26/11/12

La Ciudad de los Sueños Perdidos (Esther)

      - Usted es nueva por aquí, ¿verdad? - pregunta un susurro tímido tras un seto frondoso. Olga no es capaz de ver quien le esta hablando. El seto se agita confuso, tal vez dubitativo, pero no aparece nadie tras el. 


- Sí, ¿quien me habla?. ¡¿Sabría decirme donde estoy?! - dice realmente asustada e impaciente. Olga se ha despertado de repente sin recordar nada. No es eso tampoco, es como si al parpadear se hubiera trasladado a otro lugar, a un lugar totalmente desconocido. Todo ha sucedido demasiado rápido, en un abrir y cerrar de ojos. Un simple pestañeo y otra realidad.

De detrás del seto aparece una gran sombra oscura que se posa sobre la cabeza de Olga, asciende hacía ella como una nube de polvo arrastrada por el viento. Olga ve como de la sombra emergen unos largos brazos que parecen querer agarrarla y un bufido fuerte la empuja contra un árbol. Esconde un grito perturbador en su caja torácica y se desmaya. Completamente pálida cae al suelo, yace y parece que fenece en ese mismo instante. De nuevo, un guiño se apodera de sus ojos, una tensión que hace que ellos bailen en sus cuencas al ritmo de la suave brisa que mece las hojas de los árboles. Ahora es otra voz la que le habla, esta vez con calma, sin modestia alguna. Tiene sobre ella a un joven muy atractivo, con el torso completamente desnudo y mojado, el cual esta agachado de tal forma que su largo pelo ceniza roza la nariz de Olga. Ella estornuda y azorada se mueve con pavor y bochorno. Se ruboriza molesta. Lo mira de arriba abajo y es entonces cuando ve sus piernas, las cuales no son piernas tal cual las comprendemos, si no las largas, blancas y escuálidas, patas de un caballo. Otro grito se apodera de su cuerpo, pero este no se esconde agazapado en su pecho, si no que sale tan agudo que los pájaros salen de sus escondrijos y vuelan alto, temerosos, y ese joven, mitad hombre mitad caballo, relincha confuso, pues no entiende a que viene tanto escándalo.

- ¿Pero tú que eres? - dice Olga, aún exhausta de su alarido, señalándolo incrédula.

- Un centauro. ¿Que otra cosa podría ser? - dice el joven con una sonrisa bella, tan linda que Olga ya olvida por que gritaba - Me llamo Marc, ¿y tú eres? - dice acercándole la mano para que ella se incorpore.

- Olga - dice levantándose aún temblorosa - ¿que era esa cosa que se abalanzó a por mí antes?.

- ¡Ah! esa era Dana. No te preocupes, es muy agradable, solo que algo patosa. Seguramente perdió el equilibrio al trepar por uno de los árboles o tropezaría con Seto.

- ¿Dana?, ¿Seto? - pregunta totalmente incrédula - ¡Pero si era una enorme sombra con brazos!. ¡Oh Dios!, pensé que era la muerte. ¿Estoy muerta Marc?.

- No - dice entre risas - ¿cómo vas a estar muerta?.

- ¿Y donde estoy?, ¿que es esto?. ¿Un sueño? - dice Olga en una especie de súplica de la que quiere despertar. Marc le da un golpe en el brazo y esta gime molesta - Vale, no estoy en un sueño.

- No, no estás en un sueño pero si estás en la Ciudad de los Sueños Perdidos. 
- ¿Qué?. Parece el título de alguna película de vodevil - dice ella ingeniosa. 

- No se que es eso del vodevil - dice él confuso - Esta es la ciudad de los deseos olvidados, las metas desistidas, los anhelos desdeñados, las fantasías extraviadas, las ambiciones olvidadas... Aquí acaban llegando aquellas personas, animales, vegetación y seres que habían soñado con conseguir algo pero al final lo habían perdido por completo. Si estás aquí es por eso, por que te embarullaste en el camino de la vida dejando atrás tus verdaderos sueños.

- ¿Y como puedo salir de aquí?. ¡Quiero volver a casa! - dice Olga quejosa.

- Pues encontrando tu sueño perdido.

- ¿Y si no lo logró?, ¿y si no quiero buscarlo?. ¡Yo no me creo estas fantasías! - dice furiosa. Luego ríe, al ver con que esta hablando. Ríe sin poder parar. Carcajadas convulsas agitan todo su cuerpo.

- Pues si no lo buscas y lo encuentras te pasará como a Dana. Te convertirás en una sombra y vagarás por la ciudad durante toda la eternidad, pues en esta ciudad no existe muerte, dado que los sueños son sempiternos - dice Marc. Olga deja de reír ipso facto.

Caminan sin dirección alguna. Olga no sabe que es lo que tiene que buscar, por lo que anda perpleja y desganada. Mientras piensa en tantas cosas que, rabiosas, comienzan una batalla sangrienta en su mente. Una lluvia de hojas secas riega sus hombros y la fragancia del atardecer llena sus fosas nasales, mientras, el sol cálido tuesta sus espaldas.

- ¿Cuanto tiempo llevas aquí Marc? - pregunta Olga poniendo orden en su cabeza.

- No lo sé. El tiempo pasa fugaz en este lugar y uno no es consciente de como pasan los segundos, los minutos, las horas, las semanas, los meses... incluso los años. El tiempo pasa, pasa y pasa. A veces algunos tienen suerte y el tiempo retrocede, otorgándoles unas cuantas horas más antes de convertirse en sombras. 

- ¿Cuantos han conseguido encontrar su sueño perdido?.

- Cientos, miles... pero cada día entran nuevos como tú. Gente demasiado ocupada en sus vidas “reales” que no es capaz de ver más allá de sus propias narices.

- ¡Eh!, eso lo dirás por ti, a mi no me conoces, ¡no sabes como soy! - dice ella incómoda.

- Claro que no, pero lo intuyo. 

- ¡No deberías de juzgar a un libro por la portada!. Antes debes de leerlo para poder enfundarte en una opinión tan seria y segura del mismo. Si no, siempre tus razonamientos serán ambiguos y erróneos.

- ¿De que me suena eso? - dice Marc señalando sus larguísimas patas.

- Sí, vale, tienes razón. Yo también te juzgue sin saber… pero estaba tan asustada. Tenía miedo - dice arrepentida.

- ¿Y que es lo que ha cambiado ahora?.

- No lo sé. Supongo que ya no me da tanto pavor todo.

- Eso esta bien - dice con una delicada sonrisa – Bueno, ya hemos llegado. Esto es Cronos, lugar donde se encuentran los tiempos de cada uno de nosotros. Tenemos que ir a ver que reloj se te ha asignado.

Cronos es un salvaje jardín lleno de relojes de arena de distintos tamaños con arenas de distintos colores. Esta lleno de plantas sin fin e insectos gigantes que vuelan zumbones. Olga abre tanto los ojos, maravillada, que incluso se hace daño. El lugar es hermoso, jamás había visto nada igual. Los relojes de arena, posan majestuosos por cada rincón del paisaje, camuflados entre las plantas, escondidos en el río. Entonces se topan con el reloj de Olga. Es un reloj pequeño, del tamaño de una pluma de paloma, que tiene su nombre grabado con unas letras fuertes rojas y doradas. La arena es completamente negra y cae como si fuera lodo espeso.

- ¿Tú reloj es tan pequeño? – le pregunta perpleja.

- No, el mío es ese de ahí – dice señalando en lo alto de la montaña a un reloj enorme, tan grande como un edificio robusto. Su arena es amarilla, y cae lenta y finamente – Aquí no importa el tamaño del reloj sino el color de la arena.

- ¿Y por qué la mía es negra y la tuya amarilla?.

- La arena de cada uno varía, indicando cuanto tiempo te queda antes de convertirte en una sombra. ¿No entiendo por que la tuya ya es negra?. Eso es que tienes menos tiempo, ¿pero no se por qué?, ¡si acabas de llegar!. Es la primera vez que pasa algo así. El patrón es que la arena debe de pasar por cada uno de los colores del arco iris hasta volverse negra, una vez es negra el tiempo pasa a contrarreloj y debes apurarte, pues si no te mueves rápido te convertirás en una sombra en menos tiempo de que lo que te cuesta pestañear.

- ¡Ahhhh! – grita - ¿debe de haber algún error?. No es justo… ¡acabo de llegar!. Tú mismo lo sabes. ¿A quien se le puede reclamar esto?, ¿con quien podemos hablar?.

- Con nadie.

- ¿Por qué? – dice llorosa - ¿y que hago ahora?. Ni siquiera he tenido tiempo para buscar mi sueño.

- Lo sé Olga. Tú no estás buscando ningún sueño. Tú estás enredada en un sueño. Este no es tu lugar. ¡Tienes que despertar! – dice Marc secándole las lágrimas con las manos.

- ¿Despertar? – dice confusa sollozando.

Entonces cae el último granito de arena del reloj de Olga y el cielo se tiñe de sombras negras, que veloces, se abalanzan sobre ella dejándolo todo oscuro. El sol se apaga, y la noche cubre con su manto una ciudad sin estrellas.

- Despierta Olga, ¡despierta por favor! – dice de nuevo esa voz tierna, cálida y reconfortante que la había despertado por primera vez, cuando cayó desmayada al suelo cuando Dana se lanzó sobre ella – ¿Me oyes Olga?. Tienes que despertar. Por favor, te lo suplico. Despierta. Vuelve conmigo.

Abre los ojos y siente algo nuevo. Ya no nota las hojas secas en sus pies, ni la suave brisa de la ciudad. Siente frío, nauseas. La cabeza le da vueltas. Nota un dolor profundo por todo el cuerpo. No consigue abrir los ojos del todo, ni enfocar la mirada, pero ya esta despierta.

