30/10/12

La verdadera historia de cómo pude sobrevivr a un rayo (Blanca)

  • El día siguiente fue de resacón total, me había metido en el cuerpo además de alcohol, la suficiente dosis de droga para parar un tren, si he de ser sincero, lo he de reconocer. Aquella noche llovía mojado, era una lluvia intermitente, esas que no sabes si va a llover mucho, poco o con qué frecuencia, pero de algún modo sabes que vas a estar un buen rato en ese plan. La cuestión, de aquella noche recuerdo poco, he de serte sincero, como te he dicho, pero te la relataré lo mejor que pueda. Parece que fue ayer y ya ha pasado bastante tiempo...
    Yo estaba pensativo, no sabía muy bien en qué gastar mi tiempo, aquella noche me aburría sobremanera y tenía que hacer algo, así que salí yo solo, hasta donde la noche me llevara. Me gusta la noche, desde que esta nueva ciudad me acogió como a uno de los suyos, para intentar olvidar... solo olvidar.
Aquellos ojos negros, se miraban inquisitivamente a ellos mismos, lamiendose velozmente, inquisitivamente. Una pausa, para recordar el dolor que le inflingían esas últimas palabras.

<< como he dicho antes muchos detalles no sabría ahora relatarlos, ha pasado mucho tiempo y me había chutado... nosé la verdad. ¡¡¡No me preguntes tanto!!! Yo estaba en un banco, solitario, con mis pensamientos, supongo y de pronto se acercó a mi... una especie de rata voladora que me dijo que la siguera, y yo la seguí. Tenía curiosidad, quería saber dónde me llevaría aquel ser que avorrezco ¿¿porqué no le dí una patada??. Me llevó a un parque, dos calles más a la derecha en el cual aunque era del mismo barrio no había estado nunca. Unos tres jóvenes que por las pintas parecían unos yonkis, empezaron a hablar conmigo, cosas incomprensibles, me persuadieron para que me quedara con ellos en contra de mi voluntad. Estaban planeando robar una joyería aquella noche, lo habían planeado todo varios días antes y estaban preparados, me dijeron que fuera su cómplice. Me dijeron que sino colaboraba me partiría un rayo en dos mitades perfectas. Y yo, no sé porqué me lo creí... ¡¡sí, me lo creí, no hay explicación posible, pero fue así, no me atormentes!!

Aquellos ojos negros se permitieron otra pausa, pero esta vez no se miraron inquisitivament. Solo cerró los ojos, oscuridad infinita, quiendo volar donde los remordimientos y los difuminados recuerdos se disiparan como humo invisible.

<<Y así fue, me persuadieron, estaba metido hasta el cuello en su plan descabellado, con la adrenalina queriendose escapar de mis venas, de mi carne, de mis ojos... Si te digo la verdad nunca había delinquido, pero en ese momento, en ese lugar, en mis circunstancias, me atrajo la idea a la vez que me repelía. El argumento del rayo en un principio me lo creí (ya no entendiendolo literalmente, sino que en esos momentos entendí que si no seguía sus planes... me partiría en dos el filo de una navaja). El plan se llevó a cabo, aunque con fallos y cuando ya nos veíamo libres, felices, satisfechos de ojos ajenos.... aparecieron los uniformados, como yo los llamo y ellos consigueron escapar, pero tal era mi estado de incertidumbre - ¿¿por qué no los segui??- que mi mente y cuerpo se palarizaron. Me había salvado del rayo de aquellos maleantes, pero no estaba del todo a salvo, y menos ahora, implicado en un delito (…) Y me preguntas por qué, me preguntas cómo, me preguntas con quién, me preguntas... tantas y tantas cosas que yo creo que esa es mi versión final, si. Es esta y no la cambiaré, al al meno hasta mañana. Buenas noches, tanto pensar me entra sueño...>>

Aquellos ojos grises se desvanecían ante su propia visión, ante el espejo medio roto que sostenía su reflejo. Una noche más, un relato más de aquel momento, aquella noche que se alarga en tremendas distorsiones cognitivas para redimirse de algo que hizo, algo que por sí mismo no recuerda con precisión. Algo que por ese motivo su puerta son barras duras de hierro frio, cruel. Ante el espejo se confiesa a sí mismo para averiguar la verdadera historia de cómo pudo sobrevivr a un rayo.


29/10/12

Hormiga plateada y el pájaro más negro (Esther)

    Sólo puedo pensar en esos ojos negros. De su boca ni un hálito de esperanza. Revoloteaban las moscas sobre su cuerpo ya putrefacto y esos pájaros tan bellos y negros rompían las oscuras nubes con su danza mortuoria. Su cuerpo se veía menudo, en una postura de paz, pero a su vez de tortura. Blancos gusanos le salían por sus orejas puntiagudas y de su boca, una fila de hormigas plateadas bajo la luz de la incipiente y alejada luna. Yo sólo fui capaz de llorar confusa, de abrazar su delgado cuerpo y sentir sus huesos rotos en mis brazos, astillados y helados, completamente partidos, troceados y olvidados por sus músculos que yacían colgantes como pellejos sin piel. Luego limpie sus profundas heridas, removiendo un amasijo de carne sangrienta sin sentido alguno y no cese de besar sus labios fríos, con la demente y falsa ilusión de que alguno de esos besos fuera respondido o que me condujera lejos de ese lugar azotado por la mano de Dios, por su ira y rabia absoluta, sentirme apartada de esa imagen de destrucción y exterminio sin anhelo. Solo quería trasladarme a unos minutos atrás, donde los gritos no se tragaban el cielo.

El tsunami se lo llevo todo. Se llevo a mi familia. Se llevo mi hogar. Se llevo mi vida. Se llevo mi cordura arrastrada tras una ola de muerte, miseria y desesperación.

Cada vez que cierro los ojos revivo la misma imagen, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez… una ola tan grande que mis ojos no podían vislumbrarla entera y tras ella una tumba de agua roja, donde todo lo que importaba quedo sumergido en un sepulcro salado y lleno de barro.

Esther

15/10/12

La verdadera historia de como pude sobrevivir a un rayo (Esther)

      Reunión primera de Adam:

No se que hago metido en esta habitación con semejante panda de locos. Esto es absurdo. Yo no tengo ningún problema. Estoy bien. Solo tengo un poco de ansiedad, nada más. No soy como ese, ni como esa y menos como esa tipa de ahí. Pufff... es ridículo. ¿Por que le hice caso a Débora?. Ella tendría que estar aquí, no yo. 

