Cuando los
vivos decidían olvidar a un muerto, el cadáver se enterraba en un cementerio
especial para olvidar muertos, donde se coleccionaban los cuerpos en un inmenso
agujero que se rellenaba con cal, y se añadía un discreto puntito al muro de
piedra de la entrada, sólo por si en el futuro necesitaban contabilizar a los
olvidados. Esto no significaba que la ceremonia funeraria fuese menos solemne,
una parte de nosotros siempre sentirá respeto por la muerte y los rituales que
ésta inspira. Si lo deseaban, los familiares y amigos podían levantarse a decir
unas palabras (tal como se hacía en los cementerios de los respetados, donde se
enterraban a los muertos que los vivos decidían recordar, para elogiar las
cualidades del muerto o contar anécdotas graciosas en las que los vivos
pensarían con cariño). En los funerales para olvidados, estos momentos tenían
algo de particular que no tenía el resto de la ceremonia, que por lo demás
podría pasar por un entierro normal. Eran minutos de rencor y reproche público.
Se aprovechaban para dar a entender con mayor o menor claridad por qué los
vivos daban la espalda al muerto en cuyo cuerpo tibio aún latía la sorpresa de
una muerte reciente, el ataúd reciclable abierto tras ellos como una boca
disgustada. Abraham no estaba de humor para discursitos, pero quería respetar
la tradición. Se había tomado tres pastillas para soportar esto y había
momentos en que se sentía casi feliz. Se levantó a una señal del enterrador, se
puso de cara al público, carraspeó y dijo a los presentes: Todos los hombres
tenemos problemas, pero no todos los problemas merecen un nombre. Este… llamémoslo
discurso fue inusualmente corto, extrañamente ambiguo y sin embargo
comprensible. Un silencio helado pero aprobatorio siguió a esta sentencia. El
enterrador (hombre diplomático que no le había cobrado el librito del protocolo
requerido para hacer desaparecer las huellas de los muertos, porque le debía un
par de favores) sabía que quería ser breve y contundente y le había sugerido:
Hay muchas estrellas en el cielo, pero no podemos dar nombre a todas ellas.
Abraham había aceptado el esqueleto de la idea, decidiendo no obstante pintar
dicha idea con sus propios colores. Creía que era cursi hablar de Isaac como de
una especie de estrella fugaz absurda. Se sentó de nuevo, ligeramente satisfecho
de sí. El enterrador continuó hablando y él se abstrajo en sus pensamientos,
que volvieron al comentario que el viejo carnicero les había hecho cuando,
cargando el ataúd, dejaron atrás el cementerio de los respetados. Era demasiado
viejo para tener otro hijo y con la experiencia-Isaac ya había tenido
suficiente. ¿Y con Evelyn? Por favor. Sabía que algunos hombres optaban por
tener hijos con mujeres que formaban parte de su círculo de conocidos, pero era
poco frecuente y, en su caso, imposible planteárselo. Evelyn no había podido
evitar esbozar una sonrisa desdeñosa por debajo de su pamela negra. Es
intolerable que la gente no recapacite antes de hacer sugerencias, aunque tales
sugerencias sean de lo más estúpidas. Abraham estaba profundamente irritado por
ese incidente y había decidido que después de su declaración pública no
volvería a abrir la boca hasta el fin del funeral, que se le hizo
desesperadamente largo. El jefe del departamento de Observación estuvo todo el
tiempo a su lado (Abraham se preciaba de llamarlo viejo amigo delante de
estudiantes y conferenciantes) y Evelyn no se separó de él en ningún momento,
así que pudo apoyarse en ellos para hacer frente a la situación. Él quería a
Isaac (carne de su carne) pero entre todos los sentimientos que su muerte le
inspiraba sobresalía claramente la vergüenza, con su cabeza burlona llena de serpientes
moviéndose arriba y abajo. Como el padre orgulloso que siempre había querido
ser, su vergüenza le avergonzaba; como ciudadano de la República, se odiaba a sí
mismo por ser el padre de un terrorista. Una parte de él, la parte que
respiraba, sentía un alivio inmenso porque el terrorista hubiese muerto.