- ¿Dónde estoy ahora?, ¿ya soy una sombra? – pregunta en un susurro que le cuesta la vida.

- ¡Oh! cariño, estás despierta al fin – dice esa voz de nuevo rompiendo a llorar.

Esther

14/11/12

Berenjenas bailarinas y otros sucesos mágicos (Rosa)

El agua se bebe las lágrimas de mi cara y me ahoga o me ahogo en mi lamento que se mezcla con el crepitar de la lluvia. Humpty es mío, mío, mascullo una y otra vez, sin cruzar el puente. Mi vaquita se sienta en el suelo, confundido, refugiándose entre mis piernas. Al verlo tan mojadito y helado las ganas de abrazarlo, dejar plantado a Daniel, subir al primer barco que zarpe del puerto y jamás volver a Irlanda me abruman dolorosamente. Me acuclillo y cojo el morro de Humpty Dumpty para mirarlo a los ojos. Creo que por primera vez en su vida no entiende qué me ocurre. Yo... no he podido decírselo. Eso me hace llorar más fuerte; lloro sin miedo a ser vista porque el río de paraguas que pasa por mi lado no puede oírme llorar. Humpty quiere a Daniel, lo sé, por eso no quiero que lo vea. ¿Qué hago...? No puedo ir. Tengo un fuego horrible en la garganta, un fuego que sangra, si el fuego pudiera sangrar. ¡Naoise, tienes que ir, no puedes dejar esto así... No se lo merece...!, exclama con rencor la parte siniestra de mi alma. Se avergüenza de mí. La hago callar de un bofetón, ella gime. Está de un humor terrible. Cojo a mi vaquita en brazos, lo tapo y lo meto dentro de mi abrigo, me lo pongo cerca del corazón, de manera que desde fuera casi no se le ve, y atravieso el puente hacia el monumento al padre de la patria, que me mira con aprobación. A él ahora también lo odio, que no me mire así, que no se ría. Cuando llego al monumento, me siento en la base y espero. Sin darme mucha cuenta, tarareo aquella vieja canción de mi infancia sobre las desventuras de ese huevo patoso. Humpty Dumpty sat on a wall, Humpty Dumpty had a great fall, lloriqueo. Algunas personas me echan rápidas, ocasionales miradas de sorpresa, porque llueve y me siento en este charco. Pero precisamente: porque llueve y Humpty y yo ya estamos mojados, ¿qué importa sentarse sobre más agua? All the king's horses and all the king's men couldn't put Humpty together again..., lloriqueo. Tengo la luminosa esperanza de que Daniel no haya entendido mi mensaje, de que no aparezca, de que no me encuentre, pero este lugar no tiene pérdida, estoy en el corazón de la ciudad. Vendrá. Nos encontrará. Me quitará a Humpty. Tiemblo aterrada.

