26/9/11

Conversaciones al espejo (Esther)


- Cuando era pequeño quería ser mago. Llevar una enorme chistera negra y sacar un conejo blanco tras otro. Agitar la barita sobre mi puño y hacer desaparecer una moneda. Sacar pañuelos de colores de mi garganta y decir ¡TACHAN!. Quería conseguir enganchar a todo el mundo con el poder de mi magia. Conseguir arrancar una sonrisa o una lágrima a mi público era lo único con lo que podía soñar. Mis padres me compraron un kit de magia, de esos con cartas, varitas flexibles, anillas, lazos, pañuelos, etc., de esos de auténtico plástico, y me dedicaba a ensayar día y noche numerosos trucos. En el fondo lo que me pasaba es que me atraía David Copperfield y practicar su oficio me hacia sentirme más próximo a él. Sentía como si nos hubiéramos fundido en un solo ser. Eso si que era magia real.

- ¿Así es como te diste cuenta de que eras gay?.

- No. Me dí cuenta más tarde. A los quince años. Cuando mi madre murió.

- ¿Pero te has acostado alguna vez con una mujer?.

- Nunca. Pero no me hace falta comprobarlo. Se que sería incapaz. Cuando pienso en una mujer desnuda pienso en mi madre dando a luz a Silvia, en mi hermana enrollándose con Sonia y en mi tía dándole el pecho a su último bebé (si es que podemos llamar bebé a esa bola de pelos). Son creo que las imágenes más espeluznantes que he visto en mi vida.

- ¡Dios mío, como eres!. No podrías decir directamente que no te atraen sexualmente las mujeres y ya esta. Mira que eres crío.

- Bien, como quieras. No me atraen. Aunque sabes que miento con lo que te acabo de decir, en el fondo, lo que me pasa es que no las soporto.

- ¿Y como es que me soportas a mí?

- No lo sé... me produces nostalgia.

- ¿Que quieres decir con eso?.

- Pues que me recuerdas a la perra que tuve en mi infancia. Se llamaba Sweetie.

- ¡Serás cabrón!.

- No te enfades. Sweetie era una perra muy guapa y fiel. Cariñosa y simpática. Lo pasaba muy bien con ella.

- ¿Qué le pasó?.

- Unos niños del pueblo se la cargaron. La violaron y la apalizaron con un palo lleno de clavos. Eso ocurrió en el verano que yo tenía nueve años.

- ¡Salvajes!.

- No te preocupes, se llevaron su merecido. 

- Volvamos al tema inicial por favor.

- Como quieras.

- Entonces cuando tú madre murió te diste cuenta de que eras homosexual. ¿Porqué?, ¿qué es lo que desencadeno la muerte de tú madre?.

- No se chica, me dí cuenta sin más. Fui uniendo cabos y finalmente lo acepte. No hace falta un master para ello. Cristina... ¿puedo llamarte Sweetie desde ahora?.

- En fin… creo que hoy he escuchado suficientes gilipolleces para una noche. Ya nos vemos cuando me plazca. ¡Que te den! - me dice guillándome un ojo saliendo del local enfurecida.

Termino mi café tranquilo y pago la cuenta de ambos. Ella siempre se va sin pagar. Decido pasear lentamente por la calle, con mucha tranquilidad. A penas hay gente en la zona del puerto y el tiempo es de lo más romántico. Me siento en un banco y me quedó mirando los barcos atracar. Cierro los ojos y me hundo en mis recuerdos.

- ¡El padre de Jaime es mariquita, el padre de Jaime es mariquita! - gritaron los niños a coro.

- No, no lo es - bramó Jaime molesto.

- Sí lo es. Lo vieron besuqueándose en el parque con un hombre - dijo Raúl (el líder de la pandilla) burlándose de él.

- ¡Eso es mentira!.

- Se lo dijo Roberto, el del bar, a mí padre este domingo. Los vieron por la noche morreándose como cerdos detrás de un contenedor.

- ¡No, no es cierto!. Mi papá solo besa a mi mamá. Por que a mi padre quiere a mi madre y solo le gustan las mujeres.

- ¡Calla capullo! –  dijo uno de ellos.

- Tú que sabrás niñato – chilló Raúl.

-  ¡Pues tú padre es un borracho!.

- ¡Cabrón!. ¡Vamos a zurrarle chicos! 

Una lluvia de piedras enterró a Jaime en la tumba que acabó con su inocencia. Los niños lo apedrearon y le pegaron patadas ya en el suelo. En ese momento Sweetie, que estaba sentada bajo un roble dormitando, salió en su ayuda. La panda de niños recibió un buen par de mordiscos, y entre lágrimas salieron corriendo, cobardemente. Sweetie lamió el rostro descompuesto de su dueño. Las lágrimas se mezclaron con la sangre caliente que salía a chorros de su nariz. 

Un potente aullido me despierta de mis reflexiones que me tenían atrapado. Aparecen dos señoras, de edad avanzada, dando tumbos por la calzada. Ver a esas dos vacas burras solo me ha dado más ganas de suicidarme. Y no es que lo piense muy a menudo, pero lo pienso. Como todo el mundo supongo. El suicidio es una vía de escape a veces acertada, otras, francamente no, un simple y arduo error del que no hay vuelta atrás. Ambas mujeres llevan unos trajes llamativos que no se, me producen ardor en el estómago, por así decirlo. Una lleva un vestido azul eléctrico y la otra un traje de chaqueta amarillo canario. No hace faltan farolas en la calle, la luz y el espectáculo lo dan ya ellas.

- Hola guapo, ¿qué haces esta noche? - me dice la canaria que está más pintarrajeada que la otra. Lleva los labios de un color rojo muy potente y una sombra de ojos malva. El aliento le huele a cenicero y a Bourbon - ¿Quieres salir de fiesta con nosotras? - me dice sentándose a mi lado. Me dejan espachurrado entre sus carnes flácidas y aturdido por el olor a pachulí.

- Pues nada en especial. Antes de que ustedes dos quebraran la calma de la noche estaba recordando momentos de mi infancia.

- ¡Ay bribón!. ¿Y que recordabas?, ¿como le levantabas las faldas a las niñas?, ¿las tardes en el parque jugando con los niños?, ¿la escuela?, ¿las primeras pajillas? - me dice la del vestido azul abrazándome con ternura. Esta parece menos chalada, pero aún así...

- No, nada de eso. Bueno, si me permiten levantarme señoras, me marchó a casa que ya es tarde.

- ¡No puedes dejarnos solas!. Dos mujeres como nosotras, a estas horas de la noche, son presa fácil para cualquier desvergonzado - me dice la de amarillo chillón.

- Correré el peligro y rezaré por aquellos que se topen con ustedes dos.

- ¡Serás maleducado! - grita una de ellas. Ya confundo hasta sus veces de pito - ¡Maricón!. Eso es lo que eres. ¡Jodido palomo cojo! – dice la otra.

Paso de largo su comentario y me marcho hacía mi casa. La mitad de las farolas están apagadas y camino en una penumbra misteriosa. A mitad de camino me paro de golpe frente al portal de Cristina. Miro la hora en el móvil. Son pasadas las tres de la mañanas. Cristina debe de estar dormida. Creo que mañana se levanta temprano para ir al hospital a ver a su padre. Da igual, que se despierte. Necesito hablar con alguien ahora mismo y ella es mi única amiga. Aunque creo que la jodo demasiado, pero no en sentido figurado.