- Hola, soy Roberto y padezco dextrofobia. Me aterran los objetos situados a la parte derecha de mi cuerpo - dice un hombre de unos cincuenta años de edad. Le falta el brazo derecho. A su derecha no hay nada. 

- Yo soy Nicola y tengo xanthofobia. Tengo fobia al color amarillo - dice una mujer que lleva gafas de sol muy oscuras, tan opacas que no se como puede ver en la sala. Viste completamente de negro.

- Buenas tardes, yo soy Rosa y padezco anatidaefobia. Tengo pánico a que un pato me este observando en cualquier momento - dice una chica pelirroja de piel pálida y veinte pocos años - Ya no puedo ir a los parques, cada vez que veo un estanque salgo corriendo - se cubre la cara con las manos y oculta sus lágrimas.

- Yo soy Valerie y tengo lupolipafobia. Este es el miedo a ser perseguida por un hombre-lobo alrededor de una mesa de cocina mientras ando en calcetines y el suelo está recién encerado. Me he deshecho de todas las mesas de mi casa por si a caso y me han despedido de mi trabajo en Ikea por mi absurdo comportamiento, según me dijo mi gerente.

Y así prosiguen las presentaciones de diez personas más, cada caso más raro que el anterior. La habitación esta perfectamente equipada para que cada persona pueda expresarse sin problemas. Sus miedos se encuentran lejos de ellas/os. No hay patos, ni objetos amarillos, las sillas de plástico tienen escritas el nombre de cada una/o para que se respecte el orden de asiento según las/os psicólogas/os, no hay objetos tecnológicos, ni mesas, ni pizarras, ni alfombras, ni persianas. Solo hay doce sillas y cuatro paredes blancas. No esta permitido vestir con estampados, llevar fotografías, no se puede llevar cordones en los zapatos ni tampoco usar cinturones (como en la cárcel), tampoco se puede comer en la sala productos de color verde, ni frutos secos (prohibidísimos los cacahuetes) y menos, beber agua embotellada. La lista es larga y las prohibiciones extrañas para cualquiera.

- Adam - dice el psicólogo levantado la cabeza - ¿Quieres contarnos tu historia? - coge su libreta y se prepara para anotar todo lo que diga. Parece un hombre afable, pero aún así no me fío.

- Bueno... supongo que sí. Aunque realmente no quiero hablar de esto.

- ¿Por qué estas aquí Adam?, ¿que es lo que buscas en este grupo?.

Me quedo mirando a la gente y siento que incluso me entran ganas de llorar. Tengo un sentimiento de perplejidad que no me deja respirar. No encuentro las respuestas a lo que me ocurre y esto me asusta, pues siempre he tenido respuestas para todo. Creo que voy a sufrir otro ataque de histeria. Respiro. Respiro. Respiro. Siento que me ahogo.

- Por Débora, mi hermana pequeña. Ella fue la que me dijo que viniera. Que buscará ayuda - digo sofocado. Comienzo a sudar.

- ¿Y tú crees que necesitas ayuda?, ¿crees que te podemos ayudar entre todos nosotros?.

- Sí... supongo que sí - miento. Esto no tiene solución. Mi problema no se puede controlar.

- Cuéntanos, ¿que es lo que te ocurre?. Por lo que he leído en tu informe realizado por la Doctora Verdugo padeces brontofobia. ¿Sabes cual es el origen a tu temor extremo a los rayos?.

- No - digo. Me quedo mudo. Transcurren unos minutos hasta que vuelvo a hablar - Llevo más de dos años con ansiedad y ataques de pánico por los rayos. Creo que si salgo a la calle cuando llueve o hay tormenta, un rayo caerá sobre mí. He leído mil estudios sobre ello y he acudido a centenares de expertos meteorólogos, y se que las probabilidades de que me ocurra esto son mínimas, de 1 entre 3.000.000, pero es que yo siento que va a pasarme a mí. Es como un pálpito que no me deja vivir. Se que tarde o temprano me ocurrirá. Antes de que vaya a llover yo ya presiento una tormenta, incluso aunque el día sea brillante y luzca un bonito sol... No veo nunca las predicciones del tiempo pues me aterran. Cuando llueve no salgo de casa. Me encierro en el sótano a oscuras y rezo, y no soy creyente. Falto al trabajo cada vez más, mi vida social se está viendo afectada, tengo trastorno del sueño... a veces siento que nadie me entiende, ni mi hermana. Me proponen un viaje y lo tengo que rechazar. En el último viaje al que fui, sufrí cinco ataques de ansiedad y el viaje solo duraba un día - digo de carrerilla. Veo las miradas inquietas de mis compañeros y compañeras. Se que estoy empapado de sudor. No tendría que haber venido. Esto no va a funcionar - Yo no soy tan raro como ellos - digo señalando a la gente de la sala - Lo mío debe de tener una explicación lógica, lo suyo... pues locura, no queda otra.

- Adam, aquí estamos para ayudarnos. Nadie juzga a nadie - me dice el psicólogo - Cada fobia que padecéis cada uno de vosotros no es mejor ni peor, ni más rara ni menos aceptada, ni más racional o irracional. Es lo que es, y aquí estamos ayudándoos a que la superéis y si no es el caso, a que podáis convivir con ella con normalidad. Lo que queremos es que lo que os ocurre no afecte a vuestra salud, ni a vuestro trabajo, ni a vuestra vida social. Lo más importante es que todos estáis aquí, hablando de vuestros problemas, aceptando que algo no va bien en vuestras vidas. Ahora necesitamos saber cual es el origen de estos miedos, arreglar la situación y subsanar los problemas que os acarrean - dice seriamente - Pero ya habéis dado todos un gran paso, aceptación. ¿Tú que piensas Adam?.

La primera toma de conciencia no ha ido tan mal. Todos y todas han hablado de sus problemas y al final no me he sentido tan raro. Es que en esa sala había una de locos que el más normal al final era yo. Pero bueno, como ha dicho el psicólogo, lo importante es aceptarlo (y ellos lo hacen, yo de momento voy asimilándolo), el segundo paso es el control. 

Reunión sexta de Adam:

- Rosa ha muerto - dice Roberto a gritos, entrando corriendo en la sala (la cual cosa también esta prohibida) y con un periódico en su mano izquierda. Se queda de pie, agitado y comienza a leer – “Como si de una broma de mal gusto fuera o de una película surrealista la escena hubiera sido sacada, así ha sucedido la muerte de esta joven valenciana de veintitrés años de edad. Rosa S. J. ha sido asesinada por cincuenta patos silvestres. El cadáver de la joven se encontró en el domicilio familiar, en concreto en su habitación. Fue su mujer la que llamó a la policía alarmada al no saber de ella varios días. Esther M. M,, su mujer, declaró a la prensa “Rosa ha sufrido una muerte atroz y quien este detrás de esto la conocía, pues ella padecía anatidaefobia, un miedo brutal a los patos”. Aunque la joven  recibió el total de veinte picotazos por parte de los patos, esa no fue la causa de la muerte. Murió de un paro cardíaco causado por el susto que se llevo” - termina de leer Roberto.