Ese día se despertó la mitad siniestra de mi alma y yo me quedé durmiendo. Normalmente nos despertamos juntas y fingimos que somos una, pero aquel día abrí un ojo, y viendo que aún llovía y que mi mitad siniestra caminaba arriba y abajo por la habitación con una desesperación que no me apetecía comprender, me tapé la cabeza con la sábana y fingí dormir, para que no me acusara de cobarde o, peor, de indolente. Pero tuvo la desconsideración de ponerse a hablar en voz alta y ya no pude conciliar el sueño. De repente, todo le parecía mal, todo estaba fuera de su sitio, decía temblorosa, haciéndome responsable de cada maldito detalle de mi existencia. Siempre soñaba que tenía que coger aviones que nunca cogía, soñaba que reprochaba cosas a la materia prima del sueño que eran culpa mía y no suya. Estaba en una casa en la que no quería estar, rodeada de gente que o bien despreciaba o bien me era indiferente, en un país que había terminado por aborrecer, añorando en silencio mi propia tierra y las palabras de mi idioma por un par de padres por cuya causa había terminado en este hoyo. Ni siquiera quería que se me cayera un pelo en este suelo alfombrado de asco. Desde cuándo me parece noble sacrificar las posibilidades de mi ser por cortesía, gritó de pronto la parte siniestra, histérica, dando un puñetazo en la puerta del armario que me alarmó. ¡La insensata iba a despertar a toda la casa! Me levanté de la cama con los ojos incendiados de impaciencia, me vestí, busqué las botas, ordené la habitación, llené una mochila con las pocas cosas que consideraba 'mías', dejé el teléfono en un rincón para que no pudieran localizarme y, por venganza, entré en la biblioteca y enfrenté los tomos, dispuesta a llevarme cualquier cosa que hablara de mí en la medida que fuese. Localicé aquel hermoso ejemplar de Drácula encuadernado en piel y esbocé una maliciosa sonrisa de lujuria. Estaba en checo, poco me importó. Lo metí amordazado en mi mochila para que no se echara a gritar, me planté en la estación de tren y compré un billete para París. Desde París cogería el avión de mis sueños. El siguiente tren salía dentro de media hora. La mitad siniestra de mi alma estaba exultante, sonreía a todos con los que nos cruzábamos como si fuera idiota, se sentó en un banco a mirar el pasar de la gente, se cruzó de piernas muy satisfecha de sí misma y esperó pacientemente la llegada del tren. En cambio, yo estaba preocupada. Me senté a su lado, pero un poco alejada de ella para que no nos relacionaran enseguida. Aún no había decidido si avisar a mis padres o no; en el fondo, me dije, les guardaba algo de rencor, pero la idea de regresar a Irlanda y no hacérselo saber me resultaba extraña, grosera. Mi mitad siniestra se echó a reír sin ningún respeto. Tampoco estaba segura de si me apetecía avisar a Bernard de que iba a Francia. Ya no soñaba con él y regresar a París no era para mí ninguna ceremonia, pero no sabía. Pospuse la decisión hasta más tarde. Los viajes en tren siempre me inspiraban, bostecé. Me sobresalté. Llevaba un año entero durmiendo con una carta suya debajo de la almohada: la había olvidado allí, en la odiosa casa. Dediqué unos perplejos segundos a darme cuenta de hasta qué punto me eran indiferentes las cosas que tenían que ver con él. En realidad, había asistido a los estertores de mi amor como podía haber observado los estertores de Julieta en el escenario, con una compasión irresponsable, atenta, algo distanciada de los hechos. Esta vez, la parte siniestra respetó, callada, mis pensamientos. Mi propia indiferencia me había puesto triste y, aunque si tenía que ser honesta, ella sentía cierto regocijo ante la certeza de la indiferencia, no sonrió abiertamente para no herir mi sensibilidad. Agradecí en silencio su silencio. Me esforcé un poco por resucitar mi cariño por él, pero pronto me distrajo la hermosura de un perro que parecía una vaquita, que llegó corriendo hasta el borde del andén y se sentó mirando a un lado y a otro como si deplorara para sus adentros la puntualidad del tren. La mitad siniestra de mi alma y yo nos miramos y sonreímos. La vaquita parecía más impaciente que nosotras. Era un macho joven y sano y no estaba gordo ni nada, era por los colores que me parecía una pequeña vaca. Pronto llegó su dueño y amigo. No supe decir qué edad tenía; sólo llevaba una mochila y cargaba un cajón lleno de berenjenas. Dejó el cajón en el suelo para descansar los brazos. Disfrutó de un par de minutos de paz. Durante ese soplo de tiempo, se me antojó que tenía los pies en un mundo distinto, en todos los sentidos que pueden exprimirse de la palabra distinto: diferente y más claro que el azul radiante de una mañana de verano. Para disgusto de todos los que creemos que el silencio es oro aunque ni se vea ni se toque, pronto se lanzó contra él una chica llorando con la fuerza de una ola. Era más joven que él (eso seguro) y venía con una vieja furiosa que, pensé, era la madre de ella. Más tarde supe que era la madre de él. Continuaron a voz en cuello una discusión que, obviamente, no consideraban terminada. Yo no lo entendía todo porque discutían en checo. Él parecía abochornado. Replicaba a sus gritos a media voz, como considerando que sus palabras no eran asunto de toda la estación, pero a ellas eso no les parecía importante; la joven lo aferraba del brazo con las dos manos, con una desesperación en los ojos que me conmovió hondamente porque se ahogaba en su propio fuego y nadie la ayudaba; la vieja lo zarandeaba del otro brazo como si ese sencillo método aleccionador ya le hubiera servido antes para 'hacer entrar en razón' a alguien; eso me pareció irritante, la vieja entera me irritaba: me pareció que era una de esas personas que tienen el dedo índice más grande que el corazón. A él parecía darle asco todo esto. Pensé que se dejaba coger y zarandear como precio a no ponerles las manos encima. La chica se colgó de su cuello abrazándolo, violándolo a fuerza de besos en la boca; estaba claro que sufría lo indecible, pero que exhibiera su dolor así sin ningún pudor me pareció de lo más indecente; pensé que quería ser compadecida, y no sabía si me parecía más obsceno compadecerla o no hacerlo; pensé en Nietzsche, en eso de que cierta compasión humilla y nos humilla; torcí la boca y miré hacia otro lado. El tren empezaba a acercarse y todos suspiramos aliviados. Yo me levanté de un salto y me puse al lado de la vaquita, que no se había movido. De repente, la chica se lanzó contra el perro y el animal aulló por el susto y huyó despavorido. Por primera vez, él pareció espantado de veras. Se me pasó por la cabeza que, si ella retenía al perro, él no se iría y que eso lo sabían todos. El perro era el punto débil. Lo sabía el perro y el dueño, la amante y la vieja granuja, que animaba con aspavientos a la otra a cazar al animal, de modo que la chica siguió intentándolo en vano. El espectáculo que ofrecían estaba llegando a la cima del ridículo. La vaquita corrió aterrada hasta el final del andén, la chica desistió y decidió que eso era la guerra y que iba a vaciar su chorro de furia e impotencia en el cajón de las berenjenas. Yo alcé las cejas. Empezó a cogerlas una a una y a reventarlas contra el suelo, a los pies de él y de la vieja gritona, a lanzarlas en la dirección en la que se había ido la vaca, a reventarlas contra la vía del tren. Las verduras alucinadas explotaban como minas en la vía. Un hombre con uniforme de seguridad se acercó al grupo y detuvo la particular danza macabra de la chica. Lo de tirar berenjenas a las vías del tren estaba prohibido, la chica le gritó que no había visto escrito eso en ninguna parte y el de seguridad se unió a la discusión. Me di cuenta de que la vaquita vigilaba la escena acercándose y retrocediendo tímidamente, los ojos del dueño buscaban al perro con profunda ansiedad, pasaron por los míos pero no creo que me viese. Pareció intercambiar una mirada cómplice con su perro y éste entró en el tren de un salto en cuanto las puertas se abrieron. Lo vi suspirar de alivio, me alegré por él, le deseé suerte mentalmente, subí y busqué la parte del tren donde hubiera menos gente. Al asomarme a uno de los vagones vacíos, descubrí a la vaquita sentada en el asiento de la ventanilla, mirando el ajetreo de la estación a través del cristal. Se giró hacia mí y nos miramos un rato; movió la cola y me pareció que sonreía contento, así que decidí quedarme en su vagón. Me senté enfrente. Mi mitad diabólica se sentó a mi lado. Quizá debería llamar a Bernard, aunque sólo sea para hacer un brindis tonto con el pasado. Si me cruzo con su mujer, siempre puede hacerme pasar por una compañera de trabajo. Con respecto a Albert no había nada que plantearse. Pisar París y que él no lo supiera enseguida sería un crimen. Era mi alma gemela. De repente, la vaquita saltó del asiento y voló hacia la puerta. Daniel iba silbando el Himno a la Alegría por el pasillo del tren, la vaquita había entendido la contraseña y había salido a mostrarse. Después de la dramática escenita del andén, mascullé más sorprendida que irritada, la elección de la melodía es un descaro brutal. Esa maldita vaca es demasiado lista, exclamó mi mitad siniestra dándome un codazo, fascinada, ignorando por completo mi comentario. Nos callamos en cuanto entró él. Desde el principio observé sus movimientos sin mucho pudor. Abrazó a la vaca y se sentó en el asiento de la ventanilla. La vaquita no se enfadó y pensé que su intención había sido precisamente guardarle ese sitio. Se liberó de su abrazo y se acurrucó a su lado. Daniel y yo nos miramos directamente y no pude evitar sonreír. Sonreí porque me sobrevino la certeza de que íbamos a acabar en la cama (me pasa pocas veces, pero cuando me pasa no es sin razón). Estoy segura de que malinterpretó mi sonrisa; sin duda dedujo que había sido testigo de sus vergüenzas en el andén y que sonreía por solidaridad. No importa, también sonrió; de pronto se puso a buscar algo "importante" en su mochila, sacó un viejo cepillo de dientes y suspiró aliviado como un niño. Volvió a guardarlo. No era momento para asegurarse de que llevaba el cepillo de dientes encima y el gesto me divirtió. Él parecía cansado pero contento. El flechazo fue inmediato. De repente, la mitad siniestra de mi alma y yo nos encontrábamos hablando con él como si siempre nos hubiera comprendido (supongo que fue en gran parte por la necesidad de una mirada amiga que yo sentía en aquel momento), pero la primera razón era que me encantaba su manera de escuchar. Me parecía que todo le parecía importante y así no había manera de sentirse idiota. Se echaba ligeramente hacia delante, con un codo apoyado en la rodilla y bebiéndose cada detalle con los ojos. En cualquier caso, lo raro era que la mitad siniestra hablara. Cuando estamos solas es de todo menos tímida, pero normalmente es una tumba cuando hay alguien delante, de manera que todas las conversaciones insustanciales que la gente fabrica por 'romper el hielo' me las como yo. En cambio, Daniel le gustaba. A mediodía, mientras yo le hablaba de mi extraña huida, de lo que para mí eran Dublin, París y Praga, ella coqueteaba con él a cada sonrisa (con 'sonrisa' quiero decir 'minuto'). Me enfadé, aunque ahora me temo que no se daba cuenta; yo estaba tratando de hablar de algo que era importante para mi vida y ella estaba calculando dónde podría hacerse. No tenía remedio. Me tranquilizaba que la vaquita la vigilara. Fingía dormir (vaca hipócrita, masculló la siniestra con una sonrisa forzada) pero mantenía un ojo abierto y no se lo quitaba de encima, como si fuera el hermano mayor de Daniel, y eso me dejaba casi a solas con él. Adivinó que era extranjera antes de que mi mal checho me delatara definitivamente y cuando le dije que me llamaba Naoise adivinó el país. Dijo que estuvo allí, no estuvo mal; le había gustado, sonrió, excepto por la cerveza. Ahora tenía una amiga irlandesa. (Más tarde aclaró que con eso se refería a mí y me reí sorprendida). Éramos diferentes en muchos aspectos y teníamos en común algunas cosas, pero la que más me gustaba es que nos habíamos sentido asfixiados en el mismo pliegue del tiempo y habíamos explotado con el mismo sol. Daniel estaba casado con la chica de la estación. Me dijo que esa chica había sido un accidente en su vida y que su madre había sido otro accidente. A él no le incumbía ni el destino de una ni el de la otra. Eran un par de seres un poco mezquinos, un poco ignorantes, que estaban hechos el uno para el otro y les había hecho un favor dejándolas solas. Él era una pesadilla de la que las dos habían estado haciendo esfuerzos por despertarse. Las estaba ayudando porque eran cobardes. Pero no se iba por eso, por ayudarlas. Se iba porque llevaba demasiado tiempo con los cables cruzados, sufriendo cortocircuitos. Porque de repente todo le parecía mal. Él era pintor. Tenía un amigo profesor de pintura que tenía una alumna brillante, se prendó de ella en cuanto la vio y fue a hablarle antes de que su amigo los presentara. Estuvieron toda la noche juntos, bebiendo, hablando, paseando, y acabaron en casa de ella haciendo el amor. Él no le había dicho que estaba casado y la chica no preguntó. Supuso que a ella no le importaba y eso le gustó (era asunto suyo). Por la mañana iban a salir a desayunar algo, él se vistió, ella salió del cuarto, no la vio en un rato, esperó. Pensó que estaría en el baño, pero no; caminó en silencio por toda la casa y entonces lo supo: todo lo había soñado, la noche, la chica, el sexo. Buscó la ropa de ella en el suelo como un imbécil para asegurarse de que no había soñado (como si no pudiera soñarse con ropa en el suelo, se indignó). La ropa seguía en el mismo sitio. Además, era la casa de ella, no podía estar muy lejos. La chica vivía con dos chicos, no sabía qué relación tenía con ellos, podían ser hermanos amigos o amantes, ella sólo dijo "dos chicos". Entonces pensó que estaría en la cama de alguno de ellos y decidió que estaba enfermo y casi se echa a llorar. Al final abrió la puerta de la calle y ahí estaba ella, apoyada en la baranda, delante del ascensor. Sonrió y él sintió un alivio tan inmenso que se sintió inmensamente ridículo. Había salido a llamar al ascensor y una corriente de aire había cerrado la puerta, así que lo estaba esperando ahí. Desayunaron juntos. Se gustaban. Él le dijo que se iba al día siguiente a París y que era para siempre, así que se abrazaron, se besaron y no volvió a verla. Pero después de haber sentido en sus oídos a la alumna brillante derritiéndose de gusto se juró no volver a tocar a su mujer (para no olvidar ese sonido nada debía pasar por encima de él en su memoria y lo presente siempre pasa por encima de lo pasado) y, como ella quería hijos, eso había supuesto un problema. Él no estaba seguro de lo de los hijos, no podían presionarlo en ese sentido. No podían presionarlo para nada. Recibía presiones por todos lados y estaba hasta las pelotas. Un día durante la cena anunció lo de París; necesitaba estar solo. En París tampoco podría evitar estar rodeado de gentuza pero al menos esa gentuza hablaría un idioma que no entendería. Su mujer puso el grito en el cielo y le dijo que si se iba, que no volviese. Y no pensaba volver. Aunque lo de Francia era temporal; tenía un par de amigos allí, ellos lo ayudarían en lo que necesitara. Iba a irse dentro de dos semanas, pero había adelantado el viaje. No podía dormir porque el deseo de marcharse lo consumía. Me pidió perdón por la escena absurda de la estación, le había sido imposible evitar que lo siguieran. Me confesó, como yo había pensado, que no hubiera subido al tren sin Sigmund (la vaquita). A menudo lo llamaba también Hermanito, como nombre cariñoso, pero sí, su nombre era Sigmund Freud. Yo me eché a reír horrorizada. ¿Por qué me reía? Si su perro no era la reencarnación de Freud, lo era de algún discípulo tan leal que merecía todo su respeto, aunque confiaba menos en sus discípulos que en el mismo Freud. Hacía unos años, su novia y él habían estado en Viena. El cachorrito indefenso que entonces era Sigmund vivía en el portal de la casa de Freud. Lo vio una vez, dos veces, cuando pasaron por allí por casualidad, y empezó a espiarlo por curiosidad mientras la novia se perdía por una larga lista de museos que a él le importaban un carajo. El perro sólo se movía de ahí para ir en busca de