- ¿Quién coño es? – me dice con una voz encantadoramente adormilada por teléfono.

- Soy yo Sweetie – le susurro.

- ¿Pero que cojones quieres ahora Jaime?. Son las tres y media de la madrugada. ¡No sabes  que mañana tengo que estar en el hospital a las siete y media! – dice molesta.
- Si, lo se. Llámame cretino o todo lo que tú quieres, pero quería hablar contigo. Necesito verte – le digo quedándome sin voz. Noto que mi garganta se me hiela.

- ¿Dónde estás ahora? – me pregunta malhumorada.

- Debajo de tú casa. Esperando a que levantes tú culo perezoso de la cama y me abras la puñetera puerta.

- ¡Puto acosador!. Espera un momento. Ya te abro.

La puerta del patio se abre con dificultad. Y yo voy directo al ascensor, que como no, por regla general, se encuentra estropeado. Ahora me toca subir siete pisos. ¿No podría vivir en un bajo mi querida amiga?. Llego sin apenas aire en mis pulmones frente a su puerta y allí esta ella, bostezando y quitándose las legañas de sus ojos verdes. Tiene el pelo enmarañado, recogido en una coleta negra. Lleva puesto un chándal gris y una sudadera blanca con capucha, bastante hortera.

- ¿Qué es lo que te pasa ahora? – me dice apartándose de la puerta y dejándome espacio para que entre. Nos dirigimos al sofá y allí nos sentamos, uno frente al otro. Ella enrolla sus piernas con sus brazos y apoya el mentón en sus rodillas. Yo me quedo mirándole a sus ojos un momento y tomo aire. 

- Nada... Solo se que si no te veía esta noche iba hacer alguna tontería. Los recuerdos me estaban agobiando demasiado – le digo sinceramente.

- ¿Has bebido? – me pregunta olisqueándome la ropa.

- No. Ni una gota.

- Pues apestas a Bourbon.

- Ya… unas viejas que se me acercaron en el puerto.

- ¡Ajá! ¿Con que ahora te gustan maduritas? – me dice riendo.

- No – le respondo con máxima seriedad. Ella se acerca a mí y se recuesta sobre mi hombro. Me acaricia la barbilla y el cuello. Me da un suave beso en el cuello y luego me muerde la nariz. Me vuelve a sonreír como solo ella lo hace. Luego bosteza risueña.

- ¡Ves como me recuerdas a mi perra! – le digo lamiéndole una mejilla.

- Pues no se que decirte. Cuando quieras me pongo a cuatro patas y te ladro contenta por que me despiertas a semejantes horas, ¿eso es lo que quieres?.

- ¡Oh!. ¿Harías eso por mí?.

- ¡Estas peor de lo que me imaginaba!. ¿Podrías decirme realmente que te ocurre? – me dice cogiéndome la cara con ambas manos.

- Creo que si paso la noche en mi piso voy a cometer un error.

- ¿Que quieres decir con eso? .

- Me suicidaré – un silencio incomodo rompe la calma de la habitación. Es uno de esos silencios que devora a la misma quietud.

- ¡Pero que tonterías dices! – exclama aturdida - ¿Cómo se te ocurre hasta pensarlo? – me dice sosteniéndome la cara con fuerza, clavando sus sensatos ojos en los míos. No consigo esquivar su mirada.

- No lo se. Siento un peso muy fuerte sobre mí. Demasiadas cosas que tengo que intentar digerir. No puedo con todo esto últimamente. Antes me lo guardaba todo, pero me he dado cuenta que es una equivocación, pues siento que me marchito poco a poco. No sabes cuanto me duele el alma. Despertarme ya me es un suplicio.

- ¿Pero que dices?. Tú eres la persona más feliz que he conocido en mi vida. Sí, vale, con tus rarezas, pero siempre estas tan feliz. Es esa felicidad que se contagia y te hace sentir tan bien, como si estuvieras en un sitio que no quisieras dejar nunca, pues te da la calma que siempre habías buscado.

- Shhh – le silencio poniéndole un dedo sobre los labios - Tienes unos ojos preciosos Cristina – Me sonríe. Me besa. Me quedo quieto. Su perfume me embriaga, me es tan conocido y confortable que me hace sentir protegido de cualquier cosa.

Comenzamos a besarnos más pasional y rápidamente. Nuestras lenguas se enredan en una profunda espiral de frenesí. Me abraza con fuerza y me acaricia la cabeza. Yo no la suelto. Siento que si la suelto me caigo y no vuelvo a respirar.

- Jaime, vamos a la cama. Es tarde. Ven, vamos a dormir – me dice poniéndose en pie ofreciéndome su mano para levantarme. Yo me quedo abrazado a su cintura y sollozo calmado. Tengo mucho que contarle. Somos tan amigos y a la vez no nos conocemos. No se por que no soy capaz de abrirle mi corazón y mi mente y explicarle lo que me ocurre sin más.

- Gracias – le digo levantándome y dándole otro beso.

En la cama el sueño se apodera de Cristina fugazmente. Yo me quedó tumbado entre sus brazos, perturbándome con mis recuerdos.

- ¡Mama!, ¡mama! – gritó Jaime entrando en su casa – Mama, Sweetie esta muerta. ¡La han matado! – gritó entrando en la cocina con las manos llenas de sangre. Sus padres estaban discutiendo. Carmen gritaba sin cesar y Carlos intentaba calmarla. Ninguno se dio cuenta de la presencia del niño en la cocina.

- Carlos, ¿por qué me haces esto?, ¿ya no me amas? – lloró Carmen descompuesta.

- Yo no hago y dejo de hacer nada. No creas que ha sido decisión mía, he luchado por cambiar lo que siento pero me he enamorado – dijo sinceramente.

- ¿A eso lo llamas amor?. Eso es una perversión Carlos. Es inmoral y anormal. A ojos de Dios eres… eres… no puedo ni decirlo. ¡Carlos como has podido!.

- Lo siento Carmen, pero es que  ya no te quiero. Lo siento muchísimo – Carlos se acerco de rodillas y se puso a llorar entre las piernas de Carmen. Esta le golpeo furiosa hasta quedarse sin fuerzas.

- ¿Mama, estás bien? – dijo Jaime acercándose a su madre lentamente. Por un momento sintió como si el tiempo se paralizará y la escena estuviera congelada. Su madre estaba roja de furia, con las lágrimas mojándole la blusa y su padre echo un ovillo, agarrado a su falda - ¿Qué ocurre?.

- Ven aquí hijo. No te acerques a tú padre que te puede hacer daño – me dijo cogiéndome del brazo con fuerza y arrastrándome hasta su lado.

- Yo jamás le haría daño a nuestro hijo, eso lo sabes muy bien. Lo quiero con locura.

- Ya, pero tú ya estas loco. No entiendes lo que esta bien y lo que esta mal – le dijo señalándole con el dedo - ¿Te ha tocado tú padre Jaime?, ¿te ha hecho algo que tú no quisieras hacer?- me dijo alterada.

- ¡Pero como te atreves!. ¿Cómo le preguntas algo así al chaval?, ¿pero quien crees que soy?

- ¡Cállate! – aúllo desesperada – ¡Jaime, por favor, dime la verdad!.

- No se que quieres que te diga mama. Papa se ha portado como siempre conmigo. Nunca ha pasado nada malo.

- ¡Mientes! – grito cruzándome la cara – Eres como él, ¿verdad?