Un silencio sepulcral baña la estancia. Nadie puede articular palabra. La sesión de ese día se anula. Quedan todos en ir al entierro de Rosa, el cual se celebra al cabo de unos días. Cuando ven a su mujer todos le dan el pésame, ella llora desconsolada.

Reunión decimotercera de Adam:

Tras la muerte de Rosa todos y todas se encuentran agitados. Algunos dejan de asistir a las reuniones pero Esteban, nuestro psicólogo, insiste que es lo menos adecuado para nosotros. Yo no dejo de asistir, tengo más miedo solo que con ellos. No creo que lo que le ha ocurrido a Rosa nos pueda pasar a los demás. 

Reunión vigésima de Adam:

Ha muerto Nicola. Alguien entro en su casa y la pinto entera de amarillo (paredes, techo, suelo...). Todo en su casa estaba embadurnado de ese color (la cama, todos los electrodomésticos, la ducha, incluso el contenido de su nevera fue remplazado por alimentos de color amarillos: piña, maíz, limones, etc.).

La policía ha venido hoy a interrogarnos. Ha sido extraño. Nos han hecho preguntas sobre Rosa y Nicola. Sobretodo respecto a sus fobias. Querían saber que sabíamos de ellas, que pensábamos, si solíamos vernos después de las reuniones...Yo he sido sincero y les he dicho que Nicola y yo salimos varios días a tomar un par de cervezas (negras) al salir de las reuniones. Lo pasábamos bien charlando. Era una mujer muy interesante. Siempre tan discreta con sus gafas opacas. 

Reunión vigésima tercera de Adam:

Están cayendo como moscas en la mierda. Primero fue Rosa, después Nicola, luego Joaquim (que padecía araquibutirofobia, miedo a la cáscara de los cacahuetes y a que la mantequilla de cacahuete se pegue en el paladar) y ahora Yolanda (la cual tenía vicafobia, es decir, miedo a las brujas y a la brujería). Ya solo quedamos ocho y parece que Esteban ya no sabe como lidiar con esta situación.

Ya no me siento tan seguro rodeado de esta gente. Es como si nos hubieran gafado, y cada vez creo más en las supersticiones. Débora insiste en que siga yendo a las reuniones, pues mis ataques de ansiedad sorprendente se han reducido. E insiste en que es imposible que yo muera de mi fobia, ya que el asesino que anda suelto no puedo lanzarme un rayo. Yo no lo veo tan claro y cada vez veo más posible que sea Zeus quien desee mi muerte.


Hoy veo en la televisión el rostro de la asesina. Es Jenny, la chica que padecía necrofobia, es decir, miedo a las cosas muertas. La policía la ha arrestado esta noche, estaba en su casa esperándolos. Se ve que llamo a Esteban para contarle que había conseguido superar su fobia y le narró, con sumo detalle, la muerte de cada uno de sus compañeros. Esteban llamo a la policía esa mima noche y le dijo a Jenny que debía de esperarles. Ahora Jenny se encuentra en un sanatorio mental a la espera de que se celebré el juicio que condene sus actos, pero dicho juicio tardará en celebrarse, dado que las causas de las muertes son extremadamente atípicas. Jenny insiste en que ya esta curada, pues después de haber visto seis cadáveres, no tiene miedo a nada. 



Cada vez estoy peor. La histeria me vuelve loco. Llevo días sin dormir. Esteban ha cogido una baja por depresión. Su psicóloga (sí, el psicólogo tiene una psicóloga) le ha dicho que se encontraba en un entorno hostil y dañino para él. Normal... ver que tus métodos de trabajo inducen a matar a una de tus pacientes a seis personas debe de ser un trago difícil de digerir. Puede que deje de ejercer su profesión. Yo me siento solo y confuso, necesito hablar con alguien. Aunque ya han encerrado a Jenny y estoy a salvo de que me lance un rayo, no me siento seguro.



Llueve. Una fuerte tormenta azota mi vecindario. Ya no se que hacer para controlar mi pánico. En un acto de desesperación meto un par de sartenes de acero inoxidable en los bolsillos de mi parca, cojo un par de tenazas y las coloco enganchadas a la capucha. Me pongo un colador metálico en la cabeza, a modo de gorro y, agarro el único paraguas que tengo (el cual no ha sido usado nunca). Esteban dijo que debemos de enfrentarnos a nuestros miedos y es lo que yo pienso hacer (sin matar a nadie o eso espero). Bajo temblando por las escaleras. La luz del edificio se ha ido, así que el ascensor no funciona. La calle esta vacía, llueve de forma extrema. Me siento en un banco cercano a mi piso, bajo un árbol enorme. Gritó al cielo como un energúmeno, pero no pasa nada. Caen rayos por doquier. Tiemblo. Siento que muero, pero a su vez una extraña adrenalina me llena de valor. Paso la noche entera en ese banco. Me despierto empapado, con un catarro enorme, pero vivo tras la tormenta más violenta que he visto en mi vida. Perplejo, lloro en el banco como un niño.

- Señor, ¿se encuentra bien? – me dice una señora mayor que pasea lentamente con su tacataca. Me mira extrañada al verme con un colador en la cabeza y varias sartenes asomando en mi chaqueta.

- Sí, nunca había estado mejor – digo dando un salto – ¡Estoy vivo!.

Esther.

