había agotado el cáliz de su paciencia e iba a replicar con muerte a los constantes abusos que se había acostumbrado a sufrir. Probablemente su enfermedad acabaría con ella antes de que el bastardo que llevaba en las entrañas tuviera oportunidad de nacer, pero no esperaría sentada para averiguarlo, no se arriesgaría a ver ante sí sus pecados hechos carne. Daría todo el veneno a Oliver, ni siquiera se quedaría a verlo morir; o quizás le daría lo justo para provocarle una parálisis temporal y le cortaría los tendones de los pies; luego saldría inmediatamente por la puerta agarrando a Raoul con una mano y llevando un hatillo en la otra, silbando para que Algodón los siguiera, ese bendito perro ha estado siempre con nosotros, no pienso irme sin él, y ninguno de los tres volvería a mirar atrás. Abortaría. Lo haría todo esta noche, se vengaría, huirían, ni siquiera pensaba volver a pelear antes de llevar a cabo sus planes. Llegó a la casa al atardecer, fue a su habitación, vació la valiosa mercancía en la cajita de madera que tenía preparada y la dejó debajo de su cama; se cambió los zapatos, se puso el pañuelo granate alrededor del cuello para ponérselo ante la boca cuando tosiera. Antes de ir a la cocina, vaciló un instante ante la puerta. Oliver podría entrar a su habitación buscando algo, buscándola a ella, discutir, lanzarle algo, encontrar la caja. Sacudió la cabeza, dudando. La volvió a coger y decidió dejarla en la habitación de Raoul, debajo de su cama, porque Oliver nunca entraba ahí y porque no temía por su hermano menor. Lo había llevado consigo a menudo, con la excusa de un paseo, para enseñarle a distinguir las plantas peligrosas de las que podían poner en la comida, y estaba segura de que si encontraba la caja no se tomaría el contenido imprudentemente. Se asomó por la ventana y sonrió. Así era como querría verlos siempre. Raoul y Algodón jugando ante sus ojos, riendo libres, despreocupados, corriendo y saltando de un lado para otro llenos de una felicidad envidiable.

2/12/13

Nube de algodón (Esther)

Cuando estoy en la pelea no pienso, actúo. Un brazo prosigue al otro, con ritmo, fuerza, pasión. Mis piernas se mueven, dando pequeños brincos, confundiendo al adversario. Golpeo tajante, notando como mis puños rompen la atmósfera de caos que nos rodea. Los gritos del público callejero, los abucheos, la euforia de ver correr la sangre. Violencia, golpe tras golpe. Aquí solo existe una regla: nada de armas, solo, cuerpo contra cuerpo.

Pero esta vez es distinto. Pienso, y eso no me viene nada bien en la pelea. Me siento inestable, alterado, incluso yo diría que perdido. Me he hecho un tirito de una espesa coca que parecía una nube de algodón, como un algodón de azúcar de esos que me zampaba en la feria con mi madre cuando era pequeño. Días como esos me rompen el corazón. Echo tanto de menos a mi vieja. Esa mujer bajita de ojos fuertes que siempre me animaba con todo lo que me proponía, y yo ni caso. ¡Que te den baca burra! le soltaba… dando un portazo echo una furia. ¿Y porqué? Ni yo lo sabía. Solo sentía rabia, dolor, angustia y pena, sobretodo pena, una pena que carcomía mi mente, una pena tan profunda que no podía respirar, sintiendo que me ahogaba, día tras día, noche tras noche... Y mi madre ahí, como una campeona, ayudándome, dándome pelas, abrazándome, queriéndome como nadie me ha querido… y yo como un cerdo, comportándome como un jodido animal, siempre insultándola, golpeándola... incluso la odie, la odie tanto que sentía hervir mi sangre cuando me decía que estaba orgullosa de mí. ¡Nadie podía estar orgulloso de mí!. Y ese día, el último día de feria… yo tenía quince años, ¡y me avergonzaba tanto salir con mis padres!. Yo ya era un chaval, tenía cierta reputación en el barrio. Un macarra, eso era antes y eso soy ahora. Y nada, la pava de mi madre me trae un algodón de azúcar, esponjoso, rosado y enorme. De esos que mirabas con ilusión cuando eras un microbio y ya, cuando tienes pelos en los sobacos y erecciones cada cinco minutos, te repugna, te recuerda al niño de mamá que fuiste, y en ese momento ya no. Y no por qué mi madre no lo siguiera intentando, si no porqué yo lo rechazaba al momento. Buah, recuerdo como se le iluminaron los ojos al dármelo. Pasándome esa nube infantil con cariño, delicadeza y mucho amor. Y yo, tonto de mí, para hacerme el jodido chulo, lo tiré, lo tiré al suelo, y para más recochineo lo chafé, salté sobre él, lo hice briznas y me jarté de ella, por última vez. Ella rompió a llorar y salió corriendo. Y luego recuerdo como escuche el golpe, los gritos, el color rojo. Solo rojo. Una espesa niebla. Taquicardia, ansiedad, mareos, tembleque… Y después muerte, lágrimas y sangre, mucha sangre. Ese puto carro la atropelló, vomitándome encima su cadáver. Y ella me miraba, con esos ojos brillantes, esos ojos penetrantes, esos ojos… ¡Ostia puta! ¡Estoy alucinando!… ese tirito en lugar de darme fuerza me ha dejado destrozado. Recibo un golpe que me devuelve a la realidad. ¡Mecagüenlaputajodidadelamadrequemeparió! Lloro sin lágrimas, pero siento como un torrente de agua invade mis pulmones. Me ahogo. Otro golpe me destroza.

Me he quedado medio sordo del leñazo que me han metido. Grito, pero no me escucho. Veo caras conocidas, gente que apuesta por mí. Se embolsan una pasta cada vez que gano. Más fajos de billetes con restos de speed en sus boyantes bolsillos de Armani. Me abalanzó como una hiena sobre el chaval contra el que peleo. Un tipo duro, pero a mí hoy no me jode ni Dios. Me lo pienso follar. Lo tengo en el suelo, intentando deshacerse de mí, como una puta gata maricona. Le clavo los dedos en la garganta y el se pone violeta. Parece un puto pastel de moras, lleno de cráteres nauseabundos. Consigue tirarme al suelo y respira, con mucha dificultad. Yo empiezo a reírme, pero ese torrente de lágrimas sigue inundándome por dentro. Me propina un golpe en la cabeza, clavándome los nudillos en el cráneo. Caigo redondo en el suelo. Se pone sobre mí, hecho una furia. Me coge de la camiseta y me sacude como a un trapo. Mi espalda se golpea una y otra vez contra el frío asfalto. El continuo ruido de la gente me atrapa. Y no me muevo, no me defiendo. Pienso, sigo pensando. Esos ojos, esos ojos deslumbrantes… lloro.  Una lágrima tras otra me llenan la cara, mezclándose con el chorro de sangre que me sale de la nariz. El tío empieza a reírse de mí. Los que han apostado por mí me gritan, me insultan… y yo ni caso. Solo lloro, mientras el burro que tengo encima me golpea victorioso, mofándose de mí. Y yo me siento como en una nube, ligera, tranquila, suave. Me comienzan a sangrar las orejas, y ya no escucho nada. El tío se levanta y me pega un par de patadas en el estómago. Yo me encojo de dolor, pero no son los golpes los que me están matando, si no los ojos de mi madre clavados en mí, unos ojos suplicantes, unos ojos de perdón, unos ojos que me amaban y que me persiguen día tras día, noche tras noche…

(Esther)