- ¿Cómo soy mama? – le pregunte llorando.

- Por favor Carmen no lo metas en esto. El no tiene la culpa de nada. Te lo suplico Carmen. Deja al niño en paz.

- Es como tú Carlos. Un desviado, un mariposón, un pierde aceite, un invertido, un bujarra, un amanerado, un sarasa, un sodomita… ¡un come almohadas!.

- ¡Yo no soy eso ni papa tampoco!. ¡Solo dices mentiras, como los niños del parque!

Carmen se levantó encolerizada y cogió un cuchillo. Apuntando a Carlos y le dijo a gritos - ¡Si tienes huevos, y aun queda algo de hombre en ti, nos harás un favor a todos y te quitaras la vida. Eres abominable - Carlos se quedo llorando, destrozado, en la cocina. Mi madre me llevo a rastras a su cuarto y me obligo a escribir doscientas veces “Nunca seré como mi padre. Él esta enfermo” en la libreta escolar. Ella se tumbo en la cama y lloró durante horas. Parecía que iba a inundar la habitación con sus interminables lágrimas e iba a quedarse seca. Cuando mi madre se durmió, presa del sueño, salí del cuarto a hurtadillas. Mi padre estaba en el baño, hablando con el espejo. Miraba a su reflejo y se decía “Tienes que cambiar… Esto no puede ser así… Todo es por tú culpa…”. Cada vez que estaba estresado mi padre se encerraba en el baño y conversaba durante horas con su reflejo. Mi madre lo llamaba su “terapia barata”.

Mi padre nos abandonó esa misma noche. Se marcho de casa y se fue a vivir con su amante al extranjero. Nos dejo dinero y una carta. En la carta se disculpaba por lo que había pasado. Se disculpaba por que las cosas hubieran salido así. Y a mí me decía que eligiera bien mi camino y que me olvidará de los prejuicios de todos los que me rodearan, lo importante era yo.

Pasadas las semanas mi madre y yo nos mudamos del pueblo. Los rumores se la comían viva y yo recibía más palizas que en mi vida. Comenzó a trabajar como modista en una tienda pequeña de Madrid y a los quince años, cuando ella murió por una neumonía, yo me trasladé a Barcelona.

El día que mi padre se marchó me dí cuenta de que la magia no me ayudaría en mi vida y quise ser actor, interpretar cada día un papel, vivir una emoción distinta... no quería ser quien era, no quería ser como mi padre. Eso es lo que me pasaba. Tenía miedo a ser su reflejo. Convertirme en la imagen que él veía al hablarle al espejo. Pero cuando mi madre murió acepte quien era y me liberé de una carga que me estaba matando.

- ¿Estas bien Jaime? - me pregunta Cristina con aire de preocupación. Enciende la luz del cuarto y mira el despertador. Son las diez en punto de la mañana. Su visita a su padre se retrasará unos días.

- Sí. Sí… eso creo. Solo que ha sido una noche extraña. Solo eso... no tienes por que preocuparte.

- Jaime, ¿recuerdas algún truco de magia?  - me dice con una sonrisa inocente y sincera.

- Sí. Aún recuerdo alguno.

- ¿Me harías uno ahora?.

- Vale. Me parece perfecto. Algo de magia es lo que necesitamos ahora.

Esther

Conversaciones al espejo (Rozae)