comida al restaurante más cercano, pero por lo demás apenas comía. Si tenía oportunidad se colaba en la casa y vivía dentro hasta que lo echaban, y entonces se sentaba en la acera mirando las ventanas como melancólico, hasta que se cansaba y volvía a acurrucarse en el portal. Le impresionaba tan poco la presencia de la gente que Daniel llegó a pensar que era ciego y que sólo vivía de sonidos e intuiciones. Se dejaba acariciar (sin duda le gustaba mucho) pero no se dejaba coger ni por niños ni por mujeres guapas, porque tenía algún compromiso que Daniel no comprendía aún. Él se enamoró del perro. Le reconcomía la idea de que su desamparo era deliberado, de que sólo estaba esperando a alguien y él quería saber a quién, qué ser humano merecía tanta devoción por parte de un animal, nadie, nadie era un ser humano tan digno, así que se pasaba horas y horas oculto cerca de la casa esperando al dueño, sólo para verlo, ni siquiera sabía si se atrevería a hablarle. Su novia se burlaba de él. Un día abandonó los museos para hacerle compañía y puso fin a su absurda espera. Era evidente que Daniel estaba malinterpretándolo todo. El perro no podía haber conocido y/o amado a Sigmund Freud porque era demasiado joven y la idea de que el espíritu (si es que existía tal cosa) de Freud estuviese encerrado en el cuerpecito del cachorro era la cosa más tonta que Daniel había dicho en toda su vida (y había dicho muchas cosas tontas). Estaba claro que al perrito ni siquiera le gustaba Viena. Estaba en ese portal sólo porque Daniel estaba de pie en el portal de enfrente y estaba esperando a que se decidiera a llevarlo a Praga con ellos. Daniel se rió torturado, la besó en la boca y salió corriendo a abrazar al perro. Sigmund le dijo que no hablaba checo pero Daniel prometió que le enseñaría y se juraron amor eterno. Escucharlo hablar así me hacía sonreír como una idiota; hasta la mitad siniestra de mi alma tuvo un chispeante ataque de ternura del que luego renegó, pero al menos reconoció que le gustaba esto: estaba claro que Daniel no hablaba en esos términos con tanta seriedad por hacernos gracia, y que hacernos gracia con ello le daba lo mismo, sino que realmente pensaba en términos tan cariñosos en lo que a la vaquita se refería. Las berenjenas eran un regalo (no aclaró si regaladas o para regalar); de cualquier manera, había dejado el cajón en el andén, estaba vacío. El gesto de reventarlas lo había hecho polvo, le había dado mucha vergüenza presenciar la rabia de ella en público. Desde ahora en su arte podría usar las berenjenas como motivo de los celos o del deseo frustrado por poseer algo, divagó un rato, pero lo descartó de un manotazo diciendo que sólo podríamos entenderlo nosotros, Naoise, Sigmund y Daniel, y la gente de la estación. Un motivo tan mudo no valía nada porque no comunicaba nada, era un motivo que hablaba para adentro; eso le habría gustado hacía unos años pero en este momento de su vida no le gustaba. Las horas se me pasaban como pájaros. El tren hizo una parada y bajamos a comer algo. Sigmund también vino, lo escondíamos para que no nos llamaran la atención. Yo estaba pletórica, convencida de que había encontrado un tesoro, de que iba a tener en Daniel al mejor de los amigos. Y me felicitaba por haber salido hoy hacia París (llevaba varios meses pensando subterráneamente en ello y no me decidía), y de que él hubiera adelantado su viaje por impaciencia, y de que mi parte siniestra hubiese escogido sentarse precisamente en ese banco a esperar y de que hubiesen pasado cerca de mí la vaquita y los gritos y las berenjenas aplastadas contra la vía, porque no me imaginaba cómo, de no haber ocurrido todo tal cual ocurrió, iba yo a fijarme en él con la misma atención o iba a encontrar gracioso sentarme enfrente de un perro en el tren, aunque pareciese una vaca por los colores. Las casualidades pequeñas que se hacen grandes en una vida que las interpreta como grandes siempre me han parecido cosas mágicas. Uno puede provocar estos sucesos, y entonces más que causalidades me gusta llamarlas casualidades causadas, como yo sentándome enfrente de la vaca en el tren, porque hice cálculos mágicos y la magia me dijo que seguramente él se sentaría aquí, por su perro y, después de lo del andén, a mí de repente me apetecía tener una excusa para hablarle, porque me había inspirado simpatía su poco envidiable situación. Pero porque uno pueda provocarlos o colaborar con ellos no se me antojan menos mágicos. Incluso después del teatro del andén, yo podría haber pasado de largo cuando vi a la vaca en la ventanilla. Eso hubiera impedido toda conversación a pesar de todas las casualidades precedentes y hubiese sido el fin de lo no-nacido, si es que lo que no llega a nacer puede tener algún fin, en todos los sentidos que pueden exprimirse de la palabra fin: finalidad de una cosa y el final de algo como los finales de los que la muerte entiende. Daniel había estado ojeando mi Drácula robado y, al bajar para comer, lo metió distraídamente en su mochila (por eso lo perdí). Supongo que pretendía seguir leyendo algo más tarde. Como el libro estaba en checo, yo encontraba más sentido a que lo leyera él: yo estaba harta del checo. Me lo cambió "temporalmente" por un libro mucho más pequeño que por casualidad llevaba encima y que estaba en inglés. Se llamaba El vizconde demediado, o sea, el vizconde partido en dos. Lo dejó en el asiento, a mi lado, pero yo no lo cogí. Lo miraba leer a él o le pedía que me leyera. Su cadencia me resultaba placentera, aunque fuera en checo.
Hay casualidades diestras y siniestras, rojas y negras, agradables y desagradables. A veces creo que las de un lado anulan a las del otro, porque pueden ser más pesadas y avasalladoras que una serie de casualidades opuestas fuertes pero mucho más sutiles. El tren hizo una breve parada en un pueblo alemán que yo no conocía, pero donde Daniel había estado hacía dos años y del cual tenía buenos recuerdos. Tenía que hacer una llamada a París y, como los dulces de esta región eran famosos, aprovecharía para comprarme unos cuantos. Yo no bajé porque Sigmund se había dormido con la cabeza en mis piernas y me dio pena despertarlo. Nos sonreímos sin decir nada y bajó solo. Entonces empecé a leer El vizconde demediado; mientras, mi parte siniestra miraba risueña por la ventana. Como las paradas anteriores habían sido más largas, los dos calculamos que tenía tiempo de sobra para volver, pero a los quince minutos las puertas se cerraron y el tren se puso en marcha perezosamente. No dándome del todo cuenta de lo que ese ruido significaba, solté el libro, me levanté de un salto y me lancé fuera del vagón a intentar reabrir la puerta. Sigmund me siguió espantado. Choqué contra el cristal en vano. No había nadie alrededor. Daniel ya se acercaba corriendo pero también se dio de bruces contra la puerta. Soltó los dulces y rodaron por el suelo como naranjas. El tren había empezado a moverse y caminó al lado, desconcertado. Me miraba con desesperación, pero me di cuenta que estaba bloqueado y de que no sabía qué hacer. Lo único que se me ocurrió fue correr de vuelta al vagón, cerrar su mochila, abrir la ventanilla y dársela, para que no perdiera el dinero, la documentación y el cepillo de dientes. Corrió un poco y pude ponérsela en las manos, pero ninguno abrimos la boca para decir algo útil y pronto el tren cogió velocidad y terminó con la posibilidad de la palabra. Yo le hice gestos que ni siquiera entendí entonces y que querían significar un encuentro en París. Él sólo me miraba perplejo, impotente; con la mochila abandonada en el suelo observaba estúpidamente el alejamiento del tren. Sigmund se había subido al asiento y le ladraba a la ventana, protestando por este adiós tan brusco. Me crucé de brazos sobre el borde del cristal, ladeé la cabeza y observé cómo la estación se hacía cada vez más diminuta hasta que sólo pude verla con el recuerdo. La mitad siniestra de mi alma lloraba, pero yo mantuve la compostura y traté de pensar con frialdad. Entonces me di cuenta de que acababa de lanzar mi precioso Drácula robado por la ventanilla. Sonreí fastidiada. Me masajeé las sienes. No tenía sentido intentar hacer que el tren se detuviera a mi capricho, no sabía cómo contactar con él en París y no hubiera sabido cómo hacerlo en Praga; de todas maneras ninguno de los dos tenía intención de volver a Praga; no tenía ni una dirección, ni un teléfono, ni siquiera sabía su apellido. Suponiendo que su plan siguiese siendo llegar a París, no sabía cuándo podría hacerlo. Él sólo sabía que me llamo Naoise y que iba a París para coger un avión para volver a Dublin. Eché una mirada dubitativa a Sigmund. Se había acurrucado como con frío y miraba cabizbajo al suelo. Me pareció que tenía los ojos llorosos. El corazón se me partió en dos pedazos y me dejé caer en el asiento. Estaba muy nerviosa. Unas horas más tarde llegamos a París. En la estación, tuve el detalle absurdo de dejar el teléfono de mi hermana en la consigna, explicando por encima la situación y pidiendo que se lo dieran si se le ocurría pasar por ahí. Pero las posibilidades de que a partir de ahora se nos ocurrieran las mismas cosas eran tan escasas que no albergué ninguna esperanza. A lo mejor Daniel iba a preguntar a la consigna si yo había dejado ahí algo para él, concretamente el teléfono de mi hermana, pero sólo con que se lo preguntara a una persona diferente, mi detalle habría sido en vano. Llamé a Albert, vino a por mí a la estación y estuve una semana en su casa. Todas las tardes paseábamos un rato con Sigmund por la estación, pero nunca vimos a Daniel, ni supimos que hubiera dejado alguna nota en alguna parte. Luego volví a Dublin. No podía seguir llamando "Sigmund" a Sigmund (me daba risa), así que le cambié el nombre y le puse Humpty en honor de cierto personaje de Carroll que llama a las cosas como le da la gana porque quien manda es él (para mí siempre ha encarnado una bella metáfora de la muerte de toda comunicación), y también un poco en honor de ese huevo patoso de mi infancia que trepaba a los muros y tenía grandes caídas.
La última vez que Albert vino a Dublin fue la tercera semana de septiembre, hace ya siete meses; hizo coincidir su visita con el diecisiete porque es el día de mi cumpleaños. Mis amigos y él se llevan muy bien y esa noche habíamos salido todos a celebrar mi cumpleaños o bien a celebrar algo sólo por el afán de celebrar algo. Albert y yo íbamos borrachos cuando nos paramos en la esquina de Aston Quay a despedirnos del resto. Diciendo algo sobre "mi amigo checo", Albert me dio un codazo y me hizo reparar en la pintura de la esquina: un tren visto por detrás estaba bien delineado en una parte de la pared; la historia continuaba doblando la esquina y mostraba a alguien de espaldas observando estúpidamente el alejamiento del tren. Yo había olvidado a Daniel y lo recordé de pronto sólo porque Albert lo nombró. Aunque el motivo del dibujo no hubiese sido ése, me hubiera llamado la atención por las exageradas proporciones, pero no hubiera podido inferir que Daniel era el artista porque mucha gente pierde trenes y 'perdió un tren' es incluso una manera de decir que uno desaprovechó una oportunidad, y por tanto es un motivo fácil al que recurrir en cualquier tipo de arte. Albert y yo nos reímos sin razón, nos fuimos a dormir y me desperté feliz y sin resaca. No volví a pensar en ello hasta unos días después porque, yendo con Saibh al cine, nos encontramos a lo largo de una calle un extraño cordón de berenjenas dibujadas en la pared, una detrás de otra como si danzaran todas juntas hacia alguna parte. Miré perpleja el muro: eran berenjenas, no cabía duda. Saibh y yo nos miramos en silencio, pero no comentamos nada. A la gente parecía hacerle mucha gracia este curioso suceso. La idea de que Daniel me estuviese dibujando mensajitos por la ciudad aún no había tomado forma en mi mente. Pero con los días, el cordón de las berenjenas locas llegó a alargarse pacientemente por varias calles del centro, por la noche bajaba hacia el suelo como un camino de baldosas amarillas pero como un camino de baldosas con berenjenas y, cuando llovía por el día, las berenjenas del suelo se diluían en un río morado y cuando oscurecía y la lluvia se iba a otra parte las berenjenas se emborrachaban y se subían contentas por las paredes formando una enredadera desesperada, interminable, y continuaban paseándose por la ciudad como buscando algo. Sí, como buscando algo. Empezó a obsesionarme la idea de que Daniel estaba en Dublin y de que las berenjenas, aquel motivo mudo que podía significar celos o el deseo frustrado por poseer algo, querían decirme que había llegado hasta aquí porque quería a Humpty de vuelta. Mi corazón todo era un gran NO. Humpty es mío mío todo él, murmuraba antes de dormirme rezando para que Daniel no fuese el padre de las berenjenas locas. Poco a poco, las berenjenas empezaron a enfurecerse, recorrían los mismos muros dos veces, en dos líneas paralelas que se entrecruzaban formando nudos de berenjenas que tropezaban y se chocaban entre ellas, cayéndose, se quejaban por tanto tropiezo y la frustración las hacía cada vez más deformes y monstruosas. Una mañana apareció otro dibujo igual de grande que el del chico del tren, en la misma calle; representaba dos extraños personajes sentados en la barra de un pub con sendas pintas delante. Uno de ellos, sin duda alguna, era el conde Drácula. Parecía preocupado y escuchaba muy atentamente a su compañero, una figura encapuchada y extravagante que no identifiqué. No parecía completo, o sea, no parecía físicamente completo, pero la capa negra que le cubría el cuerpo le impedía a uno asegurarse. Deshecho, apoyaba un codo en la barra y ladeaba la cabeza en melancólico suspiro. Yo estaba espantada. Si era Daniel, quería que llegara a pensar que sus esfuerzos estaban siendo vanos porque estaba muerta o fuera de Dublin y, si no era él, fruncí el ceño, todo esto estaba resultando una bromita muy desagradable de la suerte que el cielo podría haberse ahorrado. Entonces aparecieron el murciélago y la medusa partidos por la mitad. Eso no lo entendí. Una de esas raras parejas apareció dibujada en la esquina del chico del tren. Paseando en busca de más pistas, llegué a encontrar cuatro grupos de murciélagos y medusas partidas. Muy confundida, me encerré con Humpty en casa una tarde entera y me rompí la cabeza hasta que mi hermanito me trajo El vizconde demediado y lo dejó caer a mis pies. Cogí el libro y lo miré perpleja. Sentí que me acusaba, aunque no tengo muy claro que fuese ésa su intención, pero igualmente la culpa me mordió las tripas. Por fin lo leí. Lo había dejado encima de la mesita de noche como una pieza de museo y había terminado usándolo como posavasos. Desesperada, encontré en el libro dos respuestas, la confirmación de que el padre de las berenjenas locas era Daniel, que nos estaba buscando, y el significado del murciélago y la medusa: un encuentro. Me acosté abrazada a Humpty y me dormí llorando. Anoche salí a la calle de madrugada y, llena de una resignación que me pone muy triste, me planté delante del dibujo del conde y el vizconde y dibujé cerca de ellos una luna y doce vacas. Al lado, tracé lo mejor que pude el monumento a O'Connell. Ahora, tengo la luminosa esperanza de que Daniel no haya entendido mi mensaje, de que no aparezca, de que no me encuentre, pero este lugar no tiene pérdida, estoy en el corazón de la ciudad. Vendrá. Nos encontrará. Me quitará a Humpty. Tiemblo aterrada. Cruza la calle una figura negra y encapuchada que me hace pensar en el vizconde cruel. Se acerca a nosotros, tiene que ser él, así que aprieto a Humpty más fuerte, como con celos. No estoy preparada para esto, no debí cruzar el puente. Humpty saca la cabeza y me lame como pidiendo socorro para que afloje el abrazo. Le pediré que no se lo lleve, que no me lo pida, que ahora es mi hermanito. Pero tengo mucho miedo de que se declare mi enemigo, por haberle robado a su vaquita y por haber tardado tanto en contestar a las preguntas de los muros, y de que no tenga piedad y me arranque a Humpty de los brazos y vuelva a cambiarle el nombre. La figura se para delante de O'Connell, se baja la capucha y me sorprende mucho comprobar que está físicamente entero y que me ofrece una sonrisa que podría iluminar ella sola un mundo sin sol.