2/10/12

El erudito de lasnubes (Róisín)

Ahora lo entiendo, soy una nutria, una nutria joven, sin río, sin familia. Corro por pánico, por algo que viene detrás, que me persigue, una certeza, una sombra, un enemigo. Mis patitas están secas, yo herido, el mundo no sería tan seco si yo tuviera mi propio río. Y soy tan vulnerable en tierra pero me la han robado, me han robado el agua como ese demonio de aliento negro se traga el calor del sol, escupiendo estrellas, así, poco a poco, gota a gota me desangro. Un velo rojo, deshilachado por la humedad, me moja los ojos de incertidumbre. ¿Adónde voy? Siento que cada paso decide mi camino sin mi permiso, alejándome de otros caminos que en la nada abstracta de mi imaginación podrían ser mejores. Sacudo la cabeza y asciendo, tenaz, extraviado. Mi río me espera, grande anhelo me devora. El contorno de una figura se dibuja en mi horizonte, al borde del precipicio. ¿Se burla de la altura de las nubes? No se reiría tanto si supiera lo que la luna y yo tenemos entre manos. Sé que debo acercarme a ella, si es un fantasma desaparecerá cuando lo haga. Me detengo cerca, asustado. ¡No desaparece! Nada es más real que ella. Me da la espalda, está sentado, tranquilo, observa el paisaje a sus pies como si lo enviara el cielo o fuese el dueño del látigo del tiempo. Es un felino amarillo, magnífico, peligroso. Apago mis latidos pero es tarde, me ha oído, me huele, se gira para ver qué soy, quién perturba el ronroneo de su dicha. Me sonríe. La muerte me sonríe. ¡Conozco esa sonrisa mejor que mi propia alma! Tantos años escondido bajo el agua para que ahora, con los ojos enamorados de la muerte fijos en su rostro, ansíe beberme una última vez esa sonrisa y morirme en el abrazo de este felino amarillo crepitando feliz como el fuego, sollozo de deseo, este felino criminal que no es nada mío, nada mío.
Ahora lo recuerdo: he muerto, y el sueño de la joven nutria extraviada fue el último sueño que soñé en vida. ¿Por qué sigo soñándolo? Ahí está ella; todavía dándome la espalda. Sigue desnuda. No puede ni mirarme. ¿Por qué yo puedo mirarla a través de mis párpados de muerto? ¿Qué le ha hecho a la médula de mi espíritu, esa pócima, que me ha convertido en una voz presa de un cadáver? ¡Magia negra! Grito, grito angustiado, le pido ayuda. Ella se estremece pero no se gira, ni se mueve. Me pregunto si ha oído mi bramido o si sólo está fingiendo, por atormentarme. Y entonces se araña la cara y los ojos y grita, aúlla al cielo acorralada como un animal salvaje y me pide ayuda a mí, ¡a mí, que soy el muerto! Tiemblo estremecido por la culpa, pero no la ayudaría aunque pudiese.
Abro los ojos con el corazón latiéndome en los oídos. He vuelto a quedarme dormido, suspiro cansado. Me desperezo crujiendo como una hoja marchita. Termino de recortarme la barba y me levanto con dificultad apoyándome en el árbol amigo; cojo mi bastón tosiendo roncamente; cada vez me duelen más los pulmones al respirar. Una brisa helada hija de la nieve de las montañas juega a endurecer la superficie del lago, patinando sobre él, allá abajo, en el llano. Huele a hielo, a invierno recién nacido. Un invierno, aspiro profundamente, cuyo final esmeralda no veré. Demasiado débil, demasiado cansado. Lo sé, nunca lo había visto tan claro; partiré pronto... La muerte se me ha instalado en los talones y no se irá hasta hacerme caer. Pero ya no siento miedo. Con paso lento, siempre ayudado del bastón, me acerco a las sagradas aguas del río para lavarme la cara y despertar del todo. Me agacho haciendo una mueca de dolor, arremango mi hábito y pongo la palma en el agua. Me doy cuenta de que es una caricia, de que me estoy despidiendo de él. El río lo sabe y mi corazón sangra por ello. Me tranquiliza; me promete un regalo; me anima a pedírselo. No hay nada que quiera para mí. ¿Un don para Malachy, tal vez? Él no cree en ti. Mi poder lo penetra todo. Dudo. A menos que... A menos que sí haya algo para ti. Silencio, el agua corre. No, jamás he deseado nada con más vergüenza, jamás mancillaría el aire que mi hijo respira confesando esa vergüenza en voz alta. Me basta el susurro de tu deseo, me dice el susurro del agua. La vejez está siendo caprichosa con mi memoria, con mis recuerdos, me excuso. El río me sonríe comprensivo. He sido fuerte por Malachy, no por vengar la muerte de mi hija con mi ausencia. El río asiente. Reconocer el deseo significa reconocerme derrotado ante la muerte. Esto no es una batalla, apunta el río sorprendido, ronroneando juguetón. Amparado por la certeza de que es un irrealizable capricho de moribundo, las lágrimas se me caen de rodillas y me digo que sí, que ahora cambiaría el alma por volver a mirarme en los ojos garzos de esa criminal. Hundo las manos en el agua y me la echo en la cara con gesto brusco, podrido de vergüenza, airado conmigo mismo y con el joven loco que la amó. El río no me juzga, pero no añade nada más; me clava su mirada clara con una fijeza extraña, con una intensidad que no comprendo. Doy un respingo inocente como cogido en medio de una travesura. ¡Malachy estará a punto de llegar! Me pongo en pie y emprendo el camino de vuelta; me he retrasado, no quiero asustarlo. Se pone furioso cuando vengo solo hasta aquí; últimamente me trata como si el niño fuese yo. Veo el terror en sus ojos, me observa cuando cree que no le veo: él también lo sabe, pero no asume. Camino tan rápido como me lo permiten mis viejas piernas, lenta, prudentemente. La noche ha empezado a devorar el calor del sol y mis huesos ya se quejan de frío cuando vislumbro entre los árboles la humilde copa de mi cabaña. Enfilo la última bajada. La luz de una hoguera me hace saber que Malachy espera allí. Cuando me acerco lo suficiente, me doy cuenta de que no está solo. Un monje de hábito amarillo lo acompaña. No me extraño; muchos peregrinos nos visitan. Malachy se levanta de un salto en cuanto me distingue entre la penumbra de los árboles y se adelanta unos pasos, aunque pronto se detiene; el otro se alza majestuosamente y se da la vuelta bajándose la pesada capucha amarilla. Pero aún no me fijo en él. Miro a Malachy que corre hacia mí sonriendo aliviado, nervioso, hablándome atolondradamente de este nocturno visitante como si él fuese el causante de su presencia y tuviera que dar razón de ella. Sonrío pacíficamente a esa impulsiva impaciencia de veinte años que le brilla en los ojos. A mi ritmo, nos acercamos al fuego. Advierto que el hermano peregrino me observa con una expectación poco corriente. Los rayos moribundos del sol le dan en la cara, no a él, a ella, a la peregrina, y entonces la miro y la veo, y me ve, y solloza mi nombre, el nombre del renegado. Cae de rodillas como destrozada por un rayo. Llevo cuarenta años buscándote, maldice, da gracias. Impresionado, Malachy me mira en busca de una explicación, de una reacción siquiera, pero yo tengo congelados sangre y corazón. Siento como si la tierra se quebrase bajo mis pies. El muchacho sonríe con apuro como excusando mi descortesía, parece decidir que mi sorpresa se debe sólo al fervoroso recibimiento de ella, que ella está equivocando el objeto de sus devociones, dice, y se apresura a ofrecerle su ayuda para levantarse, pero ella ha echado raíces y no se da cuenta, sólo tiene ojos para mí. ¿Qué es esta aberración?, estallo después de lo que se me antoja un tiempo eterno, convencido de que estoy soñando, dando un paso y cubriéndole la mejilla con la palma, sin inclinarme, y ella aferra mi mano con las suyas. Escruto su rostro con una ansiedad inmensa. Ella me sonríe con los ojos, es un regalo para los míos. Es... imposible, susurro admirado, paralizado por el terror. Un sudor helado me emponzoña el alma. No ha envejecido ni un año desde la última vez que la vi. Soy vagamente consciente de la presencia inoportuna de Malachy, de su perplejidad, de su disgusto. Ella le echa una mirada fugaz antes de volver a la mía, y entendemos que a los dos nos sobra su presencia. Mi mano arde sobre su cara, entre sus dedos; retiro este sospechoso contacto, agarro a Malachy por un hombro y lo aparto bruscamente de la luz de la hoguera para hablarle a solas, aún sin saber qué decir. Ella no nos sigue, se levanta y aguarda de pie. Cada pocos segundos me aseguro de un vistazo de que sigue ahí, debo vigilar por si de repente la noche de mi sueño se la traga. Pongo dos zarpas sobre los hombros de Malachy.