Estoy durmiendo y la razón que duerme sueña pesadillas, locuras, abismos de colores en los que por mi causa Bianca nunca existió. Antes de saber que ella era puta, se me ocurrió sencillamente que era una fresca sin oficio ni principio. “Ah furcia…, el apellido judío, Hunger”, mascullé para mis adentros la tercera noche que pasó a mi lado, “no podía ser casualidad”. Cuando se instaló, silenciosa como un ratoncito acorralado, en el estercolero que está junto al mío, pegado pared con pared, me pareció una pobre estudiante universitaria, quizás preñada de un par de meses, a la que sus padres habían mandado al infierno por cochina. Para un anciano como yo, que no franquea la frontera entre nuestro sucio bloque a lo colmena, en la que cientos de zánganos duermen la muerte o la borrachera del día anterior, y la calle, su llegada supuso un acontecimiento revitalizante que gusté de espiar con los oídos, pues no salí a usar los ojos, por la vergüenza de descubrirme. En verdad pronto se me hizo evidente que la inocentísima niña venía con un negocio entre las piernas, porque desde la primera noche se ha estado echando sobre la conciencia varios clientes, a cada cual más hediondo. En su lado del muro, sólo se escuchan sus sensuales gemidos de asco y los triunfantes estertores de los que le llenan el interior de la vagina con billetes mohosos. En mi lado del muro, yo soy el silencio hecho carne. Jamás ha podido escuchar de mí ni una respiración, camino descalzo por mi casa dejando huellas invisibles cuya existencia atenta Bianca no puede ni sospechar. A ella, los primeros días nunca la oí reír, llorar o tatarear, aunque me esforzaba por encontrar una risa un llanto o una canción que llenara mi vacío con los misterios de su juventud. Tras unos días de invariable rutina de zorra, se le desmoronó la paz y la suerte. Yo leía el periódico que el portero me trae por costumbre, junto al café de todas mis mañanas. Escuché gritos en las escaleras, reconocí la voz de Bianca y volé hacia el muro que nos une, hacia mi tapiado ojo de buey. Porque hay en esta pared un agujero a la altura de mi cara, no más grande que el iris de cualquier mirada. El inquilino anterior a Bianca tenía un espejo colgado de la otra parte; pensaba que era un espejo aunque bien podría haber sido un cuadro. No importa. El buen hombre hizo un cucurucho de papel que incrustó a presión con el anular en el dichoso agujero. Así, no podría ver nada del otro lado ni aunque el espejo no estuviese, pero a cambio todo se escucha con una claridad esplendorosa. Ese día, el escándalo de golpes y gritos que subía discutiendo por las escaleras eran mi Bianca y compañía. Alberto, dueño de la materia prima. Entonces entendí dos cosas importantes: que Bianca había estado huyendo de él y que de Alberto no se burlaba nadie. Una vez dentro del ruinoso piso, ella abandonó los gritos y se entregó a un llanto derrotado pero arisco que, mezclado con el frenesí de Alberto, se materializó en un apretado nudo de besos que terminó con los posibles clientes de esa noche y encendió mi insomnio con las chispas del placer ajeno. Aún los veo a los animales dentro de mis ojos como si los tuviera delante y Bianca se dejara follar por Alberto mirándome a mí y sólo a mí. Uno distingue enseguida si el gemir de ella son puras transacciones de puta o si es el padrote quien la abre en canal y la riega por dentro con semilla, porque los suspiros de gusto se le escapan a traición de la boca en un quejido interminable, alabeado, muy parecido al llanto. Fríamente, Alberto se me antoja una figura interesante. Lo admiro con cierto fervor. El control que tiene sobre el cuerpo de Bianca es ejemplar, aplasta sus pequeñas rebeliones con paciencia y desdén de tirano acostumbrado. Se ha esmerado especialmente en el arte de manipularle el sentir y mezcla el vocabulario del amor y el de los negocios como haciendo una trenza de materiales incompatibles que acabada siendo sencillamente hermosa. Incluso a mí, que no me tiemblan los labios por tenerlo cerca, consigue engañarme a veces, y me sorprendo convencido de que me ha metido a puta porque su amor por mí es puro e inquebrantable. La manera que tiene de explotar la cadencia amante para hablarle de dinero hace de la prostitución un anticipado y generoso regalo de bodas. Durante semanas, cuando Alberto nos dejaba solos, Bianca y yo nos quedábamos muy confundidos, salivando y escuchando campanitas en el aire como un par de perros abandonados. Luego las campanas enmudecían de golpe, como avergonzadas, y el soldado que llevo dentro planeaba cómo arrancarle las pelotas y hacérselas tragar crudas, aunque temía que eso fuese lo primero que Bianca me viera hacer y nunca terminé por decidirme. Pero incluso amando a Bianca como llegué a hacerlo, cobarde, me replegaba en la humillación de mi vejez, avergonzado de una pasión ilícita en un cuerpo como el mío: viejo. Jamás salí a enfrentar a Alberto, me hubiera hecho pedazos.
Uno de esos días en que el padrote se marchó especialmente satisfecho de sí mismo (el hedor a testosterona quemada no se fue del edificio hasta varios días después), me asomé por la ventana velado por la cortina, simplemente a mirarlo irse. Para no ser (no soy) maricón, sólo su manera de caminar me pareció de lo más atractiva, en la línea dura e indiferente de Cary Grant, una vocación propia que respetar y dos o tres mujeres pegándosete a las rodillas ansiosas porque las trates como a mierda. En Grant estaba pensando, cuando un grito de Bianca me trastornó. Un grito afilado y cortante cuyo enfático vuelo me indicó que también ella estaba en la ventana, en la suya, espiando los pasos de su joven canalla y volviéndose loca. Helado, la escuché caminar ávidamente por su habitación y finalmente chillarse pero qué clase de sadomasoquista enferma puede acabar enamorada de alguien tan podrido como Alberto. Me acerqué a mi agujero con lentitud, hechizado por la irresistible soledad de la que estaba hecha su voz. Sentí que la tendría justo enfrente si no hubiera estado el muro, la imaginaba mirándose al espejo con expresión torturada, y poco después su desacompasada respiración me indicó que lloraba, sin más ruido que el de sorber lágrimas y aire de vez en cuando. Cerré los ojos, viéndola inclinar la cabeza y cerrar los suyos y ponerse una mano en la mejilla mojada, y acaricié la pared con una caricia impotente, estéril. “Nunca hablo sola, pero nadie me quiere y yo no confío en nadie”, escuché que se excusaba ante la Bianca del espejo, y gimió “Me siento tan estúpida, pero si no vomito esto me voy a morir: Alberto, yo…” No dijo más, supongo que la venció la vergüenza de sentirse desequilibrada. Permaneció ahí de pie un rato, como yo. Luego oí los muelles de la cama donde, rendida, se dejó caer. Pero no hubo reposo para mí. Saqué papel y la pluma que me regaló Rita en mi treinta cumpleaños y me senté a pensar en cómo puede un viejo confesarle su amor a una joven sin que ella se eche a reír y luego se muera del asco. El sarcástico haz de la luna sólo me inspiraba la idea de que yo era la muerte y Bianca la doncella de Schubert. Me imaginaba hablándole a la desesperada, imaginaba el desdén de su boca, me veía ofreciéndole dinero, humillándome, humillándola, me imaginaba pagándole a golpes el doble rechazo. Amanecí insomne, con el papel en blanco y los ojos heridos de sueño inyectados en sangre. Con una lentitud abrumadora, muy tímido y sintiéndome ridículo además de viejo, escribí tan sólo:
“Sonríeme.
Te ama,
tu espejo.”