11/11/12

Berenjenas bailarinas y otros sucesos mágicos (Esther)

      - ¿Por qué no lleva zapatos Mr. Cagan?.


- Oh, ¡por Dios!. Puedes llamarme Steve - trago saliva. Tengo la cabeza en otro mundo. Actúo lo más rápido que puedo sin parecer loco, pero siento un fuerte impulso de ponerme a bailar sobre la mesa o quizás gritar a esta mujer que solo hace su trabajo, y claro, eso quedaría aún más de perturbado demente que de exquisito y noble empresario. Necesito calmarme. Respirar. Buscar una solución razonable para este problema. ¡¿Por que hay un unicornio en la puerta?!, ¿y de que color se supone que es?, ¿verde?. Apoyo mi mano en su espalda amigablemente y hablo - Sigo una filosofía muy zen en mi vida - vomito palabrería falsa. Mentiras para mantenerme en la gloria. Quiero seguir saboreando el triunfo y la notoriedad de mi potente imagen - Me gusta sentir el suelo por el cual ando, conectar con la tierra, distinguir las texturas y las temperaturas. Vivir el aquí y ahora. En definitiva, saber palpar la realidad - sonrío - Aunque a veces, más de las que quisiera reconocer, acabas pisando cosas que no son del todo agradables. Ya me entiendes - río. Ella también ríe convencida y anota la información falsa en su adorable libretita de anillas.

Sé que suena totalmente ridículo mi discurso. Ella esta contemplando, admirada, a un hombre que posee una de las más grandes fortunas de EE.UU. Un hombre inteligente y atractivo. Con buen gusto a la hora de vestir, pero algo falla, la ausencia de calzado, aunque lleve unos cómodos calcetines de piel de serpiente (son discretos y suaves. ¡Los adoro!). Solo mis calzoncillos valen más de 1000$ (para ser exactos 1891$). Seamos sinceros, la situación se me va de las manos. 

Comienzan las fotografías. Todos me flashean, me lanzan preguntas, cámaras me graban... respiro y sonrío, respiro y sonrío, respiro y sonrío. No me veo capaz de hacer nada más. Comienzo a sentir que me suda la calva con tantos focos de luz, me paso la mano por la cabeza, disimuladamente, y la siento seca, completamente seca. No me vendría mal algo de crema hidratante en este momento. Empiezo a marearme y a sentirme perdido. El unicornio verde, esta reunido al fondo de la sala con dos unicornios más, uno azul cobalto y otro dorado. ¿Pero que pasa aquí?. Se ríen estridentemente, relinchan como locos y luego chocan sus cuernos brillantes. Entonces aparece Eve, mi querida y perfecta ayudante personal (no se que haría sin esa dulce ricura) que los separa con vehemencia y viene directa hacía mí.