—¿Sabes quién es esta humilde violeta?—, inquiero con la voz ronca, sólo para saber qué sabe. El niño no tiene por qué entender que con eso la estoy llamando farsante. Cantará, nunca ha sabido guardar un secreto.
—Volvía del poblado cuando la encontré, cerca de las cuevas, estaba al borde del precipicio. ¡Pensé que iba a tirarse! El hábito amarillo me confundió, creí que era uno de los hermanos y me acerqué llamándolo, corriendo porque pensaba que corría para salvarle la vida. Pero se giró y vi que no tenía intención de tirarse y que era una chica y que era joven y la vergüenza se me atascó en la garganta. No sé cómo tratarlas y estoy seguro de que enrojecí. Y me quedé mudo, porque se parece mucho a una muchacha manchada de sangre con la que sueño a menudo y que dice ser mi hermana, el parecido es asombroso, pero no, no es ella; padre, estás pálido, te sientes..., sigo, sigo; bien, de todas formas no tengo hermanas. Mi propio estupor hizo que tardara en reparar en su expresión. Me contemplaba con perfecta estupefacción, sonriendo embelesada como si nunca hubiese visto nada tan hermoso, y esa sensación me abrumó enormemente y bajé mi mirada ante la suya. El fuego de sus ojos me hacía desconfiar, pero aún quería preguntarle si estaba perdida y ofrecerle mi ayuda. Antes de que la timidez me permitiera articular palabra, sin embargo, ella me preguntó si el que estaba perdido era yo, y no pude evitar indignarme. Perdido yo, exclamé, que conozco esta tierra mejor que mi propia alma. Luego la interrogué y así supe que nos buscaba, de modo que la guié hasta aquí.
—¿Qué te dijo?
—Sólo que es extranjera, que se llama Sbornia (no la creí, no me gustó su sonrisa entonces) y que iba buscando al hombre conocido como Badhal ko buddhi; que sabía que vivía cerca de donde estábamos porque se lo había dicho la gente del valle, que le habían aconsejado seguir el río, hacia arriba, para llegar al lugar que ellos conocían cariñosamente como Bahdalharu, 'Las nubes' en nativo, por la altura, pero que no tenía nombre, y que era ahí donde vivía el sabio que buscaba, con su joven discípulo. ¡Ése soy yo! ¿Quién es y de qué tiempo la conoces? ¿Y cómo te ha llamado? Utilizó un nombre extraño. ¿No se equivoca?
—Es la hija de mi hermana—contesto automáticamente—. Algo le ha ocurrido está muy enferma y por eso me envía a su hija, para informarme.
Malachy estudia mi expresión, dudando; le aguanto la mirada. Quisiera vaciarme los ojos.
—¿Y cuál es su nombre?
—Te ha dicho la verdad.
—Oh...
—Pero me pregunto cómo, cómo ha podido llegar hasta aquí... Mi hermana vive lejos en...
Antes de que pueda reaccionar en contra, mi hijo se ha encogido de hombros y ha echado a andar hacia ella, como si hubiese encontrado alguna prueba de culpabilidad con que enfrentarla. Ruido de abejas y truenos de alarma ensordecen mi voz interior. Me arrastro detrás de Malachy, y cuando llego al fuego él ya ha desenvainado dos preguntas y mi diligente sobrina me mira explicando escuetamente que cierto día escuchó hablar de un viejo extranjero que se creía amigo de los ríos y que supo al instante que ese célebre loco tenía que ser yo; que desde entonces busca en la dirección apropiada.
Su impertinente comentario, y la sonrisa descarada que lo acompaña, y sobre todo el evidente agrado con el que Malachy ha acogido su tan graciosa intervención, dando a entender que está de acuerdo en que la voz de los ríos son una de mis muchas fantasías, todo es un inmenso agravio para mí. Ellos se miran desde ahora con mucha simpatía y luego se giran hacia mí y me sonríen con la misma sonrisa. Furioso, mi mirada se bate en retirada como si hubiese recibido una bofetada. Me tiembla la voz cuando exclamo:
—Ahora baja a tu cabaña y déjame a solas con ella, Malachy, mi hermana se muere y su hija debe contarme todo.
El joven me observa ansioso, se huele algo extraño; luego obedece a contracorriente. Se inclina levemente ante ella y se retira echando miradas curiosas por encima del hombro, pero creo que puedo confiar en que no nos espiará. Respeta incluso mis excentricidades, y esto le ha parecido serio. Me doy la vuelta y entro en mi propia cabaña seguido de ella. Dentro, la encaro cargado de ira e interrogantes. Me aparto acusando repulsión cuando alza una mano hacia mí. No seas cruel, ronronea herida, deja que te hable. Por favor. Derrotado e incapaz de articular sonido, me limito a admirar estúpidamente el prodigio de su rostro. Tras una larga mirada de tanteo me pone la mano en la frente como midiendo mi fiebre y la desliza por mi cara como si fuese ciega y necesitase las manos para verme; yo me estremezco bajo su contacto, indefenso como un niño tímido. No me cuesta reconocer ante mí mismo que, por primera vez, mi vejez realmente me avergüenza y me descubro sintiendo verdadero horror ante la idea de que me vea desnudo. Su juventud y belleza sobrenaturales pesan sobre mi alma como si fuese el culpable de la primera y el obtuso servidor de la segunda. Lágrimas de un orgullo que creía muerto se me agolpan en los ojos, las recoge con los dedos y una media sonrisa de placer asoma a sus labios calientes; murmuro que no, pero me besa y beso el cielo. Encuentra las mías con su mano libre y susurra con una nota de pánico en la voz que estoy helado. Alzo una ceja ante su sorpresa (hace frío). Rebusca entre su hábito, saca un frasquito de cristal, se hace con uno de mis cuencos y vierte en él una especie de infusión; no puede estar caliente viniendo del frasco, pero ella pasa con naturalidad la mano por encima y un vapor cálido se eleva desde el fondo al instante. Me lo tiende. Dudo. Sonríe amargamente y me dice que muerto no le sirvo de nada. Vivo tampoco, pienso y hago buena cuenta de su poción. ¿Qué podría perder? Su calor me reconforta. Supongo que no le has dicho nada al chico, No sabría cómo decirle que su madre es un demonio. Baja al suelo una mirada dolida a pesar de que mi voz ya no suena con el antiguo trueno del rencor; cuando la alza hacia mí un dolor grande como el mar le preña los ojos de rocío. Se me antoja una fiera amansada por la música apropiada. Odio verte besar con deleite a un viejo, exploto para mi propio asombro con un fervor quizás desproporcionado. De repente me siento impetuoso como un adolescente. Me dedica una débil sonrisa de cansancio, desagradablemente sorprendida. Para mí siempre tendrás veinticinco, dice repitiendo aquellas palabras de mi amigo, y saca un pedazo de espejo roto salido de algún pozo y lo pone ante mi cara. Busco la mirada sarcástica de ese anciano gastado que está encerrado dentro de todo espejo al que me enfrento, pero encuentro a un joven desconocido que me mira desde el fondo de mi reflejo con los ojos más azules del mundo plagados de un horror negro y profundo como sima de infierno. Aparto esa tramposa imagen de un manotazo y la magia de cristal se quiebra contra el suelo. Aterrado también por mi propia fascinación ante sus artes oscuras, clavo en ella una mirada llena de espanto que obtiene como respuesta un abrazo repentino que sólo podía desarmarme por completo; me abraza con angustia y correspondo como si en ello se me fuese la vida y en cierto modo así es, pienso, porque al amanecer ya estaré muerto. Por debajo de las alturas de mi gloria, acaricio la sensación desconcertante de este reencuentro tan absurdo que me ha conseguido el río, en un momento tan estéril, tan definitivo, cuando mi vida por fin se agota gota a gota como un malhumorado reloj de arena, y mientras la suya es aún joven, terca, antinatural, algo que nunca llegué siquiera a concebir como posible a pesar de todos sus lógicos desvaríos, cuando la muerte de Saibh, siempre llorando sobre mis hombros, llora con más ahínco porque mi muerte enterrará el crimen sin haber hallado un castigo digno de su infamia, pensamiento último y atroz, el de Saibh, ante el que cierro los ojos con fuerza y como para compensarla por su llanto me esfuerzo desesperadamente por no lamentar que la luz del sol vaya a despertar a mi bello demonio junto a un cadáver de corazón helado, y por asumir sin pena que los ojos nublados de Malachy deban descubrir este escándalo sobre mi lecho, el abrazo marchito entre una anciana muerta y un muchacho dormido.