Esperaba que todos se olvidaran de que el terrorista había existido antes de
que llegara la hora de su propia muerte, para ser recordado por sus méritos
profesionales y no por sus fracasos personales. Después del funeral, adoptó un
aire digno y resignado, se puso el sombrero y las gafas de sol, y se dejó
conducir por Evelyn, dócilmente, hasta el automóvil. Ella le llevaría a casa,
donde estaría a salvo de las piadosas miradas de los compañeros de trabajo y los
vecinos que habían decidido acudir a la oscura ceremonia. Todos, incluso los
que no trabajaban con él, sabían que Abraham era un respetado miembro de
Observación y el máximo responsable de los bloques P, Q, R, S y T, y que Q y R
habían sido los más dañados. Habían perdido los sueños de más de diez mil
ciudadanos a causa del atentado y el gobierno de Grimm tendría que dar
explicaciones a propósito de las últimas inversiones en seguridad y declarar
que se encontraría y castigaría a los culpables, cuyas fotografías ya aparecían
varias veces al día en periódicos, televisión y demás medios de comunicación.
Por supuesto, Isaac se encontraba entre ellos. Se estaba haciendo lo posible
por ocultar que el padre de uno de los suicidas trabajaba para Observación,
encargado precisamente de las áreas más afectadas. Podría parecer que Abraham
estaba de algún modo involucrado en los actos subversivos de su hijo. Nada más
lejos de la realidad, nada más injusto. Por primera vez, en ciento setenta años
de paz, el Partido se enfrentaría a una crisis de cuya resolución probablemente
dependería su porvenir. ¿Se cuestionarían sus métodos? ¿Se exigiría el cierre
de las fábricas de sueños, como deseaban los terroristas? En el fondo, se dijo,
no lo creía posible. Llegaron a su casa. Algo nervioso por las consecuencias
que las malas decisiones de su hijo pudieran tener a nivel nacional, Abraham sirvió
sendas copas, bien cargadas, para Evelyn y para él. La mano le tembló un poco
pero ella no lo notó, parecía distraída; le pasó el vaso. Evelyn bebió un
trago, se deshizo de la pamela y se quejó de que en el cementerio les hubieran
preguntado si habían considerado tener juntos
un nuevo heredero y discípulo para Abraham ahora que Isaac había… muerto. Le
había parecido un comentario algo malintencionado, y no le gustaba hablar de
estas cosas y mucho menos con desconocidos. Le enfadaba que sacaran el tema, se
lo tomaba como algo personal. Todos sabemos que el carnicero tiene deudas y no
puede permitirse un hijo aunque quiera, dijo Abraham con la idea de zanjar el
asunto, pero Evelyn ya había empezado a hablar y era mejor dejarla. No es que
tuviera algo en contra del método general, simplemente no era para ella.
Además, no necesitaba el dinero. Hoy en día, los hombres pagaban a las mujeres
grandes cantidades de dinero para tener hijos y herederos, de manera que era
muy fácil para una mujer enriquecerse sin hacer nada más que parir un par de
críos, y por contrapunto sólo tenían hijos los hombres que podían permitírselo.