- Bienvenidos. La sesión de fotografías ha finalizado. Por favor, reúnanse con nosotros en la sala roja, la sala de actos. Allí, Mr. Cagan, dará su discurso a toda la prensa. Muchas gracias por su asistencia - habla tranquila. Sin prisas. Con mucho talante. Su voz es mi música personal. Suaves notas agudas que perforan con delicadeza mis tímpanos y que deslizan ligeras palabras en mi cabeza. Ella sabe como hacerlo y me encanta.

La gente de la sala comienza a trasladarse en, lo que a mi me parece ser, una marcha fúnebre. Yo sigo parado en el escenario donde los flashes me acosaban. Una vez estamos solos, Eve me coge del brazo y me mira inquisitivamente a los ojos.

- ¿Qué cojones te pasa?, ¿por que no llevas zapatos Steve? - me dice malhumorada.

- No lo sé cariño. Los debo de haber dejado en algún lado - digo observando su rostro. Eve tiene la cara más bonita que he visto en mi vida, más que la de Susan, mi hija. Es que mi Eve tiene unos hoyuelos mágicos, una mirada penetrante, unos ojos azabaches que me quitan el hipo, unos labios finos, una nariz puntiaguda con una preciosa peca decorando la cima y una frente, hummm una frente tan ancha que me pone cachondo con solo mirarla. Podría hacer juegos malabares en ese bonito rostro todos los días.

- Al menos recuerdas haber venido a la empresa con ellos, ¿verdad?. ¡Por favor dime que sí! - me suplica asustada.

- No - niego con la cabeza - No lo sé tesoro - le digo dándole tal beso que se le menea todo el cuerpo. Ella me abraza con fuerza.

- ¡Dios!. Espero que la prensa no te haya visto salir así - dice señalándome - de tu casa, podría ser nuestra ruina - me recrimina.

- Tranquila, creo que he podido llevar bien la situación en mi despacho. ¿Has visto las sandeces que le conté a la reportera del canal 15? - le pregunto, ella asiente con sus labios sin decir palabras - Pues entonces no hay problema. 

- Tienes razón. Creo que la visión del Sr. Cagan, respetable empresario de la multinacional Venus Manzana puede verse reforzada por esa entrevista. ¿No crees?. Ese discurso que has soltado antes podría ser el preludio a un cambio de imagen. Un lavado de cara. Necesitamos algo fresco y nuevo. Un Sr. Cagan místico pero razonable, cercano a la gente, cercano al medio ambiente... comprometido con causas sociales... esto puedo funcionar. Sí, puede funcionar - dice confiada.

Llama a Ralph, de Recursos Humanos, le pide que me traiga un café largo muy bien cargado y que busqué atuendos hippies, pero sin exagerar. Sigo pensando que esto se está yendo de las manos. Yo no quiero cambiar mi imagen, pero ella es la visionaria, y esto puede sacarme de la jodida situación.

- ¿Cuanto crack has tomado? - me dice en susurros.

- Lo suficiente para ver unicornios - le respondo - Vi que los separabas al entrar a la sala. ¿Que hacían?, ¿por que chocaban sus cuernos?, ¿una especie de saludo secreto? - digo enajenado - ¡Pues era muy evidente!.

- ¡Oh Steve! - me dice conteniendo el llanto - ¿Por qué?.

Ralph entra corriendo en la habitación y entre él y Eve me visten de lo que parece ser un Beatle que ha consumido bastantes cantidades de LSD a lo largo de su vida. Angie, mi nueva becaria, me trae el discurso y Eve hace unas correcciones en pocos minutos. Listo o no para el discurso, entro en la sala. Eve me acompaña hasta el escenario, donde hay una mesa alargada y un par de sillas. Tengo a todo mi equipo encima. Saludo a la prensa y me siento. Eve me dice, apenas perceptible, que no flipe demasiado. El crack me está destrozando el cerebro y ya no controlo mis paranoias. 

- Bienvenidos de nuevo a Venus Manzana. Gracias por compartir esta reunión tan importante con nosotros. A continuación Mr. Cagan hablará de la futura expansión de la multinacional a África y de los nuevos retos relacionados con dicha evolución de la multinacional  Después se responderán a las preguntas que se cuestionen en el siguiente orden: Primero cadenas de televisión, después medios de comunicación virtual, posteriormente prensa y, por último, radio. Muchas gracias de nuevo y le doy el turno de palabra a Mr. Cagan. 

- Buenas tardes y gracias por asistir a esta reunión de tan suma importancia. Primero comenzaré hablando de la expansión de Venus Manzana al continente africano, como bien ha dicho mi asistente personal Eve. Como pueden observar en la pantalla, Venus Manzana ya esta ubicado en toda América del Norte, parte de Europa, Asia, todo el Caribe, Oceanía y en las zonas pobladas del Ártico. Ya sólo nos queda la expansión en América del Sur y África. ¿Y por que hemos elegido a África antes que América del Sur se preguntarán?. Muy simple, por que Venus Manzana quiere ayudar a progresar a este continente subdesarrollado. Nosotros creemos en el cambio, en la evolución y, por encima de todo, en el desarrollo - sigo hablando sin césar. 

Los reporteros miran atentos y Eve analiza con precisión cada uno de mis actos. Me siento seguro, pues se que ella puede llevar cualquier situación si yo la fastidio. Hablo sin parar de la adquisición de nuevas empresas, de la fusión con otras (con Látigo S.A. y la Cooperativa Ríos de la esperanza), de los acuerdos tomados y los pactos firmados. La reunión va a la perfección. Me observo a mi mismo desde fuera y veo a un Steve natural y creíble, él cual lanza complejas preguntas, que habla tranquilo e incluso, bromea.

De golpe entran en la sala un grupo de unicornios. A la cabeza de ellos va un unicornio de color gris, tan grande que  tiene que agachar la cabeza para no arañar el techo con sus cuernos negro. Parece el líder de la manada (realmente no se si estos seres van en manadas o recibe otro nombre esta agrupación. Pero solo verlos hacen que me cague ipso facto). Me quedo callado y Eve se percata. Comienzo a sentir temblores. Los unicornios se dispersan por la sala, colocándose de forma estratégica, ocupando todas las salidas. Y de repente siento como si me hubieran clavado un cuerno en mi pie desnudo y grito desesperado. Las luces de la sala se apagan. Es una emboscada. Salto por encima de la mesa, con el pie ensangrentado y corro por el pasillo. Flashes de fotos me ciegan y preguntas indiscretas intentan frenar mi huida, pero yo no me detengo. Corro hasta la puerta principal y le propino una patada, al estilo kung fu, a un unicornio pequeño. Abro la puerta y corro hasta los baños. Una persecución de medios y caballos alados sucede tras mi espalda. Me encierro en el baño, atrancando la puerta con unas sillas y caigo al suelo. Tengo el pie derecho destrozado, apenas lo puedo mover. Comienza a sonarme el móvil, es Eve. No lo cojo, tengo demasiado miedo. ¿Y si los unicornios la tienen?, ¿que puedo hacer yo?. Si saliera al exterior me reconocerían al instante y entonces no tendría forma de escapar de esos seres endemoniados. Piensa Steve, piensa. Me digo a mi mismo. Agarro mi pierna como puedo y me pongo en pie. Me miro en el espejo y veo que tengo una pequeña mancha en la frente. Mojo una toalla con agua y froto la mancha con suavidad. Al quitar la toalla veo que la mancha no ha desaparecido, todo lo contrario, parece tener un color más fuerte. Vuelvo a pasar la toalla por la cara, pero esta vez con más fuerza. La mancha persiste y parece que tengo la piel irritada, pues se me ha levantado un poco de epidermis. Me acerco aún más al espejo y estiro ese trozo de pellejo que cuelga sombrío. Estiro todo lo que puedo, arrancándome trozos de piel, hasta que un hilillo de sangre cubre mi nariz. Entonces veo una especie de protuberancia en mi frente, la cual parece un hueso puntiagudo. Hurgo con mis dedos mi frente y estiro de ese bulto misterioso. Poco a poco extraigo un cuerno largo y brillante, como los de los unicornios que me perseguían. No me lo puedo creer. Empiezo  pelar mi cara, con la misma facilidad que pelar un plátano. Mi ropa se llena de sangre. Entonces me miro en el espejo y veo el rostro de un unicornio. Yo, Steve Cagan un unicornio. Supongo que la cornada que me dieron en el pie me transformó. Caigo redondo en el suelo, hundiéndome en un placer indescriptible.

Cuando despierto, Eve me sostiene la mano entre lloros. Supongo que descubrirme en ese estado la debe de haber dejado destrozada.

- ¡Oh Steve!. Ya estas despierto. ¿Eres consciente de la que has armado?.

- Sí bombón. Pero ya paso todo. No tienes de que preocuparte - le digo agarrando su mano con fuerza. Ahora que soy un unicornio podré hacer tantas cosas. Sonrío.

- Lo sé, pues lo he solucionado todo yo. He dicho a los medios que habías sufrido una intoxicación grave por comida y que estabas en urgencias. Esa excusa parece haberles hecho calmarse por unos momentos. Joe esta en la enfermería.

- ¿Por qué?, ¿que le ha pasado? - digo mientras me incorporó lentamente.

- ¿Cómo que por qué?. Steve le has pegado tal patada que le has roto la cadera. Por todos los cielos... ¡mañana era su fiesta de jubilación! - me dice amargada.

Entonces mi mente recrea el momento exacto en el que le pegaba la patada a Joe, al viejo Joe. El momento en que gritaba furioso en la sala llena de cámaras de vídeo, fotográficas y móviles. El momento de la persecución, donde, yo solo corría por los pasillos... 