Incapaz yo mismo de sonreír pero ya decidido a hacerle llegar el absurdo mensaje que me había costado toda una noche escribir, salí a la calle por primera vez en años para mandárselo por el correo habitual, escribiendo en el sobre sólo el nombre de pila de la destinataria y la dirección. La carta llegó al día siguiente, imagino que se la dio el portero, “¿Señorita Bianca? Espere, ha llegado algo para usted”. Ella se disculparía con una sonrisa dulce y triste, “Tiene que ser una equivocación, señor, nadie que me conozca sabe dónde estoy. Pero gracias”. ¿Tendría padres, hermanos, esta muchacha? El portero insistiría con amabilidad, mostrándole el sobre hasta que ella lo tomara, perpleja. Lo abriría en su habitación, sentada sobre su cama. Releería las palabras varias veces, sin entender, y acabaría echándole a su espejo la mirada inquisitiva y desesperada de un condenado a muerte. Al otro lado, aterrado, yo estaba aguardando su reacción. La escuché abrir su puerta y, supongo que en la creencia de que alguien se estaba burlando de ella, se dirigió hacia la mía con una determinación que no le había conocido antes, y la aporreó con aires de reclamo. Silencio. Inquieto. Insiste. “¿Buscas a alguien, tesoro?”, escuché intervenir a la voz de la vecina, irritada madre de cinco mocosos a los que nadie soporta ni dormidos. “Ah, discúlpeme… Necesito hablar con las personas que viven aquí, ¿sabe si están dentro ahora?”. Silencio… “Pero si no vive nadie a tu lado, querida”, replica al fin la vecina, cautelosa con mi situación, “Hace tiempo que no vive nadie, al menos hasta donde yo sé”. Viendo que Bianca calla, la vieja le da detalles. “El último inquilino fue un hombre de unos ochenta años, antisocial como el que más e inválido de guerra, de apellido Metzger, que vivió ahí mismo, junto a tu departamento, por muchos años. Salía muy poco y acabó por marcharse un día sin decirle a nadie adónde pensaba ir, pero es que no tenía ni un amigo. Si quieres saberlo, era un amargado, y no puedo decir que no tuviera razones. Su esposa…”, “Pero eso es imposible, señora,” replica Bianca molesta y sorprendida, antes de que la otra puta acabe de destriparme, “Yo… he recibido una carta muy extraña, que sólo puede haber venido de esa casa”. Esconde el papel a sus espaldas, como protegiendo algo íntimo, lo sé. “Te digo que no, bonita. Si no te fías de mí, pídele una llave al portero y compruébalo por ti misma. La casa está vacía”. Bruja entrometida, pensé que me estaba encubriendo por compasión y ahora me echa al portero encima con el manojo de llaves entero. “Muy bien, gracias”, zanja Bianca con sequedad y se mete en su casa. Baja el espejo de la pared, localiza el agujero y hurga un poco en el papel endurecido, pero no logra nada y vuelve a poner el espejo en su lugar, turbada. Se ha estado mirando largo rato en él, lo sé porque la ausencia de pasos indica que no se ha movido. “No sé quién eres”, murmura de repente, “ni por qué hago como que te hablo, pero si tú me hablas sabiendo que soy una mierda tienes que ser una gran persona, de esas que no juzgan los pecados ajenos. Gracias”. Sonrío. La imagino sonriéndome, desdichada, agradecida. Si he logrado que se sienta mejor sea en el aspecto que sea, entonces mi atroz sensación de ridículo está compensada con creces. Luego sale. Está mucho rato fuera y llega a las dos de la madrugada Dios sabe de dónde. Lo primero que hace es acercarse al espejo y hablarme. Me extraña que tenga tan claro que al otro lado yo aguardo sentado y enfermo de insomnio a que llegue sana y salva a casa, pero así es. “Estaba paseando, hambrienta”, me cuenta en cadencia confidencial. “Viniendo hacia aquí un viejo me ha tomado por la puta que soy y le he dicho con cuanta educación he podido que se equivocaba conmigo. Si Alberto se entera, me mata. Pero hoy no podía”. El espejo no le ha contestado, se ha limitado a clavar en ella una mirada de sombra y tormento idéntica a la suya, pero yo he aferrado fuerte la pluma de Rita y me he sentado a escribir, inspirado. Mientras, y por primera vez en mucho tiempo, mi musa se acuesta feliz abrazada a mi carta miserable y se duerme con un amago de sonrisa revoloteando en esos labios de gloria que nunca podré besar.
Estoy durmiendo y la razón que duerme, sueña con la luz oblicua del sol despertándome con dulzura a través de las persianas. Soñaba algo rarísimo, remoloneo, estaba yo pero me veía desde fuera, desde el hombre al que amo que en el sueño era yo. De repente, me levanto sobresaltada aún con el adorable mensaje de Roth apretujado entre los dedos, que recogí del pellizco entre la pared y el espejo, donde siempre nos dejamos las notas. Me visto sin soltarlo, rápida, y salgo corriendo de la pensión hacia el Café Turco, donde había quedado con él hace ya una hora, pero me quedé dormida sin querer. El Café está abarrotado de gente, la mayoría soldados de permiso, como siempre, unos ansiosos y otros no tanto por volver al frente. Me abro paso entre el humo y el alegre alboroto con cuanta delicadeza me permite mi impaciencia, buscándolo a la vera del escenario, porque le gusta tener el espectáculo cerca. Esta noche, una mujer de tez muy blanca y exquisito vestido negro canta con la misma languidez con la que fuma cuando no canta, mientras un hombre que se me antoja ciego la acompaña con el piano con cierto aire melancólico. Localizo a Roth y enredo mis ojos con los suyos. Está cómodamente anclado con el hermano de Rita en una mesa cercana al escenario, como supuse. Sonrío para que no sepa cuánto me rompe las pelotas la presencia de su cuñado, quizás con cierta frialdad no premeditada. Me advierte con una mirada cortante que no me acerque a él ahora y le doy a entender con un gesto que he recibido alta y clara la orden. Así, observo desde mi posición. Tranquilo ahora, se lleva a los labios la pinta de cerveza y bebe paseando su perezoso mirar por la cantante, por su amigo y por mí. Acusa aburrimiento. El hermano de Rita se lo está pasando mejor, sin duda. Ríe continuamente porque una hermosa moza de veintitantos está sentada en sus rodillas, rodeándole el cuello con un brazo y colmándolo de atenciones innecesarias. Es de una sensualidad rebosante. No me cuesta entender que es una prostituta, pero no me importa el dato, es normal. Y, desde luego, es una prostituta de lo más elegante. Va muy maquillada, pero no le sienta mal. Al contrario. Soñadora, observo sus cuidados gestos, su estudiada manera de sonreír, de tocarse el pelo. Me parece irresistible, siento algo de envidia dándome cuenta de que me gustaría ser como ella. De repente se me ocurre que sé cómo salvar esta situación sin que el cuñado de Roth me fije en su memoria y sin tener que quedarme aquí humillada y silenciosa hasta que él logre deshacerse de su amigo de alguna manera aún misteriosa y en todo caso tardía. Rondo su mesa como distraída y me voy hacia ella como si no me importara cuál elegir. Me siento en sus rodillas imitando el estilo casual de la otra, sonriendo como si me vendiera y saludándolos con el descaro de quien ya lleva varias copas en el cuerpo. Roth me hunde una mirada de espanto que en este momento no interpreto correctamente. “Mi amigo está comprometido hasta que la muerte los separe, ¿sabes guapa?”, me dice el cuñado con una carcajada diplomática que no puede ocultar un celo sincero, “así que, ¿por qué no te vienes conmigo y con Susanne? Tengo mucho que celebrar, qué menos que dos…”. Aunque perpleja por tanta desfachatez, logro exhibir una indiferente sonrisa de aceptación porque los negocios sean los negocios, desclavo mis uñas del cuello de Roth y me voy a sentar en las piernas del otro, que de nuevo ríe feliz como un imbécil con la lotería. Siento un acceso de repugnancia. El aliento le apesta a alcohol y puros, pero eso es lo de menos, no creo que sobrio me cayera mejor que ahora en que lo escucho decir cochinadas sobre lo que puede hacer con dos mujeres y una cama. La tal Susanne me observa con cierta curiosidad, quizás porque no tengo exactamente pintas de puta, pero no porque no pueda pasar por una novata, me parece. Aún