No había tal cosa como la versión femenina del padre aquí, ni una tal cosa como
asociación entre seres humanos del mismo o diferente sexo para la crianza de un
hijo. El hombre que quería un hijo, pagaba por él; si la mujer quería tener un
hijo, era para que le pagaran y no por disfrutar del proceso como si fuera una bendición
hacerlo. Un hombre podía pedir a la empresa correspondiente tener sus hijos con
la misma mujer (normalmente escogida por catálogo) y esperar que ella aceptase
el trato, pero el segundo hijo con la misma mujer solía ser más caro, de manera
que estos tratos eran poco usuales. También se hacían tratos por cuenta propia,
negociando las condiciones con la mujer en persona o con su abogado (las
empresas recibían una comisión más alta que las agencias de viajes) pero
siempre era más arriesgado, porque la mujer podía huir con el dinero y tratar
de vender el bebé a otro hombre. No sería la primera vez. Así, todo el mundo
tenía un padre, que le alimentaba, le vestía y le pagaba los estudios, y una mujer
que le había parido pero que no tenía con respecto a él ningún tipo de
responsabilidad legal, y que todo lo que había tenido que hacer era pasar con
éxito un examen para confirmar un buen estado de salud y extender la mano para
aceptar el cheque que le correspondía por derecho. Con la tecnología actual, no
se conocían los partos dolorosos. La capacidad natural de la mujer para parir
hijos era un negocio y cada una podía explotarlo o no a placer. El siguiente
paso era, para algunos científicos, fabricar vientres artificiales para no depender
de las mujeres y que cada hombre pudiera cosechar independientemente su propio
hijo, pero era imprescindible que esto no tuviera efectos secundarios en la
vida de los niños. Recientemente habían nacido seres humanos en un invernadero
de la facultad de medicina, completos en apariencia, pero sólo habían
sobrevivido unas pocas horas. Evelyn divagó durante media hora sobre lo ocupada
que estaba siempre como para embarcarse en semejante proyecto, que al fin y al
cabo exigía un valioso año de la vida de alguien, y luego dio un sentido abrazo
a su amigo y se marchó. Abraham se quedó pensativo. Desde que la conocía,
Evelyn siempre había declarado, a ser posible con una floritura de la mano que
daba a entender resolución, que preferiría que le rompieran los dedos de los
pies antes que ser internada en uno de esos horribles centros para embarazadas.
Claro que Evelyn era una snob. A veces se expresaba en términos de lo más
exagerados y eso molestaba a Abraham, pero ella era muy suya. No había nada de
horrible en los centros para embarazadas, todo lo contrario. Eran grandes
hoteles personalizados. Las mujeres dejaban con pesar tales centros, y Abraham
había hablado con muchas que declaraban sin dudar haber pasado allí un año más
que maravilloso. Cuidaban de todas como si fueran reinas, satisfaciendo desde
el capricho fácil de comer queso de cabra antes de dormir, hasta viajes nunca
hechos o fantasías nunca realizadas (muchas se amparaban en la revolución de
hormonas que sufrían), bien usando un CVP (casco de visualización perfecta) especialmente
programado para ellas, bien en lugares y/o con personas reales; esto último,
sobre todo si la mujer era una actriz o cantante famosa y el hombre había
pagado una suma importante por tenerla como madre de su hijo (el prestigio
social de la mujer encarecía el asunto). El padre de la criatura que estaba en
camino pagaba por todo ello, como un jardinero le pone música clásica a los
brotes recién plantados para que tengan el mejor crecimiento. La mujer que había tenido
a Isaac era una caprichosa bailarina de ballet nacida en el antiguo territorio
ruso a la que nunca había visto en persona, que había comido mucho queso caro,
exigido muchos masajes y viajado varias veces al norte del continente con la diplomática
excusa de visitar a un familiar. Todas sus peticiones habían sido satisfechas. Su
hijo había sido su inversión, su proyecto. Había pasado muchos años trabajando
duro, luchando por un ascenso y ahorrando para poder permitirse un hijo, y en
la recta final de su vida (y de su carrera profesional) el hijo se había convertido
en el mayor de sus errores. Algo había salido mal, pensaba el hombre, caminando
arriba y abajo como un animal encerrado a traición, ¿en que se había equivocado?,
¿le habrían jugado los genes de la bailarina una mala pasada?; quizás sí, pero algo
había tenido que hacer mal, como padre, para que el niño se hubiera unido a
otros pobres diablos para burlar la seguridad de su edificio e inmolarse así,
corriendo locamente entre las estanterías lanzallamas en mano y gritando a voz
en cuello libertad para soñar devolvednos nuestros sueños devolvednos libertad
para soñar. Para su completa humillación, todo estaba en las cámaras de seguridad
de los bloques Q y R. No quería pensar más en ello. Sintió un escalofrío como
de rabia. Se dirigió a la habitación de Isaac y se encerró ahí centrado en destruir
