Jordan
tenía las orejas rojas como la sangre, tenía mucho frío aquella
noche así que se acurrucó más contra sí para no dejar escapar el
calor de su cuerpo delgado. Había visto aquel intento de asesinato,
quería desvelarlo. Sabía quién lo había realizado y hacia quién,
sobre todo. Aunque no estuviera muerto, quería desvelarlo ya que
quería destrozarlo. Cuando recordaba su nombre recordaba siempre
aquel día que lo delató a las autoridades competentes y cumplió
tres años de cárcel, volviendo otra vez al alcohol, aquella bebida
tan odiada y amada a la vez.
Este
era su momento, lo había estado espiando desde hacía días. Como un
águila a su presa, que busca el mejor momento para cazar. Quizás no
se acordara de él, ya que mucho había cambiado. Pero él sí, ¡oh!
Y tanto. Iba a disfrutar tanto de verlo sufrir que comenzaba a
salivar del gozo.
Jordan
era el representante de una pandilla de jóvenes delincuentes. Él ya
no estaba en sus gloriosos años, pero tenía algo que todos
carecían: experiencia. Sus años en la cárcel le habían enseñado
lo duro de la vida. Se había prometido hacer el bien y no cometer
más crímenes, pero el destino parecía que todo estaba en su contra
y que su única salida era la delincuencia. El mar por el cual había
nadado, un mar algo turbio, pero acogedor.
Su
plan no era exterminarlo de buenas a primeras, cual matón de tres al
cuarto, ni tampoco mandar a alguien a que lo exterminara de manera
vil, como un sicario. Su plan era mucho más que eso. Quería tener
en sus manos aquello que su enemigo más quería en la vida, aquello
por lo que mataría y entonces manejarlo como una marioneta a su
antojo, hasta tal extremo de volverse loco. Ya no quería tanto
matarlo con sus propias manos, sino que el propio Adón se
convirtiera en su propio asesino, suicidándose.
Avanzaba
veloz, el frío era cruel con él, la vida también, pero ya no le
importaba tanto. Tocó el timbre. Esperó un minuto antes de ver la
cara de su enemigo.
¡Pobre de tí, bastardo, la que te espera!, pensó.
Adón
lo recibió con sorpresa, pues el plan era encontrarse en la plaza.
Jordan se disculpó por haberse presentado en su casa antes de hora
pero tenía que comentarle algo antes de que la subasta empezara;
había dado esquinazo a Olof y había llegado por su cuenta. Hablaron
y, al cabo, se pusieron en camino. Una vez allí, se separaron y el
ajetreo del lugar los mantuvo ocupados. Algo más tarde, Jordan dejó
encargado de sus responsabilidades a uno de sus aprendices y se
escabulló entre la gente y se dirigió a casa de Adón, con la vaga
idea de atacar a los hijos. Una vez allí, tocó a la puerta;
insistentemente cuando vio que nadie respondía. Abrió Águeda, que
lo dejó pasar a la cocina porque lo reconoció de haberlo visto
otras veces con su padre. Jordan preguntó por Leandro, pero no
estaba. En la cocina, una extraña niña comía se felizmente un gran
pedazo de pastel de carne. Lo miró con susto cuando él entró. Es
mi hermana, por parte de padre, explicó Águeda a Jordan, muy
resueltamente, y Melania, perpleja, le echó una tímida mirada de
agradecimiento. Su madre ha muerto y ahora vive con nosotros. Águeda
había encontrado a Melania comiendo sardinas enlatadas en la
despensa. Al principio se enfadó mucho, pero luego ella le dijo que
no había probado bocado en cuatro días y Águeda se sintió
culpable y le sirvió un enorme trozo del pastel que les había
traído miss. Norton, su vecina inglesa. Jordan asintió
agradablemente sorprendido. Justamente, dijo a Águeda, venía a
hablarte de tu madre. Me ha llamado un conocido que dice que está
viva y cree haberla encontrado; él es médico y esta mujer ha
llegado muy enferma (parece que sufre amnesia) al antiguo hospital
donde él está viviendo. Me ha dicho que avise a tu padre, pero él
está muy ocupado en la subasta y me ha pedido que lleve a Leandro.