Eve me abraza y me hundo en su perfume. Me levanta del suelo y me alegra ver que mi cuerno ha desaparecido. Quizás hubiera sido demasiada responsabilidad ser un ser mágico. Me abraza la cintura y salimos del baño.

- Eve, ¿seguro que no sigo flipando? - digo señalando a un grupo de berenjenas que bailan una coreografía de lo más divertida.

- No, tranquilo. Están grabando un spot publicitario. Es una campaña para que los niños coman más verduras.

Vaya, juraría que una de esas berenjenas esta ligando conmigo. Lástima que no me gusten las berenjenas. 

Esther

30/10/12

La verdadera historia de cómo pude sobrevivr a un rayo (Blanca)

  • El día siguiente fue de resacón total, me había metido en el cuerpo además de alcohol, la suficiente dosis de droga para parar un tren, si he de ser sincero, lo he de reconocer. Aquella noche llovía mojado, era una lluvia intermitente, esas que no sabes si va a llover mucho, poco o con qué frecuencia, pero de algún modo sabes que vas a estar un buen rato en ese plan. La cuestión, de aquella noche recuerdo poco, he de serte sincero, como te he dicho, pero te la relataré lo mejor que pueda. Parece que fue ayer y ya ha pasado bastante tiempo...
    Yo estaba pensativo, no sabía muy bien en qué gastar mi tiempo, aquella noche me aburría sobremanera y tenía que hacer algo, así que salí yo solo, hasta donde la noche me llevara. Me gusta la noche, desde que esta nueva ciudad me acogió como a uno de los suyos, para intentar olvidar... solo olvidar.
Aquellos ojos negros, se miraban inquisitivamente a ellos mismos, lamiendose velozmente, inquisitivamente. Una pausa, para recordar el dolor que le inflingían esas últimas palabras.

<< como he dicho antes muchos detalles no sabría ahora relatarlos, ha pasado mucho tiempo y me había chutado... nosé la verdad. ¡¡¡No me preguntes tanto!!! Yo estaba en un banco, solitario, con mis pensamientos, supongo y de pronto se acercó a mi... una especie de rata voladora que me dijo que la siguera, y yo la seguí. Tenía curiosidad, quería saber dónde me llevaría aquel ser que avorrezco ¿¿porqué no le dí una patada??. Me llevó a un parque, dos calles más a la derecha en el cual aunque era del mismo barrio no había estado nunca. Unos tres jóvenes que por las pintas parecían unos yonkis, empezaron a hablar conmigo, cosas incomprensibles, me persuadieron para que me quedara con ellos en contra de mi voluntad. Estaban planeando robar una joyería aquella noche, lo habían planeado todo varios días antes y estaban preparados, me dijeron que fuera su cómplice. Me dijeron que sino colaboraba me partiría un rayo en dos mitades perfectas. Y yo, no sé porqué me lo creí... ¡¡sí, me lo creí, no hay explicación posible, pero fue así, no me atormentes!!

Aquellos ojos negros se permitieron otra pausa, pero esta vez no se miraron inquisitivament. Solo cerró los ojos, oscuridad infinita, quiendo volar donde los remordimientos y los difuminados recuerdos se disiparan como humo invisible.

<<Y así fue, me persuadieron, estaba metido hasta el cuello en su plan descabellado, con la adrenalina queriendose escapar de mis venas, de mi carne, de mis ojos... Si te digo la verdad nunca había delinquido, pero en ese momento, en ese lugar, en mis circunstancias, me atrajo la idea a la vez que me repelía. El argumento del rayo en un principio me lo creí (ya no entendiendolo literalmente, sino que en esos momentos entendí que si no seguía sus planes... me partiría en dos el filo de una navaja). El plan se llevó a cabo, aunque con fallos y cuando ya nos veíamo libres, felices, satisfechos de ojos ajenos.... aparecieron los uniformados, como yo los llamo y ellos consigueron escapar, pero tal era mi estado de incertidumbre - ¿¿por qué no los segui??- que mi mente y cuerpo se palarizaron. Me había salvado del rayo de aquellos maleantes, pero no estaba del todo a salvo, y menos ahora, implicado en un delito (…) Y me preguntas por qué, me preguntas cómo, me preguntas con quién, me preguntas... tantas y tantas cosas que yo creo que esa es mi versión final, si. Es esta y no la cambiaré, al al meno hasta mañana. Buenas noches, tanto pensar me entra sueño...>>

Aquellos ojos grises se desvanecían ante su propia visión, ante el espejo medio roto que sostenía su reflejo. Una noche más, un relato más de aquel momento, aquella noche que se alarga en tremendas distorsiones cognitivas para redimirse de algo que hizo, algo que por sí mismo no recuerda con precisión. Algo que por ese motivo su puerta son barras duras de hierro frio, cruel. Ante el espejo se confiesa a sí mismo para averiguar la verdadera historia de cómo pudo sobrevivr a un rayo.


29/10/12

Hormiga plateada y el pájaro más negro (Esther)

    Sólo puedo pensar en esos ojos negros. De su boca ni un hálito de esperanza. Revoloteaban las moscas sobre su cuerpo ya putrefacto y esos pájaros tan bellos y negros rompían las oscuras nubes con su danza mortuoria. Su cuerpo se veía menudo, en una postura de paz, pero a su vez de tortura. Blancos gusanos le salían por sus orejas puntiagudas y de su boca, una fila de hormigas plateadas bajo la luz de la incipiente y alejada luna. Yo sólo fui capaz de llorar confusa, de abrazar su delgado cuerpo y sentir sus huesos rotos en mis brazos, astillados y helados, completamente partidos, troceados y olvidados por sus músculos que yacían colgantes como pellejos sin piel. Luego limpie sus profundas heridas, removiendo un amasijo de carne sangrienta sin sentido alguno y no cese de besar sus labios fríos, con la demente y falsa ilusión de que alguno de esos besos fuera respondido o que me condujera lejos de ese lugar azotado por la mano de Dios, por su ira y rabia absoluta, sentirme apartada de esa imagen de destrucción y exterminio sin anhelo. Solo quería trasladarme a unos minutos atrás, donde los gritos no se tragaban el cielo.

El tsunami se lo llevo todo. Se llevo a mi familia. Se llevo mi hogar. Se llevo mi vida. Se llevo mi cordura arrastrada tras una ola de muerte, miseria y desesperación.

Cada vez que cierro los ojos revivo la misma imagen, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez… una ola tan grande que mis ojos no podían vislumbrarla entera y tras ella una tumba de agua roja, donde todo lo que importaba quedo sumergido en un sepulcro salado y lleno de barro.

Esther

15/10/12

La verdadera historia de como pude sobrevivir a un rayo (Esther)

      Reunión primera de Adam:

No se que hago metido en esta habitación con semejante panda de locos. Esto es absurdo. Yo no tengo ningún problema. Estoy bien. Solo tengo un poco de ansiedad, nada más. No soy como ese, ni como esa y menos como esa tipa de ahí. Pufff... es ridículo. ¿Por que le hice caso a Débora?. Ella tendría que estar aquí, no yo. 

- Hola, soy Roberto y padezco dextrofobia. Me aterran los objetos situados a la parte derecha de mi cuerpo - dice un hombre de unos cincuenta años de edad. Le falta el brazo derecho. A su derecha no hay nada. 

- Yo soy Nicola y tengo xanthofobia. Tengo fobia al color amarillo - dice una mujer que lleva gafas de sol muy oscuras, tan opacas que no se como puede ver en la sala. Viste completamente de negro.

- Buenas tardes, yo soy Rosa y padezco anatidaefobia. Tengo pánico a que un pato me este observando en cualquier momento - dice una chica pelirroja de piel pálida y veinte pocos años - Ya no puedo ir a los parques, cada vez que veo un estanque salgo corriendo - se cubre la cara con las manos y oculta sus lágrimas.

- Yo soy Valerie y tengo lupolipafobia. Este es el miedo a ser perseguida por un hombre-lobo alrededor de una mesa de cocina mientras ando en calcetines y el suelo está recién encerado. Me he deshecho de todas las mesas de mi casa por si a caso y me han despedido de mi trabajo en Ikea por mi absurdo comportamiento, según me dijo mi gerente.

Y así prosiguen las presentaciones de diez personas más, cada caso más raro que el anterior. La habitación esta perfectamente equipada para que cada persona pueda expresarse sin problemas. Sus miedos se encuentran lejos de ellas/os. No hay patos, ni objetos amarillos, las sillas de plástico tienen escritas el nombre de cada una/o para que se respecte el orden de asiento según las/os psicólogas/os, no hay objetos tecnológicos, ni mesas, ni pizarras, ni alfombras, ni persianas. Solo hay doce sillas y cuatro paredes blancas. No esta permitido vestir con estampados, llevar fotografías, no se puede llevar cordones en los zapatos ni tampoco usar cinturones (como en la cárcel), tampoco se puede comer en la sala productos de color verde, ni frutos secos (prohibidísimos los cacahuetes) y menos, beber agua embotellada. La lista es larga y las prohibiciones extrañas para cualquiera.

- Adam - dice el psicólogo levantado la cabeza - ¿Quieres contarnos tu historia? - coge su libreta y se prepara para anotar todo lo que diga. Parece un hombre afable, pero aún así no me fío.

- Bueno... supongo que sí. Aunque realmente no quiero hablar de esto.

- ¿Por qué estas aquí Adam?, ¿que es lo que buscas en este grupo?.

Me quedo mirando a la gente y siento que incluso me entran ganas de llorar. Tengo un sentimiento de perplejidad que no me deja respirar. No encuentro las respuestas a lo que me ocurre y esto me asusta, pues siempre he tenido respuestas para todo. Creo que voy a sufrir otro ataque de histeria. Respiro. Respiro. Respiro. Siento que me ahogo.