así, hay algo defensivo en su talante, algo que me llama su rival. El cuñado ha sacado un tentáculo de ella y lo ha instalado en mi pierna, casi por debajo del vestido, compruebo horrorizada mientras deduzco que con esa verborrea más o menos entendible lo que el tipo me está pidiendo es un beso, y los dos ven en mi cara el asco que la sola idea me produce. Eso la sorprende a ella y lo medio indigna a él, que exclama groseramente “Vamos, antes de… (ya sabes…) tengo que probar la mercancía”. Como si un relámpago me partiera la cabeza en dos, me siento como un objeto cuya supuesta voluntad no le importa un carajo a nadie. Segura de que Roth opinará después que me lo tengo merecido por haberme metido donde no me llamaban, me hago cargo de que mis demás opciones son o demasiado escandalosas o están completamente fuera de lugar, cierro los ojos y le presto la boca un rato para un beso retorcido y empalagoso del que no saldré con vida, es evidente. El sospechoso tentáculo se me desliza entre las piernas que, ya furiosa, mantengo herméticas con talante de prostituta virgen. El borracho se relame cuando renuncia a meterme la lengua más adentro y entonces lo miro con abierta repulsión. “Quizás no sea tu tipo, cielo”, me dice Susanne con verdadero desdén, “anda, ve, mejor déjamelo a mí”. Le sonrío con simpatía, me guiña un ojo y después de un rato consigue llevarse al borracho, que medio trastabilla al levantarse todavía ofreciéndome cheques para que me vaya con ellos. Roth me mira muy serio, y yo me echo a reír bastante abrumada, aliviada de que estemos a solas. “¿Es divertido que te tomen por zorra, nena?”, me pregunta con frialdad. “Sí”, replico molesta, “puede resultar una anécdota un poco asquerosa, como has visto, pero merece la pena sólo por ver la cara que me estás poniendo ahora”. “A mí no me divierte”, apunta como traumatizado, “Hoy he tenido una pesadilla horrible: tú eras puta y yo viejo”, “Pobrecito, ¿y has llorado al despertar?”, “Un poco, pero ya estoy mejor”, se cruza de piernas y sonríe. Tiene una sonrisa de niño que me vuelve loca, me lo comería a besos cuando me sonríe así. Me levanto impaciente. “La vida es sueño, que dicen en el sur”, digo tendiéndole una mano que él rechaza con un revoloteo de la suya, negando con afectación y diciendo “Agradezco su oferta, pero hoy es mi noche libre”. Exploto a reír perpleja, él vuelve a estar serio. “Está bien”, digo resoplando, me meto la mano en un bolsillo, “te pagaré”, saco varias monedas, se las muestro. Él las mira nada convencido, tamborileando con los dedos en la mesa con aire entre cansado y ofendido; se me escapa una risa exasperada, “Ah vamos, ¿soy demasiado vieja para ti?” tanteo en tono juguetón, “¿Cuánto quieres, guapo?”, rebusco y saco un puñado de billetes arrugados, por lo demás de escaso valor. “No llevo más encima, pero mi esposo trabaja en el Ministerio de Trasporte y está podrido de oro: te daré más”, prometo. Al fin pone los ojos en blanco, resignado, apura su cerveza y extiende la mano, aceptando mi dinero miserable y guardándoselo. Cuando le doy todo lo que tengo se muestra más satisfecho. “Por ahora bastará”. Se levanta, le ofrezco el brazo caballerosamente y él, muy educado, lo toma sin rechistar. Me lo llevo a la pensión y me lo follo un par de veces. A las cuatro de la madrugada, mientras se lía un cigarrillo en la cama, abro la ventana para ventilar el cuarto de gemidos. Una corriente de aire fresco me estremece, pero igual apoyo la espalda ahí, mirándolo cruzada de brazos, y de repente se me ocurre decirle con mucha ternura “Les he hablado a mis padres de ti”. Levanta los ojos de su tarea, estupefacto. Tras un silencio incómodo, decide que lo más inteligente que puede decir ahora es “¿Por qué? Estoy casado”. Alzo las cejas. “Lo sé. Y tanto o más me muero por tus huesos”, “¿Les has contado eso, que tengo esposa y un bebé?”, “Por supuesto que no, te tomarían por un cerdo sin principios. Como yo a veces”, “Oh, que te follen. Qué les has dicho entonces”, “Sólo tu nombre y que quiero que mis hijos sean tuyos”, “Mierda”, “¿Sí?”, “Entonces lo de los huesos. Y qué han dicho ellos”, “Que vengas mañana a comer a casa, siempre que seas practicante”. Nos reímos con risas gemelas. “Entonces estoy jodido”, “Por partida doble”. Nos asustan puñetazos contra la puerta, alguien que llama a golpes, intercambiamos una mirada de terror como preguntándonos a por cuál vienen, paranoicos con esas cosas que cuentan por ahí. “¿Le has dicho a alguien que estaríamos aquí?” murmuro, “No soy un bocazas, nena”, murmura. Vuelven a llamar. Empiezo a vestirme temblando. Él deja sobre la cama el cigarro a medio hacer, busca en el suelo sus pantalones, saca el arma del cinto, quita el seguro y me hace un gesto para que me quede atrás. “¿Qué vas a hacer, disparar, idiota?”. Me ignora, abre la puerta así, desnudo, y enseguida me mira y resopla con alivio y cierta decepción por no haber podido lucir un poco más esa reprimida vocación de vaquero con la que a veces obsequia a los presentes. “Sólo es el subnormal del hispano”, anuncia con desenfado. Cierra y vuelve a guardarse el arma, “Me preguntaba cuánto más tardarías en aparecer, Ephialtes”, saluda con una sonrisa de escarnio, “al menos esta vez has esperado a que ya no se me levante”, y le guiña un ojo. “¡¿Alberto por Dios estás sangrando?!”, “Unos hombres malos me vieron por la calle y me pegaron… dijeron que era… ssubnormal”, dice Alberto para mí pero mirando a Roth, siseándole la última palabra como una serpiente herida. Roth se ríe. “¿Cómo nos has encontrado, imbécil?”, “Te he dicho mil veces que no le hables así”, “Bianca me lo cuenta todo”, “Ah, espero que no”, “Cállate y ayúdame con él”, “¿Pero no te das cuenta? Nos ha seguido, quién sabe cuánto rato lleva en la oscuridad del pasillo, escuchando o algo peor”, “¡Roth!”, “¡¡El maricón me está mirando los huevos!!”, Sonriendo, se agarra amorosamente las pelotas como para protegérselas. “No, yo no…”, “¿Puedes dejar de decir estupideces y ayudarme a curarle esto, por favor?”, estallo pero él suspira, recupera el cigarrillo a medio liar, se deja caer en el sofá con una cajita de cerillas, termina de liárselo y lo enciende con parsimonia, dando una primera calada llena de paz. “Preferiría no hacerlo”, dice con indiferencia. Indignada con la estampa, lanzo una carcajada iracunda, “Por amor de Dios, ponte un poco de ropa y ayuda en algo. ¿Qué mierda te crees que eres, Cary Grant?”, “Grant se muere por cagar mi mierda, Bianca”, cruza las piernas sonriendo con malcriada chulería y dejo de contar con él. (Me parece que quien le malcría esa faceta soy yo, me maldigo por ello aunque sea tarde). Lavo las heridas de Alberto, se las curo con coñac y lo que puedo encontrar para el caso y mientras le vendo la mano, la rabia me envenena los ojos de lágrimas y exploto, “Perdóname, debí estar contigo cuando esto pasó, defenderte, y no… aquí, con él, perdóname, me iré contigo ahora…iremos a casa…dormiremos allí…”, “Ah, por encima de mi cadáver”, “¡Tú mantén la boca cerrada!” grito y beso la carita de Alberto, sus ojitos medio bizcos, morados, hinchados, mi pobre criatura, lo acaricio, quién te ha hecho esto, lo abrazo con celo, dulce, airada. A mis espaldas, las miradas de ellos chocan entre sí como el metal de dos espadas, la de Roth seria, la de Alberto maliciosa. Yo sólo soy ahora mi llanto impotente. Roth insiste con tono cauteloso. “No irás a ninguna parte a estas horas. Prefiero que te lo folles delante de mí que imaginaros solos y de noche por este barrio de mierda. Que ocupe mi puto sitio en la cama y que duerma aquí, o me obligarás a ir con vosotros adonde sea”. Lo miro no muy convencida, sin agradecimiento. Cojo la cara de Alberto, inquieta, “…Qué dices… ¿no te importa? ¿Quieres dormir aquí, conmigo?”, Alberto