Pero ahora veo que Leandro no está... ¿debería esperarlo? La cara
de Águeda era un poema, había perdido el color; estaba claro que no
sabía qué decir, que empezaba a dominarla la angustia. La mujer
está muy enferma, repitió Jordan, si es tu madre, no sé si estará
reconocible... ¿crees que la reconocerías? Águeda asintió
enseguida, confusa. No tardaríamos nada en llegar, mi conocido dice
que ella está muy débil, y que si lograra encontrar a su familia,
quizás...
Jordan
fue en busca de su vehículo, que había aparcado a unas calles de
allí, Melania y Águeda lo siguieron. Pensaban que volverían
pronto. Entraron de un salto y Jordan arrancó. Sentía una extraña
mezcla de culpa por haber utilizado lo que le había contado Liberto
y haberle dicho a la pobre niña que se trataba de su madre
desaparecida, y alegría por tener a las dos hijas de Adón a su
merced.
Animal
se había quedado dormido en una pequeña alfombra, cerca de la
puerta abierta de la despensa.
Una
vez Jordan desapareció de la subasta, después de conversaciones
triviales y transacciones económicas, Adón se quedó solo, con un
cometido: hablar con Jebediah, aquel que había despertado de entre
los muertos.
¡Me
he enterado de que has muerto y has vuelto a renacer! – dice
alegremente.
Sí,
como el Ave fénix. Resurjo de mis propias cenizas, con más mala
leche que nunca – dice pasándole un puro. Adón niega con la
cabeza – Soy más resistente de lo que muchos se creen – dice
fumando como un cosaco. Adón cree ver cómo le sale humo del
agujero de la bala.
Ya
lo dice el dicho “Mala yerba nunca muere”, ¿no? – ríen ambos
a carcajada abierta - ¿Dónde has dejado a tu escolta?
Hoy
quería hablar a solas contigo – dice tajante. Adón siente un
nudo en la garganta, se le atasca el ego (el cual había crecido
sobremanera durante esa misma mañana) y le cuesta tragar. La calma
con la que había acudido a su cita se le borro de la cara, como si
este le hubiera dado un guantazo.
Pues
hablemos, a eso he venido.
Quiero
que investigues lo que me ha sucedido. Quien es el cabrón que me ha
disparado con tan mala puntería que no ha podido hacer bien su
trabajo. Tienes contactos. Obviamente yo también los tengo, pero
será muy evidente si mis chicos salen por estas polvorientas calles
buscando respuestas – Adón no sé cree lo que escucha. ¿Es real?
No puede parar de preguntárselo. Intenta mostrarse relajado, pero
está no es la conversación que se había esperado. Jebediah le
está tomando el pelo o realmente no recuerda que fue él mismo
quien lo quería muerto. La situación le supera.
¿Quién
querría verte muerto?
¿Quién
no?
Ya…
veré lo que puedo hacer. ¿Qué gano con ello?
La
información que tanto ansias.
Hecho
– dice con los ojos iluminados.
Jebediah
se levanta y comienza a caminar. Se le ve bien, mejor que nunca.
Cuesta creer que hace menos de un día estaba en su coche, muerto,
aparentemente.
Nos
reunimos esta noche en casa de Jáchym, el “médico”. ¿Lo
conoces?
He
oído hablar de él.
Tenemos
una noche larga Adón, ve a casa y descansa.
Jebediah
se marcha. Adón se queda paralizado. Tiembla como un flan por
dentro, pero su coraza sigue intocable. Debe de llamar a su hijo,
tiene que hablar con Leandro y decirle que debe de cuidar de Agatha
esa noche. Le llama a su móvil y no obtiene respuesta. Llama a casa,
en busca de respuestas de su pequeña Agatha. No hay línea. Coge el
coche, con una extraña mezcla de sentimientos y se dirige raudo a
casa.