- Por Débora, mi hermana pequeña. Ella fue la que me dijo que viniera. Que buscará ayuda - digo sofocado. Comienzo a sudar.

- ¿Y tú crees que necesitas ayuda?, ¿crees que te podemos ayudar entre todos nosotros?.

- Sí... supongo que sí - miento. Esto no tiene solución. Mi problema no se puede controlar.

- Cuéntanos, ¿que es lo que te ocurre?. Por lo que he leído en tu informe realizado por la Doctora Verdugo padeces brontofobia. ¿Sabes cual es el origen a tu temor extremo a los rayos?.

- No - digo. Me quedo mudo. Transcurren unos minutos hasta que vuelvo a hablar - Llevo más de dos años con ansiedad y ataques de pánico por los rayos. Creo que si salgo a la calle cuando llueve o hay tormenta, un rayo caerá sobre mí. He leído mil estudios sobre ello y he acudido a centenares de expertos meteorólogos, y se que las probabilidades de que me ocurra esto son mínimas, de 1 entre 3.000.000, pero es que yo siento que va a pasarme a mí. Es como un pálpito que no me deja vivir. Se que tarde o temprano me ocurrirá. Antes de que vaya a llover yo ya presiento una tormenta, incluso aunque el día sea brillante y luzca un bonito sol... No veo nunca las predicciones del tiempo pues me aterran. Cuando llueve no salgo de casa. Me encierro en el sótano a oscuras y rezo, y no soy creyente. Falto al trabajo cada vez más, mi vida social se está viendo afectada, tengo trastorno del sueño... a veces siento que nadie me entiende, ni mi hermana. Me proponen un viaje y lo tengo que rechazar. En el último viaje al que fui, sufrí cinco ataques de ansiedad y el viaje solo duraba un día - digo de carrerilla. Veo las miradas inquietas de mis compañeros y compañeras. Se que estoy empapado de sudor. No tendría que haber venido. Esto no va a funcionar - Yo no soy tan raro como ellos - digo señalando a la gente de la sala - Lo mío debe de tener una explicación lógica, lo suyo... pues locura, no queda otra.

- Adam, aquí estamos para ayudarnos. Nadie juzga a nadie - me dice el psicólogo - Cada fobia que padecéis cada uno de vosotros no es mejor ni peor, ni más rara ni menos aceptada, ni más racional o irracional. Es lo que es, y aquí estamos ayudándoos a que la superéis y si no es el caso, a que podáis convivir con ella con normalidad. Lo que queremos es que lo que os ocurre no afecte a vuestra salud, ni a vuestro trabajo, ni a vuestra vida social. Lo más importante es que todos estáis aquí, hablando de vuestros problemas, aceptando que algo no va bien en vuestras vidas. Ahora necesitamos saber cual es el origen de estos miedos, arreglar la situación y subsanar los problemas que os acarrean - dice seriamente - Pero ya habéis dado todos un gran paso, aceptación. ¿Tú que piensas Adam?.

La primera toma de conciencia no ha ido tan mal. Todos y todas han hablado de sus problemas y al final no me he sentido tan raro. Es que en esa sala había una de locos que el más normal al final era yo. Pero bueno, como ha dicho el psicólogo, lo importante es aceptarlo (y ellos lo hacen, yo de momento voy asimilándolo), el segundo paso es el control. 

Reunión sexta de Adam:

- Rosa ha muerto - dice Roberto a gritos, entrando corriendo en la sala (la cual cosa también esta prohibida) y con un periódico en su mano izquierda. Se queda de pie, agitado y comienza a leer – “Como si de una broma de mal gusto fuera o de una película surrealista la escena hubiera sido sacada, así ha sucedido la muerte de esta joven valenciana de veintitrés años de edad. Rosa S. J. ha sido asesinada por cincuenta patos silvestres. El cadáver de la joven se encontró en el domicilio familiar, en concreto en su habitación. Fue su mujer la que llamó a la policía alarmada al no saber de ella varios días. Esther M. M,, su mujer, declaró a la prensa “Rosa ha sufrido una muerte atroz y quien este detrás de esto la conocía, pues ella padecía anatidaefobia, un miedo brutal a los patos”. Aunque la joven  recibió el total de veinte picotazos por parte de los patos, esa no fue la causa de la muerte. Murió de un paro cardíaco causado por el susto que se llevo” - termina de leer Roberto.

Un silencio sepulcral baña la estancia. Nadie puede articular palabra. La sesión de ese día se anula. Quedan todos en ir al entierro de Rosa, el cual se celebra al cabo de unos días. Cuando ven a su mujer todos le dan el pésame, ella llora desconsolada.

Reunión decimotercera de Adam:

Tras la muerte de Rosa todos y todas se encuentran agitados. Algunos dejan de asistir a las reuniones pero Esteban, nuestro psicólogo, insiste que es lo menos adecuado para nosotros. Yo no dejo de asistir, tengo más miedo solo que con ellos. No creo que lo que le ha ocurrido a Rosa nos pueda pasar a los demás. 

Reunión vigésima de Adam:

Ha muerto Nicola. Alguien entro en su casa y la pinto entera de amarillo (paredes, techo, suelo...). Todo en su casa estaba embadurnado de ese color (la cama, todos los electrodomésticos, la ducha, incluso el contenido de su nevera fue remplazado por alimentos de color amarillos: piña, maíz, limones, etc.).

La policía ha venido hoy a interrogarnos. Ha sido extraño. Nos han hecho preguntas sobre Rosa y Nicola. Sobretodo respecto a sus fobias. Querían saber que sabíamos de ellas, que pensábamos, si solíamos vernos después de las reuniones...Yo he sido sincero y les he dicho que Nicola y yo salimos varios días a tomar un par de cervezas (negras) al salir de las reuniones. Lo pasábamos bien charlando. Era una mujer muy interesante. Siempre tan discreta con sus gafas opacas. 

Reunión vigésima tercera de Adam:

Están cayendo como moscas en la mierda. Primero fue Rosa, después Nicola, luego Joaquim (que padecía araquibutirofobia, miedo a la cáscara de los cacahuetes y a que la mantequilla de cacahuete se pegue en el paladar) y ahora Yolanda (la cual tenía vicafobia, es decir, miedo a las brujas y a la brujería). Ya solo quedamos ocho y parece que Esteban ya no sabe como lidiar con esta situación.

Ya no me siento tan seguro rodeado de esta gente. Es como si nos hubieran gafado, y cada vez creo más en las supersticiones. Débora insiste en que siga yendo a las reuniones, pues mis ataques de ansiedad sorprendente se han reducido. E insiste en que es imposible que yo muera de mi fobia, ya que el asesino que anda suelto no puedo lanzarme un rayo. Yo no lo veo tan claro y cada vez veo más posible que sea Zeus quien desee mi muerte.


Hoy veo en la televisión el rostro de la asesina. Es Jenny, la chica que padecía necrofobia, es decir, miedo a las cosas muertas. La policía la ha arrestado esta noche, estaba en su casa esperándolos. Se ve que llamo a Esteban para contarle que había conseguido superar su fobia y le narró, con sumo detalle, la muerte de cada uno de sus compañeros. Esteban llamo a la policía esa mima noche y le dijo a Jenny que debía de esperarles. Ahora Jenny se encuentra en un sanatorio mental a la espera de que se celebré el juicio que condene sus actos, pero dicho juicio tardará en celebrarse, dado que las causas de las muertes son extremadamente atípicas. Jenny insiste en que ya esta curada, pues después de haber visto seis cadáveres, no tiene miedo a nada. 



Cada vez estoy peor. La histeria me vuelve loco. Llevo días sin dormir. Esteban ha cogido una baja por depresión. Su psicóloga (sí, el psicólogo tiene una psicóloga) le ha dicho que se encontraba en un entorno hostil y dañino para él. Normal... ver que tus métodos de trabajo inducen a matar a una de tus pacientes a seis personas debe de ser un trago difícil de digerir. Puede que deje de ejercer su profesión. Yo me siento solo y confuso, necesito hablar con alguien. Aunque ya han encerrado a Jenny y estoy a salvo de que me lance un rayo, no me siento seguro.



Llueve. Una fuerte tormenta azota mi vecindario. Ya no se que hacer para controlar mi pánico. En un acto de desesperación meto un par de sartenes de acero inoxidable en los bolsillos de mi parca, cojo un par de tenazas y las coloco enganchadas a la capucha. Me pongo un colador metálico en la cabeza, a modo de gorro y, agarro el único paraguas que tengo (el cual no ha sido usado nunca). Esteban dijo que debemos de enfrentarnos a nuestros miedos y es lo que yo pienso hacer (sin matar a nadie o eso espero). Bajo temblando por las escaleras. La luz del edificio se ha ido, así que el ascensor no funciona. La calle esta vacía, llueve de forma extrema. Me siento en un banco cercano a mi piso, bajo un árbol enorme. Gritó al cielo como un energúmeno, pero no pasa nada. Caen rayos por doquier. Tiemblo. Siento que muero, pero a su vez una extraña adrenalina me llena de valor. Paso la noche entera en ese banco. Me despierto empapado, con un catarro enorme, pero vivo tras la tormenta más violenta que he visto en mi vida. Perplejo, lloro en el banco como un niño.

- Señor, ¿se encuentra bien? – me dice una señora mayor que pasea lentamente con su tacataca. Me mira extrañada al verme con un colador en la cabeza y varias sartenes asomando en mi chaqueta.

- Sí, nunca había estado mejor – digo dando un salto – ¡Estoy vivo!.

Esther.