asiente desvalido y lo abrazo de nuevo. Luego me acuesto para intentar dormir, de lado, y él se acuesta y me abraza por atrás, tiernamente, como un niñito indefenso. Roth observa su mano en mi cintura con cara de vómito. “Salgo a echar un cigarro”, proclama y empieza a vestirse. Luego sale. Acaricio las manos de Alberto en mi vientre, dibujando en la oscuridad los pasos de Roth. Bajaría las escaleras, enfilaría por cualquier calle y pasearía sin rumbo fijo, liándose el cigarro, fumando con una y con la otra mano durmiendo en el bolsillo, pensando en que Alberto finge su enfermedad por el capricho de manipularme, en cómo estarán Rita y la niña, en si tendrán bastante con el dinero que les manda, en qué hacer conmigo cuando la guerra acabe y todos nosotros hayamos perdido algo más que la guerra, sin saber que no tiene que decidir nada a ese respecto porque para entonces yo no estaré aquí, pero eso no se lo diré, que sufra de dudas, es lo mínimo, por infiel. Cuando regresa a la pensión, procura no hacer ruido al entrar, al desnudarse. Al ver que va a recostarse en el sofá, lo llamo bajito, le tiendo la mano. Veo que duda, pero finalmente me da la suya y con cuidado le hago un hueco en la cama, delante de mí. Se acuesta de espaldas y lo abrazo por el vientre, como Alberto ha hecho conmigo, y él me aprieta las manos, como yo he hecho con Alberto. Al cabo de un rato, los tres seguimos despiertos, pensando que los otros dos duermen. La mano que Alberto depositara inerte sobre la curva de mi cintura alza el vuelo sólo unos dos centímetros para buscar la misma curva pero en Roth. La deja caer con delicadeza sobre él, Roth da un respingo involuntario que nos tensa a los tres, y los siguientes segundos, confusos, se deslizan sobre nosotros como escarcha derretida sobre nuestra piel antes tibia. Al ver que Roth no dormía, pensando que yo sí, Alberto vuelve a colocar la mano en mi cintura, avergonzado de la caricia que se le ha escapado. Con un “Te equivocas de culo, Ephialtes” atascado entre la nuez y los labios, y sin saber por qué lo hace, supongo que tanto o más perdido que yo, Roth le busca la mano, se la toma y vuelve a colocarla sobre sí. Yo sonrío, porque Alberto no la retira de nuevo, y los tres nos dormimos así, como amantes extraños, sin entender qué acaba de pasar en la negrura y sabiendo que ninguno de nosotros hablará de ello mañana, cuando lo recordemos al mirarnos a los ojos los unos a los otros.
Estoy durmiendo y la razón más estúpida me hace palpar la cama vacía en cariñosa busca de Roth, pero en vano. Sigo sola desde que Alberto se fue anoche. Me levanto y voy a ver si el portero tiene una nueva carta de mi espejo, porque hace varias semanas de la primera, y ya no puedo vivir sin ellas. Prometí al espejo no tratar de averiguar si hay una mano humana detrás de las misivas con las que converso en voz alta, como una loca, pero mi curiosidad ha devenido en una tortura que ya no puedo soportar. “Parece que tiene un muy fiel admirador, señorita Bianca”. El portero me da otra carta, muy amable, y una copia de la llave del piso de al lado, cuando se la pido. Subo de tres en tres. Primero, ceremoniosa, leo la carta, que habla punto por punto sobre lo que le confesé al espejo anoche. Sonrío a medias, siempre admirada. Luego tomo la llave, cada vez más decidida a saber por fin cuál es la voz del espejo que me escribe. Me lo imagino hombre, por placer me lo figuro joven, guapo. Para mis adentros lo llamo Roth y no sé bien por qué. Muy nerviosa, entusiasmada, me planto ante la misteriosa puerta vecina. Pido perdón por el sagrado allanamiento que estoy a punto de cometer, pero ya tengo claro que no voy a conocer su rostro porque él dé un primer paso, y es evidente que aquella vecina loca y entrometida estaba equivocada porque… “Bianca, por favor…” ella llevaba semanas hablándole a él a través del espejo, y ahora por fin lo sabría…“Bianca, no…”, lo sabría todo. Todo. Introduzco la llave del ritual en la cerradura, imagino a Roth sentado junto a la ventana, con la bonita pluma azul en la mano, otra carta a medias, sin sospechar que yo me estaba acercando a él decidida a abrazarlo hoy, conseguida al fin la llave de su casa. Lo imagino levantando los ojos hacia la puerta, observando con terror el movimiento del picaporte mientras yo abro, “Bianca…”, mientras abro del todo. Entro y una luz que viene del balcón me ciega un momento, el sol se refleja con estridencia en el cristal de la ventana abierta. Acostumbrada la vista, se me hiela la sangre. La puerta chirría quejumbrosa detrás de mí, cerrándose por inercia. Luego se queja el silencio. Aventuro uno, dos pasos por esta tupida alfombra de polvo que tengo bajo los pies. Llamar a alguien en voz alta sería absurdo. Una rata asquerosa sale corriendo de una habitación y entra en otra. Grito de susto y espanto, odio las ratas con todas mis fuerzas desde que soy una cría, respiro hondo, sigo avanzando hacia el comedor. Hay en medio una mesa de madera, muy vieja, con un periódico abierto encima, la fecha es la de hoy, pero de hace un año, un sillón cubierto con una sábana fantasmal, una televisión con la pantalla rota, una lámpara de cristal derruyéndose en el techo. Innumerables telas de araña lo recubren todo: sillas, estanterías con libros y esquinas llenas de insectos muertos. Una rata más joven ha convertido un tocadiscos mudo en su trono y ahí se relame las patas, ignorándome como a una intrusa irrelevante. Hay fotos hechas polvo sobre las estanterías, cuyas imágenes diluidas se intuyen o distinguen con dificultad. Tomo una en la que dos jóvenes vestidos con uniforme militar sonríen delante de un tanque con sendas cervezas en las manos. En otra una niña de unos siete años juega con un perro y otro niño que no sale entero en la fotografía. En otra un hombre anciano abraza a uno muy joven como en una bienvenida. Doy la espalda a esos retazos de memoria ajenos a mí y escudriño la casa del derecho y del revés, desesperada. Revuelvo los armarios, los cajones. Encuentro un fajo de cartas, pero son demasiado viejas para ser borradores, jóvenes versiones, de las que yo recibo. Desato con cuidado el lazo que las mantiene unidas y leo algunas. Hierven de pena y soledad mal asumida y empiezan con tópicos de cine como “Roth, los días son eternos sin…”, “Te escribo sin saber si vives amor pero…”, “Ojalá esa maldita guerra no nos…”. Me empalagan más que me conmueven, pero no por ello me inspiran menos respeto. Vuelvo a atarlas y dejarlas en el mismo rincón. Debajo hay una nota muy breve que no entiendo y que casi se cae a pedazos, pero me la meto automáticamente en el bolsillo como si fuera mía: “ven al turco a las 10 sin cuñados nene b”. En el mismo cajón encuentro sorprendida una cruz de hierro. Aún ensimismada en la cruz, miro por la ventana y compruebo con sobresalto que Alberto regresa. Corro hacia la puerta semicerrada y cierro del todo, cobardemente. Pero no puedo verlo ahora o lo voy matar. Lo oigo subir las escaleras, entrar en mi departamento, llamarme fuerte, Bianca, Bianca, dónde te metiste puta. Camina de un lado para otro durante unos quince minutos y luego se marcha. Me admira lo nítidos que he distinguido sus movimientos desde aquí. Estoy perdida, derrotada, no comprendo nada. ¡Pero las cartas…! ¿Las cartas vienen de nadie, de la nada, de la muerte? Esta casa no tiene dueño desde hace mucho ¿quién escribe mis cartas me las escribo yo me las envío y no recuerdo haberlo hecho cuando las leo? Vomito en el suelo la mitad de mis tripas revueltas de hambre y ácido. Mareada, busco a tientas el camino al único dormitorio de la casa, me siento en la cama, me tumbo un momento, los pulmones se me encharcan de lágrimas. Me aprieto las sienes con odio, ahogándome. Ojalá pudiera desaparecer de este mundo a voluntad. Abro bruscamente el primer cajón de la mesita, recordando haber visto durante mi registro un frasco de pastillas para el insomnio. Tomaré sólo unas pocas, sólo unas pocas, para escapar un rato de este infierno podrido de mentiras que me he creado sola, será rápido, la cabeza ya me da vueltas, no tardaré… no tardaré en dormir… Y en un tren… al fin le veo…