1/10/12

Erudito de las nubes (Esther)



- ¿Desde cuando trabajas aquí? -le pregunta dándole un sorbo a su martini. 

- Dos años. Justo hoy hacen dos años - le dice con media sonrisa mientas seca las copas y las coloca en la estantería tras su espalda.

- Vaya... pues no te había visto nunca - brama perplejo mientras enarca una ceja- Y eso que vengo casi todos los días - se troncha estridentemente. Tiene una risa de villano de película de serie Z. Lleva una camisa color salmón y unos pantalones de vestir negros, con ralla plisada por encima de la pantorrilla. Le recuerda a su abuelo. Solo le falta una espesa barba negra canosa y clavadito.

- Soy discreto. Mucha gente no se da cuenta de cuando aparezco y cuando me voy. A veces es un problema con los jefes - ríe educadamente - pero un placer para nuestros clientes. Ya me entiendes - dice señalando discretamente con la bayeta al grupo de swingers de la sala. 

El local esta dividido en salas. Cada habitación esta equipada con camas y/o sofás y condones de todo tipo. Otras salas, más caras, ofrecen disfraces, complementos, vibradores y dildos de la mejor calidad alemana, máscaras, fustas, cámaras de video, etc. Incluso a veces les sorprenden a los usuarios/as con un obsequio de la casa: champagne y fresas con nata y chocolate negro. La mayoría de las salas son cerradas, pero la gente comienza a montarse la fiesta en la zona del bar. Todo esta permitido.

Desde la barra Héctor puede ver como una mujer esta siendo doblemente penetrada. La chica esta cabalgando sobre uno, de espaldas a él. Lleva un vestido muy ceñido, remangado hasta el ombligo. Tiene los pechos fuera. A su vez hay un hombre frente a ella, agarrándole la cabeza con fuerza mientras ella le realiza una felación.

- Sabes... ¡esto se merece una celebración! - exclama. 

- ¿El que?.

- ¡Oh Dios!. Que modesto eres. Tú - le señala con el dedo índice. Tiene las uñas largas y muy limpias. Parece que se ha hecho hace poco la manicura - chaval, eres el mejor tipo haciendo cócteles en toda esta jodida ciudad. Ya llevo cuatro y me siento como una estrella. ¿Entiendes?. ¡El mejor! - dice. Seguidamente le entra hipo y sale corriendo hacía el baño. Quizás a vomitar la borrachera que ya no le deja ni mantenerse en pie. Se mueve como una abeja zumbona en busca de deliciosa miel.

Héctor sigue en la barra. Sumido en sus pensamientos, atendiendo como un robot más que mecanizado, dándole a la gente lo que pide: alcohol, el lubricante ideal para estos vitales e interminables intercambios de parejas. Héctor se ha vuelto un escéptico. Ya no cree en la diversión, y menos en el amor. Todo apesta. Todo aquí le apesta sobremanera.