¿Cuándo
llegamos? – preguntó Águeda. Desde la parte trasera de la
furgoneta, Águeda podía ver que Jordan se estaba poniendo muy
nervioso y, obviamente, no lo consideró una buena señal. Grandes
gotas de sudor resbalaban por su nariz chata y ligeramente
puntiaguda; de vez en cuando se pasaba por la frente un paño
grisáceo, pero eso no parecía reconfortarlo mucho. Miraba
frenéticamente al retrovisor, al frente, en todas direcciones, y a
la parte trasera de la furgoneta. Todavía no había contestado a
ninguna de sus preguntas.
Águeda
fue consciente gradualmente de su imprudencia. Miró asustada a
Melania, que le devolvió la mirada con los grandes ojos muy
abiertos, como esperando cualquier indicación para atacar. Se había
subido a un vehículo con un extraño, sin que nadie supiera a dónde
iba. Se daba cuenta que ahora estaba a su merced y no podía dejar
que eso siguiera así…debía tantearlo.
¿Ha-Ha…preguntado
por mí? MI madre. ¿Qué ha dicho? –esperó, pero de nuevo no
obtuvo respuesta. Empezando a exasperarse y ya más segura, siguió
– Oiga, usted nos ha dicho que tenía noticias de nuestra madre,
por eso hemos accedido a ir con usted, si no…
¡Cállate
de una vez! - se dio la vuelta y casi perdió el control del
volante.
¡Y-yo
no…u-usted…! ¡Dígame dónde está!
¡Te
he dicho que te calles! - repitió, esta vez mirando furiosamente
al frente. Estaba muy rojo y era evidente que encontraba dificultad
para controlarse y pensar con claridad. Águeda supo de inmediato
por qué.
Era
mentira. No sabéis nada de mi madre, ¿verdad? –susurró, más
para sí misma.
Jordan
detuvo la furgoneta, fue a la parte de atrás y la abrió; sin
embargo, mientras urgía a la niña a callarse y a tomar de ejemplo
las dotes para pasar desapercibida de su media-hermana, y trataba de
convencerla de que sí la habían encontrado, algo cambió en ella.
Pareció colapsarse. Respiraba con dificultad, a grandes bocanadas,
Jordan podía ver su pequeño cuerpo hinchándose para recibir esa
cantidad de vida, exigiéndole esa vida al aire que parecía no ser
suficiente, y se retorcía en dolorosa tensión y gemía mientras la
otra niña chillaba “haga algo, haga algo”. Jordan se apartó con
las manos en las sienes. Pensó que no tenía sitio a donde llevarlas
y que estaba actuando de espaldas a los chacales. Si se le moría en
las manos tendría que dar cuentas a no sólo a Adón, sino también
a ellos. Un rehén era algo útil, un bien intercambiable, pero un
cadáver no servía ni de abono. Pero una idea repentina arrojó algo
de luz en su confusión.
-
¡Bájala! ¡Llévatela! – masculló. Volvió a subir en la
furgoneta y desapareció en la penumbra de esos parajes baldíos que
constituían la tierra de nadie entre ciudad y ciudad, entre refugio
y refugio.
Aquel
maldito perro seguía sentado en la puerta cuando Leandro volvió. No
había ni rastro de su hermana en ninguno de los rincones preferidos
de Águeda en la ciudad, ni en las cuevas, ni en las ruinas, ni en
los prados mágicos, como solía llamar a los jardines asolados de un
antiguo palacio. Tampoco en la casa. Sin embargo, aquel perro llevaba
horas allí haciendo guardia. Justo cuando Leandro iba a volver a
salir, entró su padre. Detrás de él venían unos cuantos mozos
cargando con el material de la subasta que no se había podido
vender.