Estoy durmiendo y eso hace de mi suicidio a base de somníferos una (cuestionable) pesadilla, bostezo. Soñaba otra vez que Bianca o yo buscábamos al otro cuando uno ya estaba muerto, y esta vez yo era ella. Me desperezo paseando por alrededor una mirada apática. El tren ya está muy cerca de la estación en la que me corresponde bajar. Me he dormido con la maldita cruz de hierro del comandante en el regazo, la oculto con vergüenza antes de que alguien me la vea. Mientra el tren frena, traqueteando con escándalo, tomo mi bolsa del portaequipajes, me la coloco al hombro con dificultad. La estación está atestada de fantasmas atareados que corretean de un lado para otro como hormigas absurdas. La atravieso con una lentitud angustiosa, cojeando para siempre, intentando compensar con las muletas lo que debería ser una pierna de verdad. Rita aún no lo sabe, no sé cómo decírselo. Ni eso ni que el mes pasado su hermano voló en pedazos durante una incursión enemiga mientras yo montaba guardia borracho, mirando las estrellas. Pero antes de enfrentarla a ella, tengo que buscar a Bianca como prometí. Juró no escribirme mientras estuviera en el frente, y me hizo jurar como moneda de cambio que cuando mi tiempo de guerra terminara, regresaría aquí antes de volver con Rita, sólo para despedirme. Pues bien, mi tiempo, y el de la guerra, están por llegar a su fin. Nadie lo dice en voz alta todavía, porque es un crimen, pero ya agonizamos en el pantano de la derrota, la historia de humillación se repite en son de burla, y a mí me importa un carajo, porque soy la ruina de lo que alguna vez fue un ser humano y si no puedo estar para mí no puedo estar para nadie. Me despediré, partiré al oeste, y me recluiré en alguna ratonera donde nadie pueda averiguar que un día fui feliz yendo a matar hombres. La casa de los padres de Bianca queda al este de la ciudad, ciudad encharcada que parece simbolizar con su decadencia la destrucción de las columnas que siempre me sostuvieron. Avanzo por los patios de las casas, y al llegar al número de Bianca se me hiela la sangre. Cierro los ojos con fuerza para que no sea verdad, como un niño estúpido, pero en el fondo estaba asumiendo que esto podía haber pasado y que, de hecho, si permanecían aquí era lo más probable. La idea de que Bianca no quisiera huir del país por si yo sobrevivía a la guerra me invita sonriente al abismo. Me giro y compruebo que en la acerca de enfrente, la carnicería de su madre en la que ella ayudaba a veces tiene bajada la persiana, oxidada y mancillada con dos torcidas palabras negras, “negocio judío”, que parecen las dueñas de la calle. Mecánicamente, camino y paso por encima de la puerta derribada. El polvo es rey y las ratas reinas de esta casa que apesta a tumba. La familia se ha esfumado como una chispa en el aire y a todos los efectos es como si ni siquiera hubiesen existido, una pila de cadáveres extraoficiales sin nombre ni epitafio. Su casa parece haber sido saqueada varias veces después de las detenciones, porque faltan cosas y hay muchas por el suelo, libros, revistas, papeles, fotos con marcos rotos. Paseo por toda la casa como si no tuviera nada mejor que hacer. Subo a su habitación y me planto en medio. A mí no me inspiran ningún sentimiento, ni de asco ni de ternura, pero Bianca odia las ratas con todas sus fuerzas desde que era una cría. Hay una muy cerca de mí y, ésta sí, me inspira un odio caliente como sima de infierno, por patética. Los cuartos traseros le cuelgan inútiles y en carne viva y se arrastra por el suelo lentamente, sólo con ayuda de las patas delanteras, que tampoco tienen muy buen aspecto. Supongo que algo pesado le cayó encima hace tiempo y no hace mucho que consiguió escapar, pero a un precio muy alto. Demasiado alto, porque ahora no podrá huir. Parece que me esté mirando, así que le sonrío y la atizo contra la pared con una de las muletas. Chilla desesperada. Bianca tiene razón, es un animal asqueroso. No puedo entender qué diantre pretendía Dios repartiéndolas por su magnífica obra. Para remediar este error divino concreto, acorralo a la moribunda en un rincón y la punzo y punzo con la muleta hasta que es sólo una masa palpitante de sangre y pelo de rata. Luego me dirijo a la pensión donde Bianca y yo teníamos la mala costumbre de follar. No para encontrarla, porque a estas alturas ya debe de haber muerto de hambre en cualquier campo de trabajos forzados del país. Cuando llego, reconozco fríamente a la dueña y ella me mira como si viera a un fantasma, pero consigue arrancarse una sonrisa del fondo de las tripas y ofrecérmela tristemente, abrazándome en un arrebato de afecto o pesar que me es totalmente ajeno. No sé en qué momento ha empezado a hablar. “Oh lo siento tanto, muchacho, se la llevaron varios meses después de que tú… te marcharas la última vez. Yo me enteré más tarde, lo lamenté mucho…, y también supe entonces que antes de su deportación tuvo una hija, ¿sabes?”, Alzo las cejas, “Una hija”, “Sí…”, “¿Mía?”, Se encoge de hombros, “Bueno, ni idea. A vuestro cuarto no regresó con otro, eso seguro, pero vino aquí mucho con un joven… creo que se apellidaba Fleischer…recuerdo que la primera vez le pregunté si el cuarto de siempre, y no sabes cómo me miró…también vino mucho con ese chico tan raro…Alberto…, dormían aquí a veces, pero no sé si ellos (ya sabes), ni tampoco si en ese caso, la niña pudo ser suya…, porque no estoy segura de que pudiera ser padre, con su problema… Ya sabes”, No, no lo sé, “Ningún problema. El hijo de puta sólo se fingía enfermo e imbécil”, “¿Tú crees? No lo creo. O era muy convincente o…”, “Dónde está esa niña”, “No tengo ni idea, no sé si llegó a ir con Bianca a los campos, o si estará muerta, o en un orfanato, o quizás se la llevó ese Alberto, oí decir que regresó a su país después de…, aquello, pero no estoy segura de…”, “Bueno, bueno. En todo caso esa cría no es asunto mío. ¿Encontró usted algo en el espejo de nuestro cuarto?”, “¿En el espejo?”, “El primero en salir le dejaba algo al otro para el próximo encuentro”, “Oh. No recuerdo haber… Pero puedes subir ahora y verlo… Hace como seis meses que nadie lo pisa. No son buenos tiempos”, Se apresura a buscar la llave y dármela, mirándome como si temiera que fuera a derrumbarme en el suelo de un momento a otro. Debo de estar verdaderamente patético, ardo en deseos de ver cuánto en ese querido espejo. Me arrastro por las escaleras hasta arriba y abro la puerta. La cama todavía está deshecha y el olor a humedad es insoportable. Detrás del espejo no hay nada, por supuesto. No sé qué mierda tenía la esperanza de encontrar aquí, “te espero desnuda en buchenwald me muero por verte b”. Dentro del espejo, un joven moribundo borracho de culpa al que sólo reconozco por los ojos, dementes, me clava una resentida mirada de tormento y extravío. Sólo ahora, viéndome aquí demacrado y agreste como un torturado sin alma, entiendo que únicamente he sobrevivido a la guerra para ver este bonito catre una vez más, y me siento libre para suicidarme como tantas veces pensé hacer en el frente. Siempre ha sido mi ideal de buena muerte, el suicidio, sin la mediación del Todopoderoso, sólo la muerte y tú, y tu estilo. Como un autómata, me palpo el cinto en busca del arma, quito el seguro, me la meto en la boca mirándome a los ojos llenos de dicha y aprieto el gatillo para bien morir o bien despertar de estos abismos de colores en los que por mi causa Bianca nunca existió.