El señor del martini sale del baño agitado y vuelve a la barra. Le cuesta unos cuantos minutos sentarse en el taburete (el cual él ve como el pico de una montaña. Inalcanzable, arduo y peligroso. Pero se siente vivo e imparable después de esos dulces tiritos de blanca nieve que se ha hecho en el baño) y un par de segundos en volver abrir ese meadero que tiene por boca.
- Tío... se que te acabo de conocer pero... - traga saliva y se seca el sudor de la frente con la palma de la mano. Su sudor huele a ron - ya te siento como a un verdadero amigo. Más que eso, ¡eres como un hermano para mí!.

- Claro - le dice Héctor limpiando la barra y anotando los próximos pedidos. Marchando seis quintos de cerveza, dos jarras de sangría, dos Bloodie Mary's, una Caipirinha, una botella de sidra y otra de cava seco.

- Chico... escucha lo que mis sabios labios dicen - se levanta de un salto y comienza a cantar – “I can be Mr. president, you can be Mrs. president wauhhhh” - canta como un loco y simula tocar una guitarra invisible. 

Héctor se queda callado. No es nada extraño lo que esta viendo. Cada noche algún capullo se comporta de esa forma, pero mientras no moleste a los que están de sobeteo o folleteo, no importa. A la gente le gusta mirar esta mierda. 

El hombre baila frenético, incluso se podría decir que de una forma peculiar y obscena. Esta sumido en un trance de alcohol y drogas. Baila en círculos. Parece conectar con alguna fuerza mística y de repente choca con un par de parejas que se están besando y cae sobre una mesa de cristal. La mesa se hace añicos, pero el hombre no tiene ni un rasguño. Entonces vomita a los que tiene cerca. Los de seguridad corren hacía la escena. Dos enormes armarios vestidos con ceñidas ropas negras se abalanzan sobre él y el hombre dice < Tú – señalando a una chica que se esta quitando el vomito de las piernas con repugnancia – me das asco. Todas aquí me dais asco. ¡Jenna! ¿por que lo hiciste? > dice rompiendo a llorar y pataleando como un niño pequeño. Los guardias lo cogen del cuello de la camisa y lo arrastran por el suelo. Parece un perro moribundo. La dueña del local sale rápida e invita a todos/as a tragos gratis y llama a las gogos para que calienten al público.

Héctor sale al cabo de media hora, cuando ha terminado de repartir toda la ronda de alcohol gratis.

Al salir a la calle, cercana ya a la madrugada, los primeros rayos de sol rompen las nubes y Héctor se enciende un cigarro de camino a casa. Camina pensando en lo ocurrido en el local. ¿A que vendrían esos gritos por parte de ese señor? piensa. Entonces siente una fría mano en su nuca, con aroma a ron, y grita asustado.

- Perdona amigo, no quería molestarte – dice el hombre del local – Te he visto salir del local y he pensado que me gustaría hablar con un amigo. Siento que hemos conectado y me gustaría charlar. ¿Te importa si me uno? – le dice señalándole el paquete de tabaco. Héctor le pasa un cigarro y el mechero. Este lo enciende tranquilo y se lo pasa. Ya no le recuerda para nada a su pacífico abuelo.

Ambos se quedan callados durante un rato. Fuman. Respiran. Poco más. Transcurren unos minutos, aunque extraños, de tranquilidad y con cierta calidez. Héctor se sienta en un banco. El hombre se sienta a su lado, guardando unos pocos centímetros de separación. No se miran de frente, están sentados hacia la carretera, viendo como el tráfico comienza a bullir.

- ¿Ves esa nube? – le dice el hombre a Héctor señalando el cielo. Héctor asiente con la cabeza con poco interés – ¿Qué tipo de nube dirías que es? – le pregunta con una amplía sonrisa.

- Pues no se… parece un gusano.

- No, no me refiero a esa sandez de juego de niños – le dice molesto - Las nubes se clasifican según un sistema internacional creado a comienzos del siglo XIX por Luke Howard, un químico inglés que las dividió en cuatro grandes categorías. La primera son los cirros, que son como penachos elevados con forma de escoba y están compuestos por cristales de hielo, la segunda son los estratos y son extensas capas nubosas que traen lluvia continua, la tercera los nimbos y son las nubes capaces de formar precipitaciones y la última son los cúmulos, que son esas nubes hinchadas con base plana que suelen cruzar el cielo de verano. Y esa que tenemos sobre nuestras cabezas es un nimbo, así que en un rato lloverá.

- Vaya… no me esperaba semejante sermón. ¿Qué eres un erudito de nubes o algo así?.

- Soy meteorólogo.

- Eso ya tiene más sentido – ríe.

- Mi mujer se ha marchado de casa… me ha dejado… ¡me ha dejado por otra! – le dice cambiando de tema por completo. Héctor se queda perplejo. No sabe que decir, pero no es momento para silencios. Resultaría aún más incómodo.

- Vaya… lo siento mucho.

- Me dijo que siempre he atendido más a mi carrera profesional que a ella. Quería que tuviéramos un bebé. Pero este no era el momento. Yo estoy trabajando duro para conseguir un ascenso y no puedo pensar en críos llorando día y noche. ¡No!.

- Entiendo, entiendo – dice Héctor sin saber muy bien donde se ha metido.

- ¿Como pretende tener un bebé con otra mujer?. ¡Con ella tampoco lo tendrá! – dice gritando - ¿Adoptarán?. Espero que no les dejen, ese no es un hogar estable para cuidar a un bebé. ¡Imagìnate si fuera niño!. Sarasa perdido.

- Pero… ¿ahora duda de su sexualidad? – le pregunta Héctor incrédulo.

- Se ve que sí… o yo que sé. No tiene ni pies ni cabeza. Se ha marchado con Amanda, mi asistente en el trabajo. ¿Y sabes que es lo gracioso? – le pregunta. Héctor levanta lo hombros en señal de negación – que yo intenté tirarme a Amanda y ella me rechazó. Y de repente Jenna, esa es mi mujer, bueno, exmujer… bueno, que ella y Amanda se hicieron muy amigas. Yo tenía miedo a que esta le contara algo a mi mujer, pero parecía que se llevaban la mar de bien, que si cenas, spa, cine, ópera… incluso un viaje a Grecia se hicieron juntas. Yo estaba contento, Jenna tenia una amiga, se olvidaba de bebés por el momento y yo podía seguir centrado con el trabajo… sin problemas… y va, y un día en casa, con Amanda, ¡como no!, para cenar… se me presentan juntas y me escupen la noticia a la cara, junto a una sosa ensalada… Va y me dicen que estan enamoradas. Y Jenna lo sentía mucho y Amanda no quería interponerse en nuestro matrimonio… bla bla bla… ¿Cómo es posible?, ¿por qué?. Llevábamos doce años juntos y jamás pensé que le pudieran gustar las mujeres. ¿Cómo pude estar tan ciego? – dice con lágrimas en los ojos.