Dejadlo
por ahí, en el almacén. No te preocupes por eso. Hola, León –
miró a su hijo fugazmente y, reparando en su estado de desesperación
y en su semblante pálido y trémulo, inquirió - ¿Qué ha pasado?
No
está Águeda. He llegado al mediodía y ya no estaba. Llevo horas
buscándola. – esperaba que se sorprendiera, o incluso que se lo
negara, pero Adón simplemente asintió y, en un gesto de debilidad
y resignación imperdonable, suspiró y bhuscó una silla ne la que
se sentó.
Esto…tenía
que pasar. En mi propia casa. – murmuró con un hilo de voz.
¿Lo
sabías? – le temblaba la voz de la rabia - ¿Lo esperabas? –
Adón levantó la vista y negó, con su cara de “no me
malinterpretes, hijo”. Aquello era más de lo que Leandro podía
aguantar en un día. Tratando firmemente de contenerse, puso las
manos en la mesa y dijo:
¿Qué
has hecho?
Hoy
tenía que llegar el embajador de los chacales y se iba a alojar
aquí. Ya me habían dicho que no era trigo limpio. Que me odia por
alguna razón.
¿Y
tú…tú…? ¡¿Tú lo metes en casa?! No puedo creerlo.
Estabas
fuera, no pensé que se me adelantaría. Olof me falló, él era el
encargado de traerlo y vigilarlo en mi ausencia.
Me
parece que confías en las personas equivocadas. ¿Quién la
vigilaba a ella? No puedes…yo no estaba, pero ella sí. No puedes
desprecierla tanto. – y aquella idea horrible que no era capaz de
pronunciar brotó en su mente como una flor horrendo y lo ahogó,
impiéndole pensar en otra cosa. Ella era débil y prescindible, él
no. La realidad era que Adón sabía que la estaba poniendo en
peligro y le había dado igual. Quizá para demostrarse a sí mismo
que él era leal a su hermana, enferma o no, miró a su padre y
dijo:
Voy
a ir afuera a buscarla. Puedes ayudarme o no, pero iré de todas
formas. – había esperado que opusiera, incluso lo habría
preferido, pero Adón asintió con aire cansado y contestó:
-Si
vas a hacerlo es mejor que lo hagas bien.
Leandro
esperó un rato en el patio mientras Adón preparaba un fardo con
víveres y buscaba dinero y armas. Estaba anocheciendo. Cuando todo
estuvo guardado en el coche, Leandro abrió una puerta y dijo,
mirando al perro:
Anda,
sube – y, maravillado, vio como el perro se abalanzaba hacia el
interior del vehículo y se sentaba, listo para el viaje. Antes de
que partiera, Adón se asomó a la ventanilla:
Si
tienes que buscar ayuda, ve a por los cuervos de las montañas. Son
gente en la que confío realmente yya nos hemos ayudado varias
veces. Ellos te servirán bien. Conocen el terreno.
Gracias
– dijo Leandro sin mirarlo. – Haz algo por ella, tú que te
quedas. Soborna a alguien, amenaza a quien tengas que amenazar. Lo
que sea.
Arrancó
el coche que, con un rugido estridente del motor se puso en marcha,
levantando una nube de polvo por los caminos, hasta que salió de los
suburbios y dejó de oírsele.
Una
noche de sombras y pesadillas se cernía sobre las muchachas, que
caminaban con pasos lentos pero seguros en la tierna y palpitante
oscuridad. Era como respirar contra el lomo de una criatura vetusta y
poderosa, sumida en un profundo letargo. El truco del ataque había
dado resultado, porque las había soltado (aunque lo que Águeda
había pretendido era que la llevara de vuelta), pero ahora se
encontraban solas en aquel páramo infectado y sin saber a dónde
ir. En aquel medio hostil en que todos los factores parecían ir en
su contra lo que, sin embargo, más las aterrorizaba, era si las
historias que se contaban sobre los habitantes del páramo eran
verdad.