las pruebas que pudieran comprometer su presente como ciudadano ejemplar de
nuestro país, así como la maltrecha memoria de su ingrato vástago. Miró a su
alrededor; respiró hondo. Todo estaba como lo había dejado el niño una semana
atrás, antes de desaparecer. Dejó el coñac en la mesa de estudiar y decidió
tomárselo con calma. Una luna grande y amable lo miraba a través de la ventana
dando a la habitación un aire nuevo de plata y silencio. Abraham abrió una
carpeta al azar y curioseó los escritos de Isaac. Dejó a sus pies la bolsa de
basura que había traído consigo y en la que pretendía meter todo eso. Entre
ejercicios de aritmética y análisis sintácticos hechos a los dieciocho o
diecinueve años, encontró una redacción de historia nacional sobre los primeros
pasos del Partido que decidió leer. Después de la última Guerra Mundial, empezaba
la tal redacción, lo que antiguamente se conociera como Europa se había
desintegrado definitivamente. Miles de partidos nuevos se abrieron paso a
través de los escombros jurando poseer la clave para la restauración del orden,
haciendo hincapié en diferentes aspectos de la vida de los ciudadanos. En este
contexto, el doctor Adam Schlomo Drimm-Quay dio la espalda a la vieja comunidad
científica y reveló al mundo sus experimentos, que había llevado a cabo en
secreto antes y durante la guerra, y cuyos resultados demostraban que era
posible educar los sueños de los ciudadanos desde la infancia con el objetivo
de fabricar al ciudadano perfecto y alcanzar de este modo la paz perpetua.
Drimm-Quay, que fundó el por entonces pequeño partido Soñadores por el Sol y
por la Paz Perpetua, empezó animando a la población a escribir sus sueños y
entregarlos a sus colaboradores en la facultad de psicología de la antigua
capital, hoy destruida, para ser posteriormente analizados; más tarde se
asignaría a cada ciudadano un confesor onírico que se aseguraría de estar
recaudando la verdad. La popularidad del doctor Drimm-Quay como líder aumentó
tanto durante el año siguiente a la fundación de su partido que sus seguidores
exigieron que presentara su candidatura para optar a la presidencia del país.
Su partido obtuvo mayoría absoluta en las célebres elecciones de enero. El
nombre Soñadores por el Sol y por la Paz Perpetua quería ser un homenaje a Platón
y a Kant, dos pensadores cuyas obras conocemos hoy en día tan sólo por la
apasionada correspondencia que el doctor Drimm-Quay mantenía con su amiga la
doctora Eva Wiser, y por los cuales ambos manifestaban gran admiración en lo
que a sus escritos sobre el orden social se refería. Las obras de estos y otros
pensadores que inspiraron las teorías de Drimm-Quay y Wiser fueron destruidas
por los Soldados de la Sospecha, cuyos bárbaros miembros quemaban los libros de
las universidades al grito de ¡Muerte al viejo orden! Los Soldados de la
Sospecha se convirtieron en la banda terrorista más letal a la que se
enfrentaron los Soñadores por el Sol en sus inicios como partido político. Sus
miembros se caracterizaban por la brutalidad de sus métodos y por referirse despectivamente
en público al partido del doctor Drimm-Quay como secta o secta de los sueños.
Esta peligrosa banda fue debidamente desmantelada durante la larga presidencia
de Drimm-Quay, continuaba la redacción. Abraham no había escuchado nunca nada a
propósito de que sus enemigos se refirieran al partido del doctor Drimm-Quay
como “secta”, pero todo era posible, y parecía que Isaac se había molestado en
investigar por cuenta propia. Siguió la línea en rojo que el profesor había
trazado desde ‘secta de los sueños’, que había subrayado, y donde había añadido
un par de interrogantes, hasta la esquina en blanco del papel, donde había
escrito como con desconfianza “Especificar fuente antes de pasar a limpio” y
“Demasiado tiempo dedicado a los soldados de la sospecha”. Abraham miró a la luna,
cuyo ojo de plata iluminaba las inmensas chimeneas de una de las fábricas de
sueños de la ciudad. Creía leer en la redacción de su hijo una velada crítica
al gobierno, y en la anotación del profesor una vaga intuición al respecto, de
lo cual Abraham nunca había sido informado, por lo que suponía que el profesor
no llegó a ver en su hijo a un ipp (individuo potencialmente peligroso). El
confesor de Isaac, ya jubilado, también tendría que haber notado algo; de ser
así, era muy extraño que no lo hubiera comunicado. A propósito del tema de la redacción,
divagó para sus adentros mientras empezaba a llenar la bolsa de basura de
papeles inútiles, el método para educar y vigilar los sueños de los ciudadanos
había evolucionado muchísimo desde los viejos tiempos en que Drimm-Quay anunció
públicamente que todos los miembros de la sociedad debían registrarlos con la
máxima fidelidad posible, y entregarlos a la policía del sueño para someterlos
a un primitivo método de análisis. En nuestros días, a los niños se les asigna
un confesor desde que aprenden a hablar, y eso facilita mucho las cosas, se
dijo. Y, por supuesto, la tecnología seguía avanzando a pasos agigantados.
Antiguamente los expertos no eran capaces de ir más allá de llevar a cabo una
pobre medición de las ondas cerebrales del individuo durante el sueño mientras
que, hoy por hoy, los CVOP (cascos de visualización onírica perfecta), desarrollados
y perfeccionados cada día por Ayumu Tsukino y su equipo, nos permiten ver en
una pantalla lo que el individuo está soñando, así como introducir en su
cerebro sueños artificiales, fabricados por expertos en oneirologia y
homologados por el Ministerio de Defensa y Paz Perpetua. Se fabricaban muchos
tipos de sueños, pensados para individuos de diferentes roles sociales, edades
y sexos: educativos, recreativos, estimulativos, etc. Los sueños de clase A
eran obligatorios; los sueños de clase B eran altamente recomendables; los
sueños de clase C eran opcionales, estaban pensados para el
autoperfeccionamiento; por supuesto, había otras variantes en la fabricación de
sueños, porque los vendedores y publicitarios tenían mucha imaginación, por
ejemplo, los sueños de clase X eran pornografía homologada, algo que los padres
siempre encontraban en los CVOP de sus hijos adolescentes. Receloso, abrió el
primer cajón de la cómoda y sacó el CVOP de Isaac, comprobando al fin sus
últimas sospechas: no habían sueños personales guardados en la memoria, y el
último sueño A se había visualizado hacía más de tres meses. Ocultas entre
otros papeles de la escuela, Abraham encontró dos notificaciones en las que se
requería que Isaac colaborara con el gobierno, por el sencillo método de
entregar su tarjeta de memoria en el puesto de recogida de sueños más cercano,
y terminaba diciendo que la ayuda de todos los ciudadanos era enormemente
apreciada por Aislinn Grimm, presidenta de la República, porque el
mantenimiento de la paz no tenía precio. En Educación, los investigadores
seguían trabajando para, eventualmente, ser capaces de erradicar los sueños
personales, que eran considerados nocivos y/o peligrosos por la mayoría de las
escuelas. Hasta entonces, por ley, todo ciudadano tenía el deber de entregar al
gobierno sus sueños personales cada dos semanas, con la memoria del CVOP que se
le había asignado como mínimo al 80%. Todo el mundo sabía que la policía del
sueño se presentaba en tu casa a la tercera notificación sin responder. Abraham
no conocía a nadie que supiera lo que pasaba después de una tercera
notificación sin responder. Pero le parecía ahora que Isaac se había visto
apurado y se había precipitado en la idea del atentado a Observación. Suspiró
agotado, harto de tratar de descifrar el enigma de su hijo, y decidió irse a la
cama, tomarse una pastilla e intentar dormir. Al día siguiente se
levantaría temprano para ir a trabajar, haría
una breve llamada a los albañiles recomendados por el enterrador, sacaría la
basura y, por la noche, cuando llegara a su casa, los albañiles se habrían llevado
la cama, la mesa de estudiar y el armario y habrían convertido la habitación de
Isaac en un lindo cuarto de baño con jacuzzi para la planta baja. A Evelyn le
iba a encantar, sonrió. Preocupado por la actitud de su hijo, que siempre se había
mostrado caprichoso salvaje y desagradablemente pensativo, hacía varios años
que Abraham sufría de insomnio. A partir de ahora podría descansar.