Héctor le tiende la mano para que se tranquilice y él se lanza en sus brazos. Llora sin parar. Entonces le intenta besar. Héctor lo aparta con delicadeza pero con precisión. El hombre se cubre la cara con vergüenza.

- No se que me ha pasado. Lo siento. Yo no soy así. Lo juro – le dice levantándose del banco – Gracias por escucharme.

Héctor ve como se marcha. Y él se queda sentado un momento. Sigue aturdido por lo que ha pasado hace unos minutos atrás. Unas finas gotas comienzan a mojar su cara. Levanta la mirada al cielo y ve como esa nube espesa y oscura de la que hablaban rompe a llorar.

Esther

El erudito de las nubes (Blanca)

Enrique iba a cumplir veinte años en pocos meses. Debía de hacer como todos sus compañeros, bueno, como todo mozo español que ni estuvera loco o incapazitado para hacerlo, el servicio militar, pues era obligatorio.

Este joven pueblerino conquense, era muy popular entre los quintos de su su pueblo: Casillas de Ranera. Era hijo único (cosa impropia en aquella época y más en los pueblos) y sus padres lo querían como a nada en el mundo... hasta se podría dedir que lo mimaron en exceso. Los dos, eran preofesores, por lo que a Enrique nunca le faltó de nada (y más siendo hijo único). Nunca fue muy bueno en los estudios (lo que entristeció a sus padres); él decidió ser carpintero, como su abuelo, al que amaba como si fuera su verdadero padre y cuando faltó, hará como unos cinco años, decidió que sería como él, desde siempre fue su ejemplo.

Las relaciones con los demás chicos y chicas de su edad fueron buenas, hay que decirlo, y a estas alturas(cuando todos los de su quinta habían cumplido o iban a cumplir los veinte) era muy popular, el Enrique, o... más bien conocido como “Chula”. 
 
Era un trabajador nato, se lo tomaba muy en serio; la verdad es que no trabajaba en el pueblo, sino en una aldea vecina, donde conocía a un amigo el cual tenía un taller.
Así que vida muy normal, por lo que se ve... tapoco aspiraba a irse a la ciudad, donde sabía que tendría más posibilidades y algunos conocidos amigos se habían marchado ya hacía años, al fin y al cabo cada uno hace su vida, es una verad universalmente reconocida.

Cada tarde-noche, aunque fueran diez minutos, se reunían en el único bar del pueblo, entre ellos se hacían unas risas, jugaban a alguna partida de cartas o dominó...

Y una tarde, entre cervezas, con la canción de fondo de moda entre la juventud que versaba “no controles mi forma de vestir...” y cartas de baraja española, surgió el tema. El tema en cuestión era: “ ¿Cómo coño hacer para de un modo u otro no entrar en el servicio militar como hacian todos los pringados del país” Ojalá cambien pronto la ley, porque la juventud española está muy harta.

Al menos, es lo que pensaban los jóvenes pueblerinos de aquel pequeño y recóndito pueblo, bueno... una parte, todo hay que decirlo. También los había que si querían ir a “la mili”, pues según ellos, era obligación de todo ciudadano español que se preciara. “¿no hacer el servicio militar?”, coño, eso era cosa de maricas...
Enrique, Lucas y Pablo, los tres amigos de siempre los cuales se juntaban cada tarde- noche, comentaban:
  • Bueno, entonces el plan ¿cuál es si se puede saber?
  • Hacernos los locos, ya te lo hemos explicado como doscientas veces.
  • Ya tío, pero esque no le veo a eso no pies ni cabeza... ¿Por qué no finjimos que somos gays y que vivimos los tres un triángulo amoroso desde nacimiento?
  • Mira, déjalo. Eso ni de coña ¿me oyes? Yo no quiero hacer la mili porque sea un maricón, sino porque no veo bien tener que hacerla, debería ser una opción, no una obligación ¿sabes? Pues eso...
  • Hombre, lo de hacernos los locos, yo lo veo, no sé vosotros; pero he de reconocer que si nos hacemos los locos los tres a la vez, cantará un poco ¿no?
  • Sí, lo veo, pero si uno hace de loco, ¿los demás que finjimos? Esque esa es la cuestión ¿sabes? Que tampoco hay muchas más alternativas viables....
  • Bueno, pues no se hable, más, los tres finjimos locura, demencia, como el tio Tomás el de las cabras cuando le dicen que debe dinero.
    Los tres jóvenes rieron al unísono carcajadas llenas de vitalidad.
  • A ver si va a ser verdad que estás loco, “erudito de las nubes”.
  • Eso, eso.
    Silencio. Los tres amigos se miran las caras, cogen sus respectivas cervezas para absorver de la botella aquel líquido aún frío y refrescante. Es otoño, pero no dicen que no a una cerveza bien fría.
  • Pero Enrique, vamos a ver, dejémonos de bromas...¿ tú de verdad te lo crees?
  • ¿Acaso crees que voy en broma?, por intentarlo no va a pasar nada. Oye, que si no quereis hacerlos los locos, haceros pasar por maricones y ya está, eh? A mi me da completamente lo mismo.
  • Te deberíamos de cambiar el apodo de Chula por “Erudito de las nubes”.
  • De tan poético que pareces, me antojas maricón de verdad...
  • ¡Eh! Gilipollas! Eso nunca.
  • ¿Y por qué erudito de las nubes?
  • Pues simple, siempre estás pensando cómo escapar a lo que no te gusta, a lo que es obligatorio y no lo aceptas sin más, como la gran mayoría. Erudito de as nubes porque pareces un poco loco a veces, y yo creo que si llevas a cabo tu plan, se lo creerán de veras, porque en el fondo a veces te crees loco.
  • ¿Sí? ¿Esa es tu opinión?
    Enrique se rió de buena gana.
  • Mira tío, puede que a veces se me vaya la olla y os proponga excentridades, pero te digo que no hay que conformarse con lo que a uno le dan y más si no le gusta. Por ejemplo lo del servicio militar, ¿hasta cuando? Yo creo que algún día no estará, seguro que mis hijos no tendrán que hacer obligadmente algo impuesto y será algo voluntario, como debía de ser. Y por cierto, yo pensaba que pensabais lo mismo que yo, pero ya veo que me habeis seguido el rollo todo el rato para nada.
  • Erudito de las nubes, venga, no te piques...
    Sus dos amigos se rieron al unísimo, mientras Enrique muy seriamente, pensaba (solo para joderlos) que llevaría a cabo su plan, que saldría vencedor y que se libraría de la mili; no como ellos